viernes, 20 de febrero de 2015

Ecos de la guerra: La casa del artista

Otro relato de guerra escrito por Vicente Blasco Ibáñez para la revista La Esfera fue publicado en el número 49 del 5 de diciembre 1914. Es un  relato emocionante que narra un triste suceso propio de aquella guerra cruel, ocurrido el día 3 de septiembre de 1914.

En un  lenguaje sencillo y muy ilustrativo, el autor no solamente presenta al artista y sus circunstancias en el momento del trágico suceso, sino que también conduce al lector hacia el extenso mundo interior de la sensibilidad del personaje. Además, sutilmente, induce a reflexionar sobre el ensueño de todo artista por tener su propia casa que lo abrigue y lo defienda, la casa amada a la cual transmitir lentamente parte de su alma.

ECOS DE LA GUERRA: LA CASA DEL ARTISTA


Una de las victimas más simpáticas y heroicas de la presente guerra, es un músico: Alberico Magnard. Su padre fué el afortunado periodista Magnard, restaurador de Le Figaro, un parisién burlón y escéptico que se reia de las «grandes palabras» que entusiasman á los hombres y los llevan á morir por idealismos patrióticos y políticos.


Alberíco Magnard
 (1865 – 1914)
Alberico Magnard, más triste y de carácter más retraído que su progenitor, mostró, sin embargo, igual indiferencia por todas las cosas que han traído revueltos á los franceses en los últimos veinte años. Ni avanzado, ni conservador. No le interesaban las luchas religiosas y nacionalistas. No soñaba en la reconstitución de la vieja Francia, ni en la felicidad de los hombres por el internacionalismo y la paz. El músico sólo vivía para la música.
Algunos artistas no reconocen importancia ni realidad á lo que se halla fuera del círculo de sus aficiones. Su entusiasmo absoluto y exclusivo, tiene mucho de religioso. El título de «sacerdotes del arte» se hizo para ellos. Si les dicen que la humanidad va á desaparecer en breve plazo, lo lamentan y siguen trabajando. Si alguien les anuncia que el mundo puede estallar en una catástrofe sideral, ven en esta profecía la necesidad urgente de terminar la obra que llevan entre manos, y se enfrascan de nuevo en su labor. Pero que les digan que los hombres pueden vivir sin música, sin pintura ó sin poesía, que las artes no son necesarias para la existencia de la humanidad y se erguirán indignados, con la cólera del fanático ante un sacrilegio ó la extrañeza del que escucha un absurdo irritante.
Alberico Magnard era de éstos: inofensivo y pacífico, como todo hombre que pone su pensamiento por encima de las nubes; distraído é indiferente á cuanto le rodeaba, como los espíritus concentrados que se escuchan y tienen sus sentidos vueltos hacia el interior.
Amaba su arte con un fervor de asceta. Huía del mundo cual si temiese que sus ideales se ensuciasen al ponerse en relación con la muchedumbre. Una ópera suya, Berenice, había conseguido éxito. Pero el compositor, después de este contacto con el público, se retiró á la amada soledad, poblada de caricias inmateriales, de relámpagos sonoros, de bellezas impalpables.

La casa que A. Magnard compró en 1904, en  Baron-sur-Oise, 
donde se retiró con su esposa e hija
Vivía en el campo, en una casa con amplio jardín, á dos horas de ferrocarril de la gran ciudad, pudiendo escuchar por la tarde los conciertos de París y escribir por la noche bajo el pálido redondel de la lámpara, mientras entraba por la ventana la respiración acre del bosque, el hálito de la tierra en descanso, los trinos de los pájaros del misterio y sobre la alfombra iba avanzando la luna, tímidamente, sus sandalias de plata.
Tener una casa propia, una casa adornada lentamente, con arreglo á los gustos é ilusiones, es el ensueño de todo artista.
El pobre bohemio, para olvidar las penalidades de su miseria, se entretiene proyectando la vivienda del porvenir, la casa que tendrá algún día, cuando sea rico y célebre.
Los más bellos y esplendorosos palacios que pudo concebir la mente humana, se han construido en las buhardillas ó los bancos de los paseos, á lo largo de las noches invernales, por obra de una imaginación apoyada en un estómago vacío.

El millonario puede poseer una casa magnífica con sólo tirar de su cartera, y el palacio surgido rápidamente de la nada, como las construcciones de las hadas y los efrits en Las mil y una noches, tiene algo de todos: del arquitecto, del carpintero, del mueblista; de todos, menos de su dueño.
El artista forma la casa amada, lentamente, con su propio jugo. Es semejante á esos moluscos que fabricas con sus secreciones el caparazón que los abriga y defiende. Cada adorno, cada mueble, representa un pensamiento, un recuerdo, una ilusión realizada. Los muros parecen vivir una existencia de reflexivo silencio; los muebles respiran; los cuadros hablan; los crujidos nocturnos de la madera, la leve agitación de los tapices, denuncian un alma misteriosa oculta en los objetos inanimados. Es el alma del dueño que se ha trasmitido en parte á la envoltura.
Todo artista glorioso, tuvo su vivienda adorada y cuidada como la mejor de sus obras. Víctor Hugo se improvisó mueblista, para adornar con armarios y sitiales góticos el vacío blanco de sus viviendas marineras en Jersey y Güernesey.

La mansión blanca llamada Marine Terrace fue el hogar del exilio de la familia Hugo en Jersey entre 1852 y 1855.
Hauteville House, donde Hugo vivió en Guernsey
La casa de Medan de Emilio Zola, fué tan famosa como sus novelas. Alejandro Dumas (padre), aplicó largos años su inagotable facultad imaginativa al planeamiento de un palacio más portentoso que los de su héroe Montecristo. Y pasamos por alto las instalaciones de los pintores célebres, á partir de Rubens. Algunos se arruinaron por dedicar todas sus ganancias al adorno del hogar, sin acordarse de que la vida impone otras necesidades.

La residencia de Emile Zola en Medan, cerca de París
Casa habitada por la familia Dumas



Balzac á pesar de su realismo de novelista, resultó el más portentoso y fantástico de los constructores. La casa fué su eterna preocupación. La construyó imaginariamente, muchas veces, tal como la había soñado en algunas de sus novelas, amontonando riquezas y exquisiteces, con la prodigalidad del que no tiene que pagarlas.
Luego, cuando en fuerza de ahorros, apuros y deudas, pudo construir el ansiado edificio, suplió con la fantasía lo que la parquedad de recursos le negaba. Su dinero y su crédito se agotaron en las obras de construcción.
No tuvo con qué adornar las frías y blancas habitaciones. Pero un artista puede saltar los obstáculos de la triste realidad. Sus únicos muebles eran, la mesa de trabajo y un busto que representaba su cabeza, vulgar y genial á la vez. Un pedazo de carbón le bastó para decorar el resto de este palacio del hambre. En el piso del estudio escribió con grandes letras: «Tapiz de seda de Smirna». En una pared: «Cuadro de Rafael de 300.000 francos». En otra: «Cuadro de Rembrandt». Todas las magnificencias imaginadas en el primer capítulo de La peau de chagrín, cubrieron como por encanto la vivienda, aún no pagada completamente.
Y el pobre grande hombre las veía, las admiraba, cuando al levantar los ojos de las cuartillas y acariciarse el corto bigote con las barbas de la pluma, iba pasando de la bella realidad de la novela a la triste mentira de la vida ordinaria.       



El compositor Magnard, había realizado sus deseos de artista. Las ventanas de su casa aspiraban el verde de los campos, el oro del sol, la humedad susurrante del agua, la sombra fugitiva de la nube, el aletear del pájaro que raya con sus alas el cristal azul del cielo y devolvían después este oxígeno poético en forma de murmullos armónicos, balbuceos de piano que duda antes de formular frases completas, una respiración musical, infiltrando el alma del hombre en la paz rumorosa de la naturaleza.
Las noticias de un mundo remoto no consiguieron turbar este diálogo entre el artista y sus creaciones: ¡La guerra!... Un gesto de contrariedad del músico, pero no por esto deja de sentarse al piano. ¡El enemigo que se acerca!... La conversación entre el hombre y la melodía sigue sin interrumpirse. ¡Los ulanos que llegan!... Calla el piano repentinamente, el compositor se pone de pie y mira en torno, como un hombre que despierta.
Todo el vecindario huye. Junto á las paredes de la casa ha pasado una corriente de familias en fuga, de madres que lloran tirando de sus hijos, de animales domésticos que participan del general terror, de carretas enganchadas á toda prisa, con montones de muebles y ropas en informe revoltijo de catástrofe.

Campesinos de los alrededores de Malinas dirigiéndose en triste éxodo a la ciudad de Amberes, último baluarte de la defensa belga

Refugiados belgas huyendo de los alemanes, agosto 1914
A lo lejos flamean los pueblos bajo un dosel de humo y pavesas. La guerra se ha perfeccionado. Hasta hace poco los enemigos, procediendo rutinariamente, se limitaban á alojarse en las casas invadidas, viviendo á costa del vecindario. Una civilización superior que sabe extraer del pasado las buenas enseñanzas, acaba de disipar estos errores, haciendo la guerra con arreglo á las gloriosas prácticas de la época de las cavernas. El enemigo se lo come y se lo bebe todo; envía á su familia lo que queda; incendia la casa considerándola inservible, y fusila á los habitantes para que no sufran al verse sin techo.  El terror es una garantía de victoria.

Soldados belgas recogiendo los cadáveres, mientras que los vecinos ven arder sus hogares incendiados por las tropas invasoras

Alberico Magnard, mira sus cuadros, sus libros, la mesa en la que deposita como en una cuna sus melodías nacientes, el piano que es su voz, los divanes en cuyos almohadones ha descansado tantas veces su cabeza cargada de musicales ensueños.
Que los hombres se maten en pleno campo, si tales su gusto. ¡Pero trastornar con sus pasos de hierro el silencioso recogimiento de la casa del artista! ¡Encender la pipa con pedazos de sus partituras, meter las espuelas en sus muebles, instalarse ante el amado instrumento para teclear canciones de cuartel!... ¡Ah, no!
El músico, tímido y pacífico, se yergue como un cordero enloquecido, al que hubiesen inyectado el virus de la rabia.
Resuena ante la casa el galope de una invasión de jinetes. Golpes en la puerta, que cede y se viene abajo. Al pie de la escalera está el músico empuñando el revólver. ¡Héroe absurdo y grandioso! Un hombre contra todo un cuerpo de ejército que ocupa el pueblo. Esta hazaña sólo puede intentarla un artista ensimismado que despierta, un soñador que vivió al margen de la realidad.
Levanta la mano y dispara. Cae un ulano... Después cae otro. El pelotón de invasores hace fuego y Magnard cae á su vez sobre los dos cadáveres, pudiendo ver, con los ojos vidriosos de la agonía, las primeras llamas que corren sobre los papeles, se remontan por las cortinas, lamen los pies de los muebles...
Los invasores, irritados, arrojan su cadáver en la gran hoguera que forma la casa.


El músico se consume, se volatiliza, lo mismo que los antiguos paladines quemados sobre su escudo, en una pira de guerreros despojos. El piano y las partituras se marchan con él, como trofeos de heroísmo.

Ruinas de la casa de Albéric Magnard
Lucien Denis Gabriel Albéric Magnard residía con su familia en Baron (Oise). 
El 3 de septiembre de 1914 su casa fue incendiada por los alemanes.


Comentario:

En aquel frío invierno de 1914 cuando escribió este artículo, Blasco Ibáñez vivía en Francia, probablemente en la calle Davioud de Passy (París)participando con su pluma en la Gran Guerra. Este relato refleja una realidad muy singular, la que el autor percibe a través de  sus sensaciones y observaciones. Capta y sintetiza lo que el considera esencial según su prisma y se lo presenta al lector en un lenguaje fluido y sencillo, como pinceladas de un cuadro donde la descripción de cada detalle va ilustrando con gran realismo aquel mundo.

En una carta dirigida en 1918 a Julio Cejador y Frauca, Blasco Ibáñez, con su habitual sinceridad, comenta su  visión personal acerca de la obra artística :
 "Entre la realidad y la obra que reproduce esta realidad existe un prisma luminoso que desfigura las cosas, concentrando su esencia, su alma y agrandándolas: el temperamento del autor. Para mí, lo importante en un novelista es su temperamento, su personalidad, su modo especial y propio de ver la vida.
…la obra de arte habla al sentimiento, a todo lo que en nosotros forma el mundo de lo inconsciente, el mundo de la sensibilidad, el mundo más extenso y misterioso que llevamos en nosotros.
En escritores como yo —viajeros, hombres de acción y movimiento—, la obra es producto del ambiente. Reflejamos lo que vemos. El mérito es saber reflejar. Yo produzco mis novelas según el ambiente en que vivo, y he cambiado de fisonomía literaria con arreglo a mis cambios de ambiente, aunque siendo siempre el mismo.
Lo importante es ver las cosas de cerca y directamente, vivirlas, aunque sólo sea un poco, para poder adivinar cómo las viven los demás."

En el relato arriba presentado se refleja la personalidad del autor, su propio modo de ver la vida y sus valores. Con una breve mirada sobre la vida del novelista, es fácil comprender que para el “Tener una casa propia, una casa adornada lentamente, con arreglo á los gustos é ilusiones, es el ensueño de todo artista”. Además,  consideraba que  “El artista forma la casa amada, lentamente, con su propio jugo. Cada adorno, cada mueble, representa un pensamiento, un recuerdo, una ilusión realizada.” Sabemos que finalmente  Blasco Ibáñez como “todo artista glorioso, tuvo su vivienda adorada”, pero mucho más tarde.
Unos doce años antes de escribir este relato, el escritor valenciano tuvo la ilusión de construir su primera "casa del artista", el original chalet en la playa de la Malvarrosa de Valencia, en aquella época, una playa solitaria, con mucha vegetación, situada a ocho kilómetros de la ciudad. 

En el año 1901 Blasco Ibáñez era un novelista conocido; había publicado gran parte de sus novelas regionales, denominadas de ambiente valenciano, alcanzando mucho éxito con La barraca (1898) y también era el "político más popular" de Valencia. Este año, en el lapso de tiempo entre dos de sus novelas,  Entre naranjos y Sónnica, la cortesana, mandó a construir su chalet de la Malvarrosa. La construcción del edifico con fachada hacia el mar y un amplio jardín, a cargo del maestro de obras Vicente Bochonsfue, fue complicada por la escasa consistencia del subsuelo que obligó a levantar los cimientos en varias ocasiones.
Parece que el escritor intervino mucho en la concepción de su casa probablemente con la intención de darle un acento neoclásico o pompeyano, propio de finales del siglo XIX, considerándolo  en sintonía con los valores de la vieja cultura mediterránea.

El chalet de la Malvarrosa, vivienda de Vicente Blasco Ibáñez, 1902
El jardín del chalet de Vicente Blasco Ibáñez en la Malvarrosa, 1902

El llamado “palacete” de la Malvarrosa fue inaugurado en agosto de 1902 y aunque el edificio no estaba totalmente terminado, el escritor se trasladado allá con su familia. Las obras de albañilería y el trabajo de los escultores en las cariátides de la terraza, realizadas por el artista Rafael Rubio Rosell, continuaron por varios meses más.
Esta terraza cubierta,  inspirada en el Pórtico de las Cariátides del Erecteón en la Acrópolis de Atenas, decorada con frescos de estilo pompeyano y presidida por una imponente mesa de mármol de Carrara sostenida por unos grifos de estilo helenístico, fue el lugar predilecto del novelista de donde contemplaba el mar que tanto le inspiraba.

1902, Blasco Ibáñez en su chalet de la Malvarrosa
1902, Blasco Ibáñez en su chalet de la Malvarrosa

Blasco Ibáñez junto a su familia en la terraza del chalet de la Malvarrosa, 1902
Blasco Ibáñez con su familia en el jardin del chalet de la Malvarrosa, 1902

Instalado en su nuevo estudio con el ventanal  mirando al mar, Blasco Ibáñez escribe las primeras páginas de Cañas y barro. También en este mismo sitio nacen sus siguientes novelas: La catedral (1903), El intruso (1904), La Bodega (1905) y La Horda (1905). Parecía haber encontrado el mejor sitio para su actividad literaria  pero en realidad no fue así. Estaba muy implicado en los conflictos políticos que lo perturbaban permanentemente.

Blasco Ibáñez en su estudio del chalet de la Malvarrosa, 1902
Publicado en la revista ABC, numero 56, de 2 de octubre 1903

En esta casa que había construido con gran ilusión, buscando el silencio y la tranquilidad, teniendo ante sí la magia del mar, permaneció apenas tres años. El verano de 1905 fue el último pasado en su chalet de la Malvarrosa; a final del año,  debido a los múltiples desengaños y al cansancio político, decidió trasladarse a Madrid, donde se dedicaría sólo a la literatura y a promocionar sus obras.

En el marco de una entrevista con el escritor valenciano, publicada en 1910 por Eduardo Zamacois, dentro de la serie Mis Contemporáneos,  el autor describe así la casa de Blasco Ibañez en Madrid :

Vive el insigne novelista á la derecha del paseo de la Castellana, muy cerca del Hipódromo, en un pintoresco hotelito de planta baja, cuya fachada irregular se abre en ángulo al fondo de un pequeño jardín… El despacho del maestro es grande y de forma irregular, con dos ventanas abiertas sobre el jardín, ante un grupo de árboles. Al fondo hay varios estantes cargados de libros; unos retratos de Maupassant, de Zola, de Balzac y de Tolstoy, parecen presidir la estancia; los cuatro están juntos, y existe entre sus frentes pensativas, atormentadas por el esfuerzo mental, una rara y dolorosa armonía. Adornan las paredes muchos objetos antiguos y varios apuntes primorosos de Joaquín Sorolla. Todo ocupa su sitio; las figurinas, los tapices y los muebles aparecen colocados, sin duda, donde deben estar, y, sin embargo, yo siento á mi alrededor algo extraño, un latido caliente y febril de impaciencia, como si la alfombra y los cuadros y los sillones y los viejos bargueños que decoran la habitación, participasen, en virtud de inexplicables magnetismos, del recio y prolongado alboroto espiritual del escritor.


Blasco Ibáñez con sus hijos, en su residencia de Madrid

Parece que Blasco Ibañez no estaba muy a gusto en aquella casa; hacia el final de la entrevista, comentaba: 
Me aburre esta casa — exclama de pronto, como hablando consigo mismo — ; es incómoda, triste... La compré porque no hallé entonces nada mejor. Pero el año próximo mandaré derribarla, y en este mismo solar levantaré otra á mi gusto.
Realmente este proyecto no se cumplió.
Mucho más tarde fue cuando logró tener una casa a su gusto: Fontana Rosa, su última "casa de artista".
En el otoño de 1921, cuando era un hombre muy rico debido a su éxito internacional como novelista, encuentra en la Costa Azul, en Menton, una villa que databa del siglo XIX y decide instalarse allá con su segunda esposa, Elena Ortuzar (Chita). Lejos de su Valencia natal, la llamó Fontana Rosa en recuerdo a su primera casa de la Malvarrosa, dos sitios unidos por el mismo mar, el Mare Nostrum. 

Vista desde Fontana Rosa, Menton (Francia), residencia de Blasco Ibáñez en los años veinte.
Blasco Ibáñez y Chita en el jardin de Fontana Rosa
Cuando la compró, la villa constaba de tres pabellones rodeados de un amplio jardín. Con el entusiasmo que siempre lo ha caracterizado, Blasco Ibáñez fue ampliando y transformando el lugar a su gusto, adicionando nuevos edificios y realizando obras de embellecimiento muy originales. Allá, vivió los siguientes seis años, los últimos de su vida y trabajó apasionadamente hasta el final, rodeado por el inmenso jardín mediterráneo con elementos predominantemente valencianos.

Fontana Rosa - La entrada
Fontana Rosa - Pabellones de la villa

V. Blasco Ibañez  en la Fontana Rosa
En homenaje a sus escritores favoritos, creó lo que denominó  El jardín de los novelistas: en los senderos del jardín, sobre altos pedestales se alzaban los bustos en bronce de diez grandes artistas de la literatura, los que más admiraba el novelista, Cervantes, Balzac, Dickens, Flaubert o Dostoievski. Según Blasco Ibáñez,  Fontana Rosa  iba a ser un bello lugar de retiro y estudio para los escritores de todo el mundo.

Monumento dedicado a Cervantes en Fontana Rosa

En una carta que Blasco Ibáñez le escribe el 8 de febrero de 1926 al periodista español, José Montero Alonso, comentaba:

Fontana Rosa no es una casa. Es un jardín enorme, con ocho edificios, y este jardín de naranjos, limoneros, palmeras y rosales, —una parte de él en plano, y el resto remontándose por los primeros declives de los Alpes Marítimos—, lo voy ensanchando todos los años con la adquisición de las propiedades colindantes. Hoy tiene rincones que son de una naturaleza bravía y otros, sonrientes y cultivados, como los naranjales de Valencia. Este vasto jardín que llegará no sé hasta dónde, es para mí un instrumento de trabajo, más que una propiedad de lujo. Puedo dedicar a mi labor el día entero sin necesidad de salir de mi casa. Cuando me canso de trabajar salgo al jardín, que veo a todas horas desde los ventanales de mi biblioteca, subo larguísimas escalinatas hechas de azulejos valencianos, contemplo desde una gran altura el Mediterráneo, el viejo Menton, el Cap Martin; a mi izquierda las vecinas costas de Italia, y después de este largo trago de sol, de azul mediterráneo, de aire en el que se mezclan la sal marina y el olor de las mimosas y otras flores de los Alpes, desciendo a la biblioteca (edificio aislado) para continuar mi trabajo.

Sus biógrafos afirman que las últimas palabras del escritor valenciano antes de morir fueron: "Mi jardín..."




   NotaDe las imágenes que ilustran el texto del relato, solamente la primera corresponde al artículo publicado en la revista La Esfera; las demás,  han sido asociadas en esta entrada para ampliar la ilustración del texto, según criterios personales.

domingo, 8 de febrero de 2015

Los dos soldados


El mejor corresponsal español de la Primera Guerra Mundial fue Vicente Blasco Ibáñez. Su primer relato de guerra, titulado Los dos soldados, fue publicado el 24 de octubre 1914, en el número 43 de la revista LA ESFERA.  

En el articulo que presenta este relato, la redacción de la revista incluye la fotografía de Blasco Ibáñez e indica la vuelta del escritor, después de seis años "de silencio" literario.


Vicente Blasco Ibáñez - La Esfera, no. 43, 1914



En este número comienza á colaborar en las publicaciones de "Prensa Gráfica", una de las más altas y gloriosas figuras de nuestra literatura contemporánea. El ilustre novelista Vicente Blasco Ibáñez, es nuestro corresponsal en la guerra europea. Después de seis años de un silencio absoluto que las letras españolas lamentaban, esta es la segunda vez que Vicente Blasco Ibáñez vuelve á comunicarse con el público de Europa y América. La primera fué con su reciente novela "Los Argonautas", donde vibra el estío cálido y donde su visión exacta de las multitudes se manifiesta en toda la madurez del talento del maestro. Esa misma visión clara y amplia, ese mismo estilo cálido y vibrante son los que hallarán nuestros lectores en , las crónicas que para " Prensa Gráfica " escribirá Vicente Blasco Ibáñez y que serán como capítulos de una gran novela trágica.


                                              (revista LA ESFERA, número 43, 
                                                    24 de octubre 1914)




LOS DOS SOLDADOS

Estamos en mitad de la tarde. El tren rueda pesadamente por una línea del Sur de Francia. La locomotora tira y recula como un buey jadeante, casi vencido por la pesadez del arrastre. Cada vez que intenta reanudar su marcha muje como si pidiese auxilio. Se estremecen los vagones, bajo el lirón brutal é inútil; chocan los topes estrepitosamente como en una colisión; tiemblan los vidrios y se resquebrajan. Es un tren militar, un tren interminable; vagones y vagones que sirvieron hasta hace poco para el transporte de animales de carnicería, y ahora llevan hombres vestidos de colores y caballos, todos revueltos; plataformas rodantes sobre las cuales la lona de las fundas marca aristas de cajones repletos de proyectiles, curvas de férreas ruedas, redondeces prolongadas y esbeltas de cañones con la boca en alto, cual si fuesen telescopios. Y en este convoy tardo y pesado, como una concesión misericordiosa, que no da derecho á impaciencias ni protestas, van enganchados varios coches de viajeros.
En todas las estaciones hay heridos. Unos, convalecientes, apoyados en un bastón ó con el brazo cruzado sobre el pecho; otros que llegan de la guerra, entrapajados, vacilantes, delatando en su macilento exterior el invisible y profundo rasguño, la oculta carne fresca y sangrante. Muchos, sobre el uniforme polvoriento, yerguen sus cabezas adornadas con puntiagudos cascos prusianos, ó gorros de pelo de la guardia sajona. Son despojos de guerra, orgullosos testimonios de que el primer poseedor de dichas prendas ya no existe. Tal vez á la misma hora otros heridos, peliblancos, de fuerte mandíbula y orejas despegadas, bajan en las estaciones del otro lado del Rin, ostentando kepis rojos y cascos rematados por cabelleras de crines. El homicidio heroico tuvo siempre la misma tendencia á adornarse con los despojos del vencido. En otros tiempos sólo se satisfacía apoderándose del cráneo del adversario; luego se contentó con la cabellera; ahora se limita a apropiarse el tapa-cabezas.

Heridos franceses ostentando un casco prusiano y un gorro de guardia sajona tomados por ellos en el campo de batalla
En el departamento de primera clase hay un ambiente penoso, cierta vacilación en las miradas, un susurro tímido en las palabras, lentas, con largos intervalos de silencio. En vano penetra á raudales el sol de la tarde por entre las verdes cortinillas; inútilmente trazan sus redondeles de oro las avispas aleteantes que vienen de las viñas cercanas. Permanecemos como una familia congregada á altas horas de la noche, en la penumbra de una habitación, junto al lecho de alguien que acaba de morir. Un matrimonio de Nimes viene de Biarritz de ver á su hijo herido. El padre, viejo tartarín, de aguda perilla, lucha con el silencio general para repetir una vez más la buena suerte del muchacho; una granada que cae sobre su espalda, estando tendido en la trinchera, y no estalla por haber chocado en las blanduras de la mochila. El mozo sanará de su fuerte conmoción. Lo asegura el padre con orgullo de familia. Es de buena raza. ¡De una estirpe de héroes!
En un rincón, una señora, vestida de negro, mira sin escuchar, con los ojos perdidos en el infinito de la inconsciencia, llevándose á los párpados, de vez en cuando, sus dedos enguantados, como si el cosquilleo del polvo fuese á hacerla llorar. Un señor viejo, con traje gris, llama la atención por una corbata de luto, flamante, comprada tal vez en el mismo día. Lee obstinadamente un periódico, sin desdoblarlo, sin que sus ojos pasen de una columna á otra: siempre fijos en la misma línea, sin verla tal vez... De tarde en tarde suspira. Piensa sin duda en lo que dirá dentro de poco al llegar á su casa. Elabora mentalmente, como un orador camino del mitin, las atenuaciones preparatorias con que debe contestar á las primeras preguntas de la madre y los hermanos.
Alguien viene con nosotros que no se deja ver y se hace sentir; alguien que proyecta sus manos de sombra sobre caras y periódicos; y se interpone como un vidrio ahumado ante el paisaje hirviente de sol, blanco de polvo, verdoso por el reflejo de las viñas. El invisible viajero congela las palabras y oprime los pechos. Se sienten deseos de llorar á alguien, sin saber á quién. Nada importa que la calidad de extranjero nos coloque al margen de la desgracia. La muerte ha abandonado su madriguera de sombras y aletea en el aire. ¿Cómo permanecer en egoísta indiferencia, cuando llora medio planeta?...


Aldeana belga entregando provisiones a los soldados de su país
que marchan a reforzar la línea de combate

La tristeza nos hace pensar con cierto rubor en las necesidades materiales de la vida. Es difícil adquirir algo en los restoranes de las estaciones. Los trenes, cargados de hombres, barren con su paso incesante hasta la última corteza de pan. Hay que mantenerse con los comestibles traídos previsoramente. El almuerzo en las rodillas, sobre manteles de periódicos, tiene algo de ágape fúnebre. Se come con los dedos untados de grasa; se bebe en el gollete de las botellas. lnumerables veces se repite, para excusar esta falta de comodidad, la frase que ahora está en todos los labios:  “A la guerre comme a la guerre”.
El matrimonio de Nimes y yo cambiamos ofrecimientos y víveres. Los demás viajeros permanecen impasibles, silenciosos. La dama enlutada sigue mirando á ninguna parte, con los oíos empañados, enormes, trágicos. El señor de la corbata negra continúa su lectura tenaz en el periódico, inmóvil, y suspira.


Pasan ante el tren, en las interminables paradas de las estaciones, señoras y niñas ostentando la Cruz Roja en un brazo. Empujan ante ellas carritos con líquidos y comestibles. Van en busca de los heridos viajeros.
—¿Caldo?... ¿Limonada?... ¿Chocolate?...
Sus voces toman cierta expresión de tristeza y despecho. En vano insisten: nadie acepta sus ofrecimientos. Los heridos llegan hartos de las estaciones anteriores.
A lo lejos, en la cabeza del tren, donde van los hombres y ¡os caballos, estalla un rujido de entusiasmo formado por centenares de voces. Las mujeres arrojan flores á los soldados. La muchedumbre azul y roja que marcha á la gloria, que marcha á la muerte, da vivas, entona la Marsellesa, lanza el último requiebro á las muchachas que responden enviando besos. El griterío se unifica. Un canto simple de melodía ingenua, un coral de cuartel entonado por pechos de bronce, se esparce sobre los andenes de la estación y los campos solitarios.

C'est l'Alsace et la l.orraine.
C'est l'Alsace? qu'il nous faut.
Oh! Oh! Oh! Oh!


Tren de reservistas alemanes saliendo de Potsdam, para la línea de fuego
De pronto se abre la portezuela y un grupo de mujeres y mozos de estación izan, como si fuese un fardo, á un soldadito que apenas puede moverse.
Una dama corpulenta, la dueña del restorán, dirige  maternalmente la instalación del herido. Sus ojos amorosos, cuando no vigilan los detalles de esta instalación, se vuelven hacia él, con una simpatía lacrimosa. ¡Pobre mujer! Tal vez piensa en un pedazo de sus entrañas, cuidado y acariciado durante veinte años, que ahora sirve de blanco en las batallas. Tal vez su esterilidad de obesa, admira en este soldadito al hijo que no tuvo nunca.

El herido carece de billete de primera clase, pero no importa. Los servicios funcionan ahora con cierto desorden, faltos de vigilancia superior. Ella ha dado de almorzar al pobre muchacho, no sabe ya que regalo hacerle, y de acuerdo con los empleados de la estación decide que vaya en primera hasta Tolosa.
Este soldadito lleva un pie en una alpargata y otro forrado de trapos hasta media pierna; pero tan voluminosa la envoltura, tan rellena de algodones y cruzada de vendajes, que parece la redonda pata de un elefante blanco. Un empleado sostiene su mochila. El conserva en una mano lo que no debe abandonar nunca un infante francés: un par de borceguíes pesados, claveteados, que todavía guardan pellas de barro de los campos del Norte. Al entrar vacilante sobre un pie, coloca junio á mis narices estos navíos de cuero, y así permanece unos instantes, próximo á desplomarse. “ A la guerre comme a la guerre». Lo sentamos.  Su pie herido queda lejos del suelo, en doloroso pesadez, y la buena mujer se agita buscando el remedio. ¡Un taburete!... ¡Una maleta nuestra, si es preciso!

Corre un mozo de la estación y vuelve á los pocos Instantes con un gran paquete de diarios de París, atado y sellado, que coloca bajo el pie. «¡Que tengan paciencia los suscriptores! Poco importa que se queden un día sin leer.» Y perseverando en esta actitud arrolladora, empujan, desordenan y echan al suelo una parte de los equipajes, para colocar dos mochilas y varios paquetes.


Traslado de los heridos desde el tren al Hospital
Me fijo en el soldadito que se ha sentado junto á mí. al lado de la ventanilla. Parece un niño. Es débil, de miembros delicados y una blancura anémica. A pesar de la pátina que da la existencia al aire libre, tiene una palidez de hostia. Se ve que en su cuerpo no queda más sangre que la indispensable para la vida. Puede ser que perdiese mucha al quedar su pie destrozado por el estallido de una granada. Tal vez es un hijo único y enfermizo, por cuya salud delicada velaron los viejos padres, hasta que la guerra lo arrancó de su lado. Sus ojos azules tienen una candidez de doncella. En su rostro empieza á florecer una barbilla de oro, como producto descuidado de la vida de campaña y de hospital, en la que no es fácil afeitarse todos los días. Parece uno de esos Cristos dolorosos y amables que conmueven á las almas simples con los dulces colores del cromo. La pálida sonrisa de sus labios exangües agradece las miradas de la dueña del restorán.
—¡El marsouin! ¿Dónde está el marsouin?...
Pregunta con ansiedad por su compañero de viaje, un soldado de infantería de marina herido como él. Y el marsouin llega á todo correr:
— Voila mon vieux! Estaba en la cabeza del tren saludando á unos amigos.
Es un soldado maduro y de aspecto vigoroso. Su herida oculta (un bayonetazo en un hombro) le priva de la conmiseración que afluye por entero á su camarada. Parece un buen diablo, atrevido, servicial y simpático; uno de esos hijos de familia, de mala cabeza, que acaban por sentar plaza en la infantería de las colonias, dejando en paz á los parientes. Al ladear su kepis obscuro, descubre una calvicie prematura. Su voz oxidada, arrastrándose bajo el alero de unos bigotes rojos, revela largos estudios comparativos entre el ajenjo de los cafés de Argelia y el que se sirve en las cantinas del Tonkin, Dakar y Tananarive. Su mirada, fraternal y maliciosa á la vez, acaricia al compañero. El marcha á Tolón para incorporarse á un regimiento que vuelve á la guerra; su camarada regresa á la casa paterna para convalecer. El marsouin, fuerte y hábil, acompaña á su amigo exangüe con aires de nodriza, contento de la simpatía que inspira, dispuesto á recoger las migajas de la compasión general.
—¡Fuma, mi viejo!—dice apenas el tren vuelve á ponerse en marcha.
Lía un cigarro, lo enciende, se lo pasa al dolorido compañero sentado frente á el, como si éste sintiera en las manos el mismo entorpecimiento que en el pie. Hay en sus atenciones la ternura interesada del empresario, cuidando de un tenor que vale una fortuna.
—¡Come, gallardo mío!—repite varias veces, ofreciéndole un saco de papel lleno de uvas.


Soldados franceses dando de beber a unos prisioneros alemanes
Su hambre atrasada le infunde cierta elocuencia al relatar pomposamente los obsequios de que los dos son objeto. Iban en el tren de la mañana y la señora del restorán, al fijarse en el compañero, les obligó á bajar, interrumpiendo su viaje. Un almuerzo de generales. Platos innumerables, frutas, tabaco..., ¡hasta vino lacrado! E insiste en esta condición del vino, como si fuese la prueba más concluyente de la valía del almuerzo.


¡Gran cosa la guerra! Las personas se vuelven mejores; todos parecen de la misma familia. Las mujeres, que antes no le miraban á uno, sonríen, dan las manos, envían besos; los señores condecorados saludan, pagan el café' y algunas veces obsequian con tabaco. El marsouin se exalta al recordar su vida de combate. Desea volver al campo de batalla; abomina del hospital cómodo y las dulzuras de la convalecencia. Su hombro, que guarda aún la huella de la culata, ansia el estremecimiento del lebel al dispararse. Le hace falta la áspera voluptuosidad de la pelea al aire libre, del peligro arrostrado á cada segundo; las horas de trinchera hundido en el fango, haciendo fuego contra un enemigo invisible; las bromas del batallón ante las granadas que llegan; la lotería de la muerte, jugada de minuto en minuto.


 —On s'amuse, monsieur—afirma melancólicamente, como si lamentase una felicidad perdida—. Se divierte uno mucho.
Los proyectiles de la artillería anuncian su presencia con un ruidoso abejorreo. Se les ve venir. Y los compañeros ríen. «¡Atención á la derecha!» «¡Ojo, que este va para la izquierda!» Y muchos, al sentirse despedazados, gritan:  “Touché...”  Además hay la gran fiesta, la carga á la bayoneta; el coronel que avanza, tremolando su kepis en la punta del sable como los generales de la Convención; la masa de hombres que corre tras de él entonando á coro La Marsellesa, los alboches que intentan hacer frente y al final huyen; las puntas de acero que perforan los pechos con un crujido de correas partidas, de puños desgarrados, de costillas rotas; crac... crac.
—¡On s'amuse, monsieur!— repite el colonial—. Se siente uno más grande que en tiempo de paz; lo mismo que si viviese dos veces.
¡Y el ruido!... Este bravo duerme mal desde que ha vuelto al silencio de la vida ordinaria. Le zumban los oídos al faltarle el estrépito monstruoso que arrullaba sus noches de trinchera; estrépito de erupciones y de crujidos del suelo, semejante al de un planeta en formación.
El soldadito exangüe habla á su vez, con una voz sorda, incolora, que él parece no oír. Sus orejas deben zumbar también, pero con el dolor de los tímpanos quebrantados. ¡El cruel estruendo que suena y suena dentro del cráneo, y persistirá á través de las noches, como una pesadilla! No es el estampido de los cañones antiguos con su eco en escala descendentes, semejante al de los truenos. Es un crujido espeluznante, agudo y seco, de algo que se rompe instantáneamente; el crac de un monumento que se dobla y cae en un segundo; el chasquido de una tralla gigantesca que azota á los planetas. Este sonido que equivale á un zarpazo parece agrietar la piel, resquebrajar los huesos, hacer añicos el cristal de los ojos. ¡Y se repite! ¡Se repite treinta veces en un minuto, conmoviendo los cerebros hasta la locura!...
El pobre soldadito parece hombre de letras. Tal vez es bachiller. La guerra le habrá sorprendido en sus estudios de maestro de escuela. ¡Quién sabe si es un seminarista! Sus ojos cándidos, casi femeniles, parecen agrandados por una visión de esparto que persiste imborrable en su retina... La granada que se anuncia con zumbido de aeroplano; una explosión enorme, monstruosa; la tierra que se levanta formando surtidores, algo semejante á un canastillo de fuente; columnas de humo amarillento; obscuridad momentánea. Y luego, como una banda de cachorros súbitamente engendrados por la muerte en las entrañas del humo, los cascos del proyectil que se esparcen, que zumban, gritan y caracolean. ¡Sangre, piltrafas, rugidos! Unos guardan en su caída una serenidad teatral: “Compañeros, véngame”. Otros se tientan los miembros partidos, las sangrientas ventanas abiertas en su carne, y antes de cerrar los ojos, murmuran como una profesión de fe:  “¡Viva la patria! ¡Viva la república!”... Y nadie puede moverse. Hay que esperar en el mismo sitio la llegada del proyectil siguiente... y luego otro... y otro. El compañero se desploma sobre su vecino con la inercia grotesca de un fardo de ropas, de un monigote macabro. La sangre se esparce corno roja aspersión sobre las caras inmediatas. Caen cuerpos súbitamente decapitados, sin que nadie alcance á ver de dónde fué la cabeza. La mano que intenta enjugar las mejillas de sangre caliente, tropieza con fragmentos pegajosos de masa cerebral... Y esto dura horas que son años, mañanas que parecen siglos. Los cuerpos, faltos de espacio para caer, se enfrían erguidos en la trinchera, mientras se prolonga el combate. Enjambres de moscas, salidas nadie sabe de dónde, se apoderan de los cadáveres. Agonizan los heridos, cada vez más blancos... ¡más blancos!, mientras se ensancha por abajo, alrededor de sus piernas dobladas, el círculo de tierra sangrienta. Entornan los ojos, doblan la cabeza, murmuran el supremo llamamiento de un dolor que convierte á los hombres en niños: «¡Mamá!... ¡Mamá!».
Y la mirada del soldadito toma un brillo acuoso al evocar eslos recuerdos. El también ha gritado: «¡Mamá!» viendo entre las nieblas del sufrimiento á la pobre campesina francesa que desde hace dos meses no puede dormir, que se levanta antes del amanecer, calienta el pan, barre la casa, da de comer á las gallinas, todo automáticamente, y se  pregunta con angustia: «¿Dónde estará mi hijo? ¿Qué será de mi pequeño?».
Termina la tarde; empieza á anochecer. El marsouin enciende su pipa, apoya los pies en la banqueta de enfrente y se adormece satisfecho. Es el soldado profesional, el guerrero contento de su suerte, que se instala en el alojamiento de ocasión como si fuera su casa natalicia, hace reír á los niños, ayuda á la patrona, enamora á la criada, y entra en la cocina para husmear los buenos bocados.
El soldadito se adormece también, con un sopor de enfermo. Su cabeza de Cristo doloroso, va inclinándose sobre mi hombro, como una flor marchita. ¡Pobrecito! Huele á pelo grasiento, á ropa sudorosa y fría, á carne deshilachada, á jugos vitales resecados. No importa: ¡duerme, soldadito! Tú eres más grande que yo y te debo agradecimiento. Has dado tu sangre por la patria, oponiéndote al avance del enemigo.
Bastó el supremo llamamiento de tu madre grande, hollada por el invasor avanzando como la oleada de fuego que vomita el cráter, para abandonarlo todo, para renunciar á todo, con abnegación sublime, y ofrecer tu pecho á la metralla... ¡Eres un héroe, soldadito!
El tren empieza á rociar en la sombra, poblada de pesadillas y fantasmas. Las cepas parecen tiradores encogidos. Las arboledas obscuros regimientos. El rosario de vagones se entrechoca produciendo un estrépito de cañoneo lejano. Y sobre el ruido de los hierros y la velocidad agrandada por la noche, parece elevarse una canturria dolorosa, un lamento de agonía: «¡Mamá!... ¡Mamá!»


Texto e imágenes del articulo publicado en la Revista LA ESFERA, numero 43, año 1914
- Autor: Vicente Blasco Ibañez
- Foto: Novella