sábado, 25 de febrero de 2017

EL ESTABLO DE EVA - lectura dominical



EL ESTABLO DE EVA
CUENTO VALENCIANO
por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Dibujos: Méndez Briga

Siguiendo con mirada famélica al hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.
Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar; los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y á través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban á brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.
El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan!... Y este mal no tenía remedio: siempre existirán pobres y ricos, y el que naco para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer… ¡De qué no tendrán culpa ellas!
Y al ver que sus compañeros de trabajo—muchos de los cuales le conocían poco tiempo—mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó á contar en pintoresco valenciano la mala partida jugada á los pobres por la primera mujer.
El suceso se remontaba nada menos que á algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio con la sentencia de ganarse el pan trabajando. Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba en la puerta de su masía sus zagalejos de hojas… y cada año un chiquillo más, formándose en torno de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.

De vez en cuando revoloteaba por allí algún serafín, que venía á dar un vistazo al mundo para contar al Señor cómo andaban las cosas de aquí abajo después del primer pecado.
— i Niño!... ¡Pequeñín I — gritaba Eva con la mejor de sus sonrisas. — ¿Vienes de arriba? ¿Cómo está el Señor? Cuando lo hables dile que estoy arrepentida de mi desobediencia… ¡Tan ricamente que lo pasábamos en el Paraíso!... Dile que trabajamos mucho, y sólo deseamos volver á verle para convencernos de que no nos guarda rencor.
—Se hará como se pide—contestaba el serafín. Y con dos golpes de ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes.
Menudeaban los recados de este género, sin que Eva fuese atendida. El Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocupado en el arreglo de sus infinitos dominios, que no lo dejaban un momento de repeso. 
Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía.
— Oye, Eva; si esta tarde hace buen tiempo, es posible que el Señor baje á dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel, preguntaba:—«¿Qué será de aquellos perdidos?»
Eva quedó como anonadada por tanto honor. Llamó a gritos á Adán, que estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡La que se armó en la casa! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo cuando las mujeres vuelven de Valencia con sus compras. Eva barrió y regó la entrada de la masía, la cocina y los estudios; puso a la cama la colcha nueva, fregoteó las sillas con jabón y tierra, y entrando en el aseo de las personas, se plantó su mejor saya, endosando á Adán una casaquilla de hojas de higuera que le había arreglado para los domingos.
Ya creía tenerlo todo corriente, cuando la llamó la atención el griterío de su numerosa prole. Eran veinte ó treinta… ó Dios sabe cuántos. ¡Y cuan feos y repugnantes para recibir al Todopoderoso! El pelo enmarañado, la nariz con costras, los ojos pitarrosos, el cuerpo con escamas de suciedad.
—¡Como presento esta pillería!—gritaba Eva. — El Señor dirá que soy una descuidada, una mala madre ¡Claro! los hombres no saben lo que es bregar con tanto chiquillo.

Después de muchas dudas encogió los preferidos (¡qué madre no los tiene!),  lavó los tres más guapitos, y á cachetes llevó hasta el establo a todo aquel rebano triste y sarnoso, encerrándolo á pesar de sus protestas.
Ya era hora. Una nube blanquísima y luminosa descendía por el horizonte, y el espacio vibraba con rumor de alas y la melodía de un coro que se perdía en el infinito, repitiendo con mística monotonía: ¡Hossana! ¡hossana!... Ya echaban pie á tierra, ya venían por el camino con tal resplandor, que parecía que todas las estrellas del cielo habían bajado á pasear por entre los bancales de trigo.
Primero llegó un grupo de arcángeles: el piquete de honor. Envainaron las espadas de fuego, dirigieron unos cuantos chicoleos á Eva, asegurando que por ella no pasaban años y aún estaba de buen ver, y con marcial franqueza se esparcieron después por los campos, subiéndose á las higueras, mientras Adán maldecía por lo bajo dando por perdida su cosecha.
Después llegó el Señor: las barbas de resplandeciente plata y en la cabeza un triángulo que deslumbraba como el sol. Tras él San Miguel y todos los ministros y altos empleados de la corte celestial.  

Acogió el Señor á Adán con una sonrisa bondadosa, y á Eva le dio un golpecito en la barba diciéndola:
— ¡Hola, buena pieza! ¿Ya no eres tan ligera de cascos?
Emocionados por tanta amabilidad los esposos, ofrecieron al Señor una silla de brazos. ¡Qué silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarrobo fuerte y con un asiento de trencilla de esparto del más fino, como la pueda tener el cura del pueblo.
El Señor, arrellanado muy á su gusto, se enteraba de los negocios de Adán, de lo mucho que le costaba ganar el sustento de los suyos.
—Bien, muy bien, — decía. — Esto te enseñará á no aceptar los consejos de tu mujer. ¿Creías que todo iba á ser la sopa boba del Paraíso? Rabia, hijo mío, trabaja y suda; así aprenderás á no atreverte con tus mayores.
Pero el Señor, arrepentido de su dureza, añadió con tono bondadoso:
—Lo hecho, hecho está, y mi maldición debe cumplirse. Yo sólo tengo una palabra. Pero ya que he entrado en vuestra casa, no quiero irme sin dejar un recuerdo de mi bondad. A ver, Eva, acércame esos chicos.
Los tres arrapiezos formaron en fila frente al Todopoderoso, que los examinó atentamente un buen rato.
—Tú—dijo al primero, un gordiflón muy serio, que le escuchaba con tas cejas fruncidas y un dedo en la nariz, —tú serás el encargado de juzgar á tus semejantes. Fabricarás la ley, dirás lo que es delito, cambiando cada siglo de opinión, y someterás todos los delincuentes á una misma regla, que es como si á todos los enfermos los curasen con el mismo medicamento. 
Después señaló al otro, un morenito vivaracho, siempre con un palo en la mano para sacudir á sus hermanos.
—Tú serás un guerrero, un caudillo. Llevarás tras de ti á los hombres como el rebaño que marcha al matadero, y sin embargo te aclamarán: la gente al verte cubierto de sangre te admirará como un semidiós. Si los otros matan, serán criminales; si tú matas, serás héroe. Inunda de sangre los campos, pasa los pueblos á hierro y fuego, destruye, mata, y te cantarán los poetas y escribirán tus hazañas los historiadores. Los que sin ser tú hagan lo mismo, arrastrarán cadenas.


Reflexionó el Señor un momento, y se dirigió al tercero.
—Tú acapararás las riquezas del mundo, serás comerciante, prestarás dinero á los reyes tratándolos como iguales, y si arruinas todo un pueblo, el mundo admirará tu habilidad.
El pobre Adán lloraba de agradecimiento, mientras Eva, inquieta y temblorosa, intentaba decir algo, sin decidirse á ello. En su corazón de madre se agitaba el remordimiento; pensaba en los pobrecitos encerrados en establo, que iban á quedar excluidos del reparto de mercedes.
—Voy á enseñárselos, —decía por lo bajo á su marido.
Y éste, tímido siempre, se oponía murmurando:
— Sería demasiado atrevimiento. Se enfadará el Señor.
Justamente, el arcángel Miguel, que había venido de mala gana á la casa de aquellos réprobos, daba prisas á su amo.
—Señor, que es tarde.
El Señor se levantó, y la escolta de arcángeles, bajando de los árboles, acudió corriendo para presentar armas á la salida.
Eva, impulsada por su remordimiento, corrió al establo, abriendo la puerta.
—Señor, que aún quedan más. Algo para estos pobrecitos.
El Todopoderoso miró con extrañeza aquella caterva sucia y asquerosa que se agitaba en el estiércol como un montón de gusanos.
—Nada me queda que dar—dijo. —Sus hermanos se lo han llevado todo. Ya pensaré, mujer, ya veremos más adelante.
San Miguel empujaba á Eva para que no importunase más al amo, pero ella seguía suplicando:
—Algo, Señor; dadles cualquier cosa. ¿Qué van á hacer estos pobres en el mundo?
El Señor deseaba irse, y salió de la masía.
—Ya tienen destino—dijo á la madre. —Esos se encargarán de servir y mantener á los otros.
—Y de aquellos infelices—terminó el viejo segador—que nuestra primera madre ocultó en el establo, descendemos nosotros los que vivimos encorvados sobre la tierra.

El artículo fue publicado el 11 de agosto de 1900, en la revista Blanco y Negro

jueves, 16 de febrero de 2017

EL TÚNEL





«El túnel», es un articulo escrito por V. Blasco Ibáñez y publicado en 1923, que hoy puede ser recordado como una simple reflexión en torno al homenaje que le se rinde actualmente al escritor.

En Valencia, el 2017 ha sido declarado Año Blasco Ibáñez, en conmemoración del 150 aniversario del nacimiento del escritor. Aunque se podría suponer que el actual intento de homenajear a Blasco es un novedoso movimiento de admiración resucitada por el personaje valenciano y su gloria, en ciertos aspectos recuerda a las conmemoraciones anteriores y su carácter efímero. Restringida a nivel regional e improvisada en corto tiempo, la celebración vuelve a poner a prueba, una vez más, la inventiva y la creatividad de los fieles a la memoria de Blasco, los que siempre han colaborado y han aportado su contribución con la esperanza de lograr rescatar del olvido al valenciano universal.
Después de casi un siglo, aquel personaje impetuoso que en su época había alcanzado la fama internacional y llevaba el nombre de España y su cultura alrededor del mundo, hoy es poco recordado en su país; sigue en la penumbra, sin poder volver al sol de la celebridad histórica.
Blasco Ibáñez fue uno de los afortunados escritores que pudo disfrutar de la celebridad durante la última etapa de su vida, pero también conoció — en vida y tras su muerte — la injusticia, las criticas rabiosas, fue víctima de la envidia, de absurdos rencores y de calumnias e inclusive, le acosaron de plagiario.
Por su rebeldía, por su actividad política o por sus ideales — equivocados o no, pero nunca acordes con las conveniencias políticas nacionales o regionales del momento — la figura de Blasco fue desvirtuada, según interesaba en cada época, y siguio siendo un constante objeto de ataques o disputas, tanto, que hoy su fantasma inofensivo todavía puede incomodar.
Aunque durante su juventud se implicó intensamente en la política valenciana para defender las causas perdidas — que con el tiempo, gran parte de ellas se ganaron — Blasco nunca se consideró un político en el sentido propio de la palabra; el mismo lo afirmó en varias ocasiones: Yo no he sido político jamás; aborrezco la política... Yo he sido agitador (1911). En realidad, su actividad política genero un fuerte republicanismo local que influyó por mucho tiempo a la sociedad valenciana, y que tuvo también un notable eco en el republicanismo español.
Sin pertenecer a un determinado movimiento literario ni a una clase social concreta, permaneció siempre fiel a sus principios, confió en al poder del arte y obedeció a su impulso creativo. Blasco pretendia que la cultura, podía ser la vía correcta para ampliar los horizontes, profundizar la conciencia social y mejorar el futuro. Para el, la literatura necesitaba ganarse el respeto y la gratitud de todos, aportando su influencia al desarrollo de libertad, de la dignidad y el bienestar de los hombre para hacerlos mejores (diciembre de 1927). 
Desde siempre el novelista ha sido etiquetado como “el autor de la Barraca” y por el éxito de 1919 se le asoció la denominación de "el autor del primer best-seller español". Su monumental creación literaria ha sido fragmentada, simplificada y poco estudiada; el autor ha sido rebajado a la condición de escritor menor, según el canon literario español, y actualmente su obra no es considerada meritoria para ser incluida en los planes de estudios de literatura.
Blasco es el español más traducido después de Cervantes, pero nunca ha sido aceptado por los círculos intelectuales, ni por los de la derecha ni por los de la izquierda regionalista, y con el tiempo, el famoso y popular escritor resultó incomprendido, fue sometido a evaluaciones, cuestionado, censurado y silenciado.
Aunque fue uno de los pioneros de la cinematografía, su aporte al séptimo arte es casi desconocido, sus primeras películas se han perdido; su nombre apenas se menciona al recordar las exitosas adaptaciones de Hollywood, pero siempre relacionado a la fama de los actores protagonistas.
En cambio, se han conservado los tópicos y han proliferado las anécdotas — muchas de ellas inventadas — que aprovechadas por los interesados en desprestigiar y difamar al novelista y juzgar al hombre, han permitido a los oportunistas difundir una imagen falsa o incompleta de Blasco. 
En 1924, Francisco de Cossio, uno de los periodistas de la época, que conocía y apreciaba a Blasco, comentaba:
En multitud de libros, folletos y artículos se ha tratado  de  descomponer la vida de Blasco Ibáñez en anécdotas... La vida de Blasco Ibáñez es eminentemente cinemática. Del mismo modo que una cinta cinematográfica, las distintas fotografías  por separado se parecen todas entre sí  y carecen de expresión viva [...], la vida de Blasco Ibáñez carece de interés en los fragmentos; su máxima expresión la hallamos en la película completa.
Actualmente, cuando el acceso a la cultura es libre y al alcance de casi todos, se pueden superar las barreras que impedían conocer la verdadera figura de Blasco Ibáñez, se debe redefinir el valor de su obra literaria, desde los artículos periodísticos y las crónicas de viajes hasta sus últimas novelas históricas, y reivindicar el sitio real del escritor en la cultura española. 

En 1923, cuando se publicaba el artículo «El túnel», Blasco Ibáñez era una celebridad: había alcanzado la gloria literaria y había entrado por la puerta grande en el competitivo mundo del cine norteamericano. 
En su artículo, Blasco expone sus reflexiones sobre la suerte general de los escritores después de morir y tomando como ejemplo a Víctor Hugo — al que profesaba una admiración casi mística — expresa su indignación frente a la escandalosa injusticia aplicada a este célebre francés que con el paso del tiempo fue olvidado, menospreciado, llegando, como mucho otros al túnel que parece tragarse a las celebridades poco después de muertas.
Cinco años más tarde, era el mismo Blasco Ibáñez aquel “escritor glorioso” que acababa de morir y al igual que los demás, sería ignorado, olvidado y finalmente desaparecería en  el túnel del olvido.


EL TUNEL
Un escritor glorioso acaba de morir. 
La muchedumbre se agolpa para contemplar las ceremonias de su entierro. Utilizan los oradores sus clisés más elocuentes lamentando esta "pérdida nacional". Los colaboradores de los periódicos ven en el suceso un tema de artículo y estudian al difunto y sus obras con la rapidez que exige una actualidad, todavía aprovechable, que puede perder su frescura a las pocas semanas.
Muchos leen por primera vez sus libros, considerando necesario tal sacrificio, ya que todos hablan del autor difunto. Otros vuelven a releerlos, lo que les proporciona la alegría del rejuvenecimiento, imaginándose haber retrocedido de un salto a la edad de sus mayores ilusiones. Algunos no leen nada, pero añaden el nombre del muerto a otros nombres que llevan en su memoria como un catálogo de útil repetición en las conversaciones, para que no les crean ignorantes. Poco a poco, este nombre glorioso suena menos. La vida no va a detenerse por la desaparición de un individuo célebre; otros y otros le reemplazarán.
Los libreros empiezan a notar que las obras del ilustre personaje se venden ahora con una inquietante lentitud. Si fué hombre de teatro, sus dramas o comedias pasan meses y meses sin reaparecer en los carteles. Los contemporáneos del maestro se mantienen fieles a su memoria, y cada vez que citan su nombre lo hacen con fervor; pero como conocen todas sus obras, no pueden sentir el atractivo de la curiosidad. En cambio, la juventud que viene detrás de esta generación, los que tenían veinte años al fallecer el insigne autor, son iconoclastas por instinto y necesitan desconsagrar a todo el que estaba en lo alto cuando ellos empezaron a darse cuenta, de que existían. Creen cándidamente que no es posible la vida sin derribar a alguien, o a lo menos, sin mostrar el deseo de echarle abajo. Este deseo lo aprecian como un certificado de superioridad.
Solo cuando entran en años y se aproximan a la muerte, llegan a enterarse de que en la vida sobra espacio para todos, y los estorbos tradicionales son fantasmas inofensivos, fáciles de vencer para el que avanza a impulsos de una energía propia, sin necesitar la cooperación rebañesca, el apoyo mutuo de un grupo de compañeros asociados para el elogio.
Al morir un autor famoso, su gloria se agiganta en una llamarada postrera; luego se extingue repentinamente, y el grande hombre desaparece, perdiéndose en la sombra. La negra boca de un túnel parece tragarse a las celebridades poco después de muertas. Las gentes, cansadas de haber hablado tanto de un mismo personaje, lo olvidan con facilidad.
Este túnel guarda un misterio. Nadie sabe qué leyes caprichosas, o inspiradas por una justicia que va más allá de nuestra inteligencia, rigen la vida de su lobreguez, reteniendo a los más para siempre en el olvido y empujando a unos cuantos para qué vuelvan a la luz. Hay autores que atraviesan el túnel en poco tiempo, saliendo por la boca opuesta al sol de la celebridad histórica; otros necesitan medio siglo o más para volver a la luz; la mayoría queda en el negro pasadizo para siempre.
Muchos escritores que admiramos en nuestra juventud como glorias todavía vivientes, están ahora en el túnel. Algunos son recordados y leídos por el público leal y sincero; pero es de moda que la crítica y los definidores literarios finjan haberlos olvidado. La juventud literaria, que presume en todos los países de liberal e independiente, y, sin embargo, vive esclava de la última moda, siguiendo a ciegas al maestro del momento, se enorgullece muchas veces de no haber leído a los autores recién muertos, juzgándoles despreciables porque conocieron en vida la celebridad. Casi siempre los que llegan a la vida después de la desaparición de un autor célebre lo ignoran o lo menosprecian. Es la generación que puede llamarse "del túnel". La siguiente tal vez llegue a presenciar la reaparición del olvidado por la boca opuesta de dicho túnel, y cree a su vez en lo mismo que admiraron sus abuelos.
Hoy empieza en Francia un movimiento de admiración resucitada por Victor Hugo, algo que puede titularse "la segunda y definitiva época" de su gloria. Los jóvenes verdaderamente jóvenes, los que estudian el siglo XIX como un período lejanísimo, son más justos y serenos en sus juicios que la generación anterior.
Bien sabido es que Víctor Hugo, después de haber recibido en los últimos años de su existencia y en las ceremonias de su entierro honores casi divinos, fué olvidado o menospreciado. El gran poeta no iba a librarse de la suerte general de los escritores. También él entró en el túnel.
Yo he sido siempre un admirador fervoroso de Víctor Hugo, sin desconocer por eso sus defectos, que son verdaderamente enormes. (Todo en él es enorme.) Necesitamos en nuestra existencia, para poseer la fe y el entusiasmo, estas adoraciones que tienen algo de místico. Cuando pienso en Víctor Hugo, recuerdo la frase del violinista Kreutzer: "Creo en Dios y en Beethoven." Yo soy un creyente de la misma especie.
Además, empecé mi vida de lector pocos años antes de la muerte del gran poeta, cuando el mundo entero estaba saturado de su espíritu. Si bien que este mago de las palabras, este cíclope forjador de imágenes no ha creado una docena de ideas que le correspondan por indiscutible derecho de paternidad; pero fué un maravilloso sembrador de ideas de los otros, lanzándolas con su brazo hercúleo, y gracias a él volaron por los cuatro lados del horizonte, cayendo en surcos que nunca hubiesen alcanzado de no ser enviadas por su mano potente. Como dice uno de los críticos, verdaderamente modernos, que empiezan a ocuparse de Hugo resucitado, fué "el padre Nilo que inundó y fecundó con sus aguas los campos llanos y monótonos de la vida moderna".
No hay en la historia de ninguna literatura personalidad tan múltiple, desbordante y avasalladora como la de este célebre francés, que tenía alma de español. Imposible caminar por el parque de las letras sin tropezarse con él; inútil querer volverle la espalda. Al final de todas las avenidas majestuosas surge Víctor Hugo y lo mismo se le encuentra en las revueltas de los más humildes senderos. Todo lo ocupó como suelo propio; sus pies se posaron al mismo tiempo en todas partes, con maravillosa ubicuidad.
La generación inmediata a su muerte, que consideró de buen tono ignorarle, o le llamó con despectiva llaneza "Papá Hugo", como no le había leído, no supo que muchos de los poetas admirados por ella eran simples ecos del maestro difunto, y al extasiarse ante sus obras secundarias rendían inconscientemente un homenaje al gran precursor.
Este nombre, soberano de toda una época, hasta el punto de que muchos pretendieron titular el siglo XIX "siglo de Víctor Hugo", conoció, sin embargo, la injusticia y la calumnia como ningún escritor. Se han podido formar volúmenes enormes con los relatos de las fiestas y glorificaciones dedicadas a su vejez; pero más grandes son todavía los libros en que se hallan compiladas las injurias y difamaciones de que fué víctima.
Nadie como él excitó la bilis de la envidia; nadie quitó tantas veces el sueño a los que sufren la melancolía de la gloria ajena. Vistas ahora serenamente y a distancia las criticas rabiosas contra Víctor Hugo, hacen reir. Resultan cómicas en fuerza de ser incomprensibles y absurdas.
Una de mis "medicinas espirituales" en horas de indecisión y desaliento es leer los artículos y folletos insultantes para Víctor Hugo. Aconsejo este remedio a los escritores que se indignan contra cierta crítica, predispuesta a destruir los libros sin leerlos, o que los hojea ligeramente, con voluntad hostil desde la primera página. Los absurdos rencores, las ciegas envidias que inspiró este hombre-montaña, pueden servir de consuelo y enseñanza a los que vivimos en los valles abrigados por su mole, infundiéndonos una serenidad parecida a su calma majestuosa.
Teniendo Hugo treinta y cinco años, el célebre universitario Nissard demostró con su ciencia de profesor que el poeta estaba completamente agotado y debía retirarse de la literatura, no sin reconocer antes, a guisa de penitencia, que le faltaban dotes para ser un verdadero escritor. Esto no ha impedido que la Sorbona de París se ocupe actualmente en crear una cátedra permanente para la explicación de la obra completa de Víctor Hugo, igual a la que existe en Florencia para comentar al Dante.
Leconte de Lisle dijo de él que era "estúpido como el Himalaya", y Taine le llamó, por sus ideas democráticas, "un guardia nacional en delirio". Para Guizot, la fecundidad de Víctor Hugo fué "la fecundidad del abortamiento", y el paradójico Laurent Tailhade lo trató da "portero sonoro". En 1851, un conde francés que escribía libros, dijo de él que tenía "el orgullo de Satán y el corazón de un trapero", añadiendo que "vivía en una alcantarilla pues sólo gustaba del trato con mujeres de teatro y poetas andrajosos, que le ensalzaban como un dios".
La aparición de cada una de sus obras fué saludada con bramidos feroces de la envidia, como nunca se oyeron. Algunas veces quedó patente que los que atacaban el libro no se habían tomado el trabajo de leerlo. En otras ocasiones le acosaron de plagiario, desfigurando su obra o simplificándola de un modo ridículo para hacer ver de este modo su semejanza con otra obra anterior.
Cuando publico Nuestra Señora de París, el diario francés más importante de la época dijo así "Esta novela no es más que una copia servil de la Mérope de Voltaire. Toda su fabula consiste en que una madre ha perdido su hija y vuelve a encontrarla. Como se ve, no hay nada nuevo en el libro como inventiva”
El arcediano Claudio Frollo, símbolo del hombre atormentado por el deseo de saber; la creación originalísima de Quasimodo, antítesis de la belleza espiritual y la deformidad física, la dulce Esmeralda, las maravillosas evocaciones del antiguo París y las costumbres de la Edad Media; la resurrección de la Catedral, que parece convertir su piedra en carne viva.. ., nada de existe. La novela no es más que la historia de una madre que encuentra a su hija, y eso ya se le había ocurrido antes a muchos otros.
Ningún principiante fué tratado jamás con tan escandalosa injusticia.
VICENTE BLASCO IBAÑEZ 

Articulo publicado en la revista ABC del 30 de marzo de 1923.

Fotografía: Nueva York, diciembre de 1919
- coloreada por Rafael Navarrete 2017

domingo, 5 de febrero de 2017

LOBOS DE MAR - lectura dominical



por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Dibujos:  ESTEVAN

Retirado de los negocios después de cuarenta años de navegación con toda clase de riesgos y aventuras, el capitán Llovet era el vecino más importante del Cabañal, una población de casas blancas de un solo piso, de calles anchas, rectas y ardientes de sol, semejante á una pequeña ciudad americana.
La gente de Valencia que veraneaba allí, miraba con curiosidad al viejo lobo de mar, sentado en un gran sillón bajo el toldo de listada lona que sombreaba la puerta de su casa. Cuarenta años pasados á la intemperie, en la cubierta de su buque, sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje, le habían infiltrado la humedad hasta los mismos huesos, y esclavo del reuma, permanecía los más de los días inmóvil en su sillón, prorrumpiendo en quejidos y juramentos cada vez que se ponía en pie. Alto, musculoso, con el vientre hinchado y caído sobro las piernas, la cara bronceada por el sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la puerta de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija e imperativa, ojos de hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en torno de su nombre.
Había pasado su vida en continua lucha con la marina real inglesa, burlando la persecución de los cruceros en su famoso bergantín repleto de carne negra que transportaba desde la costa de Guinea á las Antillas. Audaz y de una frialdad inalterable, jamás le vieron vacilar sus marineros. 
Contábanse de él cosas horripilantes. Cargamentos enteros de negros arrojados al agua para librarse del crucero que le daba caza; los tiburones del Atlántico acudiendo á bandadas, haciendo hervir las olas con su fúnebre coleteo, cubriendo el mar de manchas de sangre, repartiéndose á dentelladas los esclavos, que agitaban con desesperación sus brazos fuera del agua; sublevaciones de tripulación contenidas por él sólo á tiros y hachazos; raptos de ciega cólera en los que corría por cubierta como una fiera; hasta se hablaba de cierta mujer que le acompañaba en sus viajes, y que desde el puente fué arrojada al mar por el iracundo capitán, después de una disputa por celos. Y junto con esto, inesperados arranques de generosidad: socorros á manos llenas á las familias de sus marineros. En un arranque de cólera era capaz de matar á uno de los suyos; pero si alguien caía al agua, se arrojaba para salvarle, sin miedo al mar ni á sus voraces bestias. Enloquecía de furor si los compradores de negros le engañaban en unas cuantas pesetas, y en la misma noche gastaba tres ó cuatro mil duros celebrando una de aquellas orgías que le habían hecho famoso en la Habana. «Pega antes que habla», decían de él los marineros, y recordaban que en alta mar, sospechando que su segundo conspiraba contra él, le había deshecho el cráneo de un pistoletazo. 

Aparte de esto, un hombre divertidísimo, á pesar de su cara fosca y su mirada dura. En la playa del Cabañal la gente reunida á la sombra de las barcas reía recordando sus bromas. Una vez dio un convite á bordo al reyezuelo africano quo le vendía los esclavos, y viendo borrachos á la negra majestad y sus cortesanos, hizo como el negrero de Merimee: desplegó velas y los vendió como esclavos. Otra voz, viéndose perseguido por un crucero británico, desfiguró su buque en una sola noche, pintándolo de otro color y cambiando la arboladura. Los capitanes ingleses tenían datos en abundancia para conocer el buque del audaz negrero: pero como si no tuvieran nada. El capitán Llovet, como decían en la playa, era un gitano del mar y trataba su barco como á un burro de feria, haciéndole sufrir transformaciones maravillosas.
Cruel y generoso, pródigo de su sangre y de la ajena, duro para el negocio y manirroto para el placer, los negociantes de Cuba le habían apodado el Capit in Magnífico, y así seguían llamándole los pocos marineros de su antigua tripulación que aún arrastraban por la playa las piernas reumáticas, tosiendo y encorvando el pecho.

Casi arruinado por empresas comerciales, al retirarse de la trata se había metido en su casa del Cabañal viendo pasar la vida ante su puerta, sin otra distracción que jurar como un condenado cuando el reuma lo hacía permanecer inmóvil en su asiento. Por una respetuosa admiración venían á sentarse en la acera algunos de aquellos vejestorios que habían recibido de él en otro tiempo órdenes y palos, y juntos hablaban con cierta melancolía de la gran calle, como el capitán llamaba al Atlántico, contando las veces que habían pasado de una acera á otra, de África á América, corriendo temporales y chasqueando á los polizontes del mar. 
En verano, los días que no apretaba el dolor y las piernas estaban fuertes, bajaban á la playa, y el capitán, enardecido á la vista del mar, desahogaba sus dos odios. Odiaba á Inglaterra por haber oído silbar más de una vez las balas de sus cañones. Odiaba la navegación á vapor como un sacrilegio marítimo. Aquellos penachos de humo que pasaban por el horizonte eran los funerales de la marina. Ya no quedaban sobro el agua hombres del oficio: ahora el mar era de los fogoneros.


En los días tempestuosos del invierno, siempre le veían en la playa con la nariz palpitante olfateando la tormenta, como si aún estuviera sobre cubierta preparándose á resistir el tiempo.
Una mañana lluviosa vio correr la gente hacia el mar, y allá fué él, contestando con gruñidos á la familia, que le hablaba de su reuma. Entre las negras barcas encalladas en la orilla destacábanse sobre el mar, lívido y cubierto de espumarajos, los grupos de blusas azules, las faldas ondeantes por el  vendaval, con las que se resguardaban de la lluvia las mujeres. Lejos, en la bruma que cerraba el horizonte, corrían como ovejas asustadas las barcas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de doblar la punta del puerto, amontonamiento de peñascos rojos barnizados por las olas, y entre los cuales hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado mar.
Una barca desarbolada iba como pelota de ola en ola hacia la siniestra punta. La gente gritaba en la playa viendo á los tripulantes tendidos en la cubierta, anonadados por la proximidad de la muerte. Se hablaba de ir hasta la barca, de echarla un cabo, de atraerla á la playa; pero los más audaces, mirando las olas que se desplomaban llenando el espacio de polvo de agua, callábanse atemorizados. La barca que saliera daría la voltereta antes de mover un remo.
—A ver: ¡gente que me siga! Hay que salvar á esos pobres.
Era la voz ruda é imperiosa del capitán Llovet. Se erguía sobre sus torpes piernas, la mirada brillante y fiera, las manos temblorosas por la cólera que le infundía el peligro. Las mujeres le miraban asombradas; los hombres retrocedían, formando ancho corro en torno de él, que prorrumpió en juramentos, agitando sus manos como si fuera á cerrar á golpes con toda la chusma. Le enfurecía el silencio de aquella gente como si estuviera ante una tripulación insubordinada.
— ¿Desde cuándo el capitán Llovet no encuentra en su pueblo hombres que le sigan al mar?
Lo dijo rugiendo como un tirano que se ve desobedecido; como un Dios que contempla la huida de sus fieles. Hablaba en castellano, lo que era en él señal de ciega cólera.


Presente, capitá,—gritaron á un tiempo unas cuantas voces temblonas. Y abriéndose paso, aparecieron en el centro del corro cinco viejos, cinco esqueletos roídos por el mar y las tempestades, antiguos marineros del capitán Llovet, arrastrados por la subordinación y el afecto que crea el peligro afrontado en común. Avanzaron, unos arrastrando los pies, otros con saltitos de pájaro, alguno con los ojos muy abiertos mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil, todos temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arrollados á las sienes. Era la vieja guardia corriendo á morir junto á su ídolo. De los grupos salían mujeres y niños, que se arrojaban sobre ellos queriendo detenerles.
—¡Agüelo!— gritaban los nietos.—¡Pare!—gemían las mocetonas. Y los animosos vejetes, irguiéndose como los rocines moribundos al oír el clarín de las batallas, repelían los brazos que se anudaban á sus cuellos y piernas, y gritaban, contestando á la voz de su jefe:—Presente, capitá.
Los lobos de mar, con su ídolo al frente, abriéronse paso para echar al mar una de las barcas. Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado por la rabia, sólo consiguieron mover la barca y que se deslizara algunos pasos. Irritados contra su vejez, intentaren un nuevo esfuerzo; pero la muchedumbre protestaba contra tal locura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los viejos arrebatados por sus familias.
—¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque lo mato!—rugía el capitán Llovet.
Pero por primera vez aquel pueblo, que le adoraba, puso la mano en él. Le sujetaron como á un loco, sordos á sus súplicas, indiferentes á sus maldiciones.
La barca, abandonada de todo auxilio, corría á la muerte dando tumbos sobre las olas. Ya estaba próxima á los peñascos, ya iba á estrellarse entre torbellinos de espuma; y aquel hombre que tanto había despreciado la vida del semejante, que había nutrido á los tiburones con tribus enteras y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, revolvíase furioso, sujeto por cien manos, blasfemando porque no le dejaban arriesgar la existencia socorriendo á unos desconocidos, hasta que, agotadas sus fuerzas, acabó llorando como un niño.

El artículo fue publicado el 7 de octubre de 1899, en la revista Blanco y Negro