miércoles, 27 de enero de 2021

BLASCO en vivo!!!

 

Vicente Blasco Ibáñez es, indudablemente, el valenciano más universal.

Actualmente, al cumplirse 154 años de su nacimiento  y 93 de su muerte, se observa entre las nuevas generaciones un interés creciente por conocer al ilustre personaje. El acercamiento a su figura está favorecido por las nuevas tecnologías; el fácil acceso a archivos que, por más de un siglo, han guardado información valiosa, la rapidez en la difusión de datos, el anhelo de colaborar o la curiosidad por saber más, estimulan a seguir investigando, enriquecer y compartir el conocimiento sobre la vida y obra de Blasco. 

Con el propósito de dar a conocer a Blasco en vida, se comparten – en orden cronológico–  algunas grabaciones fílmicas conservadas en varios archivos del mundo; todas pertenecen a la época de gloria del novelista.

ATENCIÓN: Para ver las grabaciones a pantalla completa: abrir el vídeo y, en su zona inferior derecha, pulsar sobre el icono que tiene cuatro esquinas blancas.

El éxito internacional de V. Blasco Ibáñez se inició en 1918, con la publicación en Nueva York de «The Four Horsemen of the Apocalypse», la versión en inglés de «Los cuatro jinetes del Apocalipsis», novela escrita en París durante la Primera Guerra Mundial, y publicada por primera vez en la editorial Prometeo de Valencia (1916). En pocos meses, la obra se convertía en un best seller y su autor en un famoso personaje. El 19 de octubre de 1919 Blasco partió para Norteamérica y, durante cinco meses recorrió los Estados Unidos dando charlas y conferencias. A su llegada a Nueva York le esperaban los principales representantes de la industria cinematográfica americana; firmó su primer contrato el 22 de noviembre, con Metro Pictures Co., la importante productora que llevaría su novela al cine.

En la siguiente grabación –conservada en de la Universidad de Carolina del Sur– Blasco es el invitado de honor a la reunión organizada por actriz Pearl White, en su casa de Long Island, el día 22 de diciembre de 1919. 


A la actriz de la pantalla más célebre del mundo, escribía el autor en su dedicatoria a la anfitriona. Años más tarde, probablemente, es Pearl White la estrella de cine que le inspira al escritor su personaje del cuento titulado «Piedra de luna».

A finales de junio de 1920, Blasco vuelve a Francia, su país de residencia desde 1913. El gran triunfo literario, llegado cuando menos lo esperaba, le permitió mejorar rápidamente su modesta situación económica. Blasco Ibáñez fue uno de los afortunados escritores que, en la última etapa de su vida, lograba enriquecerse con la literatura y disfrutar de la celebridad. Enamorado del Mediterráneo, pero también por problemas de salud, había decidido vivir en la Costa Azul y, a su regreso de los Estados Unidos, toma en alquiler una villa en Niza, la villa Kristy. 

El siguiente vídeo, grabado en los alrededores del Castillo de Crémat de Niza, probablemente es de esta  época; forma parte de los fondos audiovisuales Culturarts-IVAC de la Generalidad Valenciana.


En mayo de 1921, Valencia celebró la Semana Blasco Ibáñez, un descomunal acto cultural en homenaje al prestigioso novelista. Momentos de aquel acontecimiento histórico, captados por la cámara e inmortalizados en cinta cinematográfica, son fiel testimonio de la última visita oficial de Blasco a su ciudad natal. En la actualidad, estas grabaciones forman parte del patrimonio de la Generalidad Valenciana.

El siguiente vídeo corresponde a la llegada de Blasco a Valencia, el 15 de mayo de 1921. En la Estación del Norte lo reciben las autoridades locales entre una inmensa multitud de valencianos emocionados y deseosos de saludar al importante personaje.

El landó iba precedido y rodeado de la guardia municipal de caballería, pero bien pronto los más entusiastas rodearon el coche y formaron su guardia de honor. Blasco Ibáñez entraba en Valencia con el Alcalde de la ciudad y rodeado completamente del pueblo que le admira, que le quiere, que le idolatra. En su desplazamiento hacia el Palacio Municipal, recorre la calle de la Paz entre vítores y aclamaciones de bienvenida.    


En la recepción oficial celebrada en el Palacio Municipal participaron numerosos representantes de las principales organizaciones culturales y políticas valencianas. Blasco, para todos tuvo frases de cariño y de afecto. En todas sus frases, en todas sus observaciones se veía al valenciano, al que se preocupa de la grandeza de su pueblo, de la cultura del mismo.



El 17 de mayo, en honor al novelista, se celebró en el Cabañal– antiguo barrio de pescadores  – la Fiesta de la Barraca. Al finalizar su discurso, pronunciado desde la tribuna improvisada entre dos antiguas barracas, Blasco expresaba un conmovedor deseo que hoy todavía se sigue evocando:

Quiero descansar en el más modesto cementerio valenciano, junto al Mare Nostrum que llenó de ideal mi espíritu; quiero que mi cuerpo se confunda con esta tierra de Valencia, que es el amor de todos mis amores.     


El siguiente día tuvo lugar la Fiesta de Cañas y barro organizada en la Dehesa del Saler. Aunque algunas actividades fueron suspendidas por la lluvia, hubo una comida típica al aire libre, se celebró una fiesta valenciana, con bailes populares y guitarra, cantándose albaes en honor del insigne novelista y se dispararon las imprescindibles tracas.


Finalizada la celebración de la Semana Blasco Ibáñez, el escritor vuelve a Madrid, continuando su última visita oficial a España. El domingo 3 de julio, en Zaragoza, asiste a la inauguración del monumento a Mariano de Cavia, ubicado en la Plaza de Aragón de esta ciudad. Desde 1897 –durante su destierro a Madrid– el novelista valenciano había establecido una estrecha amistad con el notable periodista zaragozano, afincado en la capital.

En la inauguración del monumento, celebrada sólo unos días antes del primer aniversario de la muerte de Cavia –hecho que había ocurrido el 14 de julio de 1920– Blasco pronunció un emocionante discurso que entusiasmó al público asistente.



En 1923, cuando tenía 56 años de edad, Blasco decide emprender una nueva aventura: dar la vuelta al mundo. El 15 de noviembre, partía de Nueva York el SS Franconia, un trasatlántico de lujo operado por Cunard Line, para iniciar su segundo crucero alrededor del mundo. Blasco llegaba el 26 de octubre. Durante su estancia en la gran ciudad estadounidense pudo comprobar la magnitud de su popularidad, consecuencia del enorme éxito alcanzado por las adaptaciones cinematográficas de sus novelas.

La siguiente grabación nos permite ver al Blasco Ibáñez de aquella época. El vídeo forma parte de una película documental en blanco y negro, realizada probablemente hacia 1940, que recopila eventos y personajes importantes de la primera mitad del siglo XX. Entre las personalidades relacionadas con el año 1928 se menciona al famoso novelista valenciano cuyas obras literarias se habían convertido en exitosas adaptaciones cinematográficas; Blasco ya había muerto en enero de aquel año, pero la grabación corresponde a la presencia del escritor en Nueva York, en 1923.


Seguramente existen más grabaciones vídeo o audio de Blasco –desconocidas u olvidadas en archivos públicos o privados–, pero confiamos en que la permanente intercomunicación y la colaboración de los interesados en ampliar y difundir el conocimiento, permitirá  darlos a conocer.

jueves, 31 de diciembre de 2020

Europa estremecida



En estos momentos, inmersos en una creciente incertidumbre, vivimos atónitos y temerosos, en una Europa estremecida por la confusión, el miedo y la desconfianza. Es ahora cuando podemos reflexionar e interpretar mejor el interesante artículo de prensa escrito por V. Blasco Ibáñez hace casi un siglo.

El autor, una vez más, revela su amplio conocimiento acerca de la conducta humana –a nivel individual, social y político– en situaciones muy específicas, demuestra su extraordinaria capacidad de síntesis al analizar los acontecimientos de la época y además, expresa abiertamente su acertada visión respecto a los efectos de la Gran Guerra a mediano y a largo plazo.

Blasco no vivió para ver los eventos que sucedieron a la Primera Guerra mundial, pero nosotros los conocemos. Más aún, probablemente, después de que «Los cuatro jinetes del Apocalipsis» – su primera novela ambientada en ese conflicto bélico, llevada a la pantalla – había alcanzado un éxito enorme en 1921, el escritor valenciano no imaginaba que la misma obra, mucho después, en 1962, sería adaptada nuevamente para el cine, pero, de esta vez, en el escenario de otra guerra: la Segunda Guerra Mundial.

El artículo reproducido a continuación fue publicado en Hearst`s Internacional de Nueva York, en septiembre de 1922. 

El eminente autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, recientemente regresado a su casa, reporta:

‘‘Lo que escucho en Europa es hablar de paz, pero lo que veo es temor a la guerra’’

EUROPA ESTREMECIDA

Mientras duró la guerra, hubo un resurgimiento general de la emoción religiosa. Las iglesias de cada credo recibieron más adoradores que nunca antes, y las oraciones, al menos durante un tiempo, fueron sinceras, no simples palabras vacías; por una vez surgían de los corazones de los hombres. No había familia que no contara con alguien ya caído en el frente o que podría perecer allí. Además, los crímenes de la bestia humana que había sido liberada de su jaula por la guerra, los asesinatos, los incendios, los robos y las violaciones cometidos, el pisoteo de todos los derechos humanos, la mutilación de la libertad, hicieron que todas las miradas se volvieran con devoción hacia las benévolas enseñanzas de la hermandad cristiana.

Y aquellos que presenciaron este renacimiento religioso durante la guerra se apresuraron a profetizar: "Cuando por fin tengamos paz, este progreso moral continuará a un ritmo aún más rápido. Los hombres finalmente se convencerán de que la iglesia, en la medida en que es una asociación para propósitos idealistas y generosos, es más competente que la política o los gobiernos para tratar con los conflictos que inevitablemente surgen entre nosotros. La guerra habrá servido para obligar a la humanidad a dar un gran paso hacia la perfección. Dios, en sus caminos misteriosos, a menudo saca el bien del mal y nos concede felicidad solo después de haber soportado y superado severas pruebas”.

En un templo belga: Mientras los fieles se entregan a sus oraciones, los soldados descansan después de haberse batido con el invasor. Dibujo de J. Simont,  Historia de la Guerra europea de 1914 de V. Blasco Ibáñez)

París, enero de 1920. 


Pero una vez terminada la guerra, el peligro, la ansiedad y el dolor también terminaron, y estas habían sido las causas reales de la exaltación religiosa en la mayoría de los casos. El número de fieles en los templos no siguió aumentando. Por el contrario, disminuyó; y en cuanto a la contribución del espíritu religioso en la resolución de las dificultades actuales, nadie pudo confirmar que tuvo el más mínimo efecto.

La vida sigue sin cesar, descuidando nuestros dolores. Nos atrapa en sus olas y nos arrastra en sus corrientes. Mantenemos nuestros recuerdos adentro pero al evocarlos, cada vez están un poco más apagados, porque la vida sigue sin parar... más lejos, más lejos... con la total indiferencia de una maquinaria que es sorda e insensible a nuestros sentimientos. Nos muestra nuevos cielos, nuevas tierras, y nos hace pensar cada vez menos en el pasado, y finalmente, a pesar de nosotros mismos, llegamos a olvidarlo...

En las reuniones sociales en Europa, ahora, es de mal gusto mencionar el conflicto mundial. Los productores no aceptarán, ninguna obra alusiva a ella. Los editores rechazan, sin leerlo, cualquier manuscrito relacionado con la reciente catástrofe; incluso los heridos y los combatientes que volvieron sin lesiones importantes, pero que, durante esos terribles cuatro años pasaron por todo tipo de sufrimientos, evitan hablar de esta parte del pasado tanto como sea posible.

Europa es tan religiosa, o tan poco religiosa, como lo era antes del verano de 1914. Ha recordado a Dios, ha orado, ha adorado, y luego, ha olvidado. El código moral de todas las religiones ofrece una recompensa por la virtud y un castigo por la maldad. En muchos casos se considera que el castigo puede ser modificado por el perdón divino; pero obviamente, antes de que se pueda conceder el perdón, el castigo debe haberse iniciado.

Después de esa catástrofe de la guerra, tan oculta como un terremoto o una tormenta en el mar, el observador ve los hechos de frente y pregunta: "Bueno, ¿dónde está la recompensa de los virtuosos? ¿Quién ha logrado ver castigados a los malos? "

V. Blasco Ibáñez en la zona de guerra. Francia, 1915

Quince millones de hombres yacen enterrados en los recientes campos de batalla; veinte o treinta millones de almas inocentes que no pudieron luchar por ser débiles, y que por tanto no representaban un peligro para nadie, murieron de miedo, hambre, frío y maltrato. Las ciudades destruidas, en su mayor parte, permanecen en ruinas. Toda una serie de pequeñas tragedias que ocurren en pleno corazón de la familia siguen siendo irreparables. Cientos de miles de mujeres y niños esperan en vano que alguna intervención sobrehumana borre la vergüenza y la humillación sufridas por sus familias, cuyo mero recuerdo les llena de nuevo de horror. 

Obviamente, el espectáculo que presenta el mundo en este momento no está calculado para apoyar la piadosa creencia de que para el bien hay recompensas, para el mal, castigos. Las enseñanzas de la guerra reciente no podrían ser más inmorales de lo que son.

Muy pocos seres humanos pueden vivir sin especular, hasta cierto punto al menos, sobre lo que les espera después de la muerte. Sólo quienes han alcanzado esa serenidad que podría llamarse filosófica, están dispuestos a seguir viviendo sin ninguna certeza de lo que hay más allá de la tumba. La gran mayoría de los seres humanos quieren saber, claman por una certeza, suplican por algo que los libere del terror de sus incertidumbres sobre lo que hay más allá.

Escena de la película The Four Horsemen of the Apocalypse, de 1921

Todas las religiones brindan esta certeza consoladora. Dicen qué esperar después de la muerte, pero prometen una mirada más allá de la tumba solo cuando hayamos dejado esta vida mortal, encontrándonos definitivamente en el camino oscuro y misterioso que lleva a otro mundo. Ninguna religión reputada y respetable promete ponernos en contacto directo con la vida sobrenatural, ni está dispuesta a admitir que los seres vivos pueden comunicarse directamente con los muertos. Más que eso, casi todas las religiones respetables consideran el intento de hacer hablar a los muertos y de evocar la vida más allá de la tumba como mera superstición, un remanente de la creencia en los espíritus que prevalece entre los curanderos.

1921. Rodolfo Valentino en
The Four Horsemen of the Apocalypse

Pero los seres humanos siempre muestran una impaciencia infantil cuando están realmente interesados en algo. El egoísmo nativo nos hace asumir que somos el centro de todo lo que existe. Cuando experimentamos una gran alegría pensamos que el mundo es perfecto, y llamamos ingrato y molesto al pobre infeliz que se queja de su mala suerte. Cuando estamos tristes, nos asombra que todos los demás no lo estén, y nos parece absurdamente cruel que el cielo siga siendo azul y que el sol siga brillando.

¿Cómo puede el amor de uno por sus muertos, para siempre perdidos, escuchar la voz de la religión o de la convicción científica o de cualquier cosa que intervenga, poniendo una barrera, por muy fina que sea, entre el perdedor y el perdido? Para nosotros, las emociones representan más que la fe o la razón. Aparte de esto, nos encanta saber qué hay después de la muerte sin tener que morir para obtener ese conocimiento. Nos gusta hablar con nuestros muertos sin tener que pisar el estrecho camino hacia la tumba. Y de todo esto se deriva el hecho de que en toda Europa el único resurgimiento del sentimiento religioso que se produjo después de la guerra tomó la forma del espiritismo; y utilizo este término para incluir todas las escuelas, sectas, religiones o como se quiera llamar, que intentan poner al ser humano vivo en contacto directo con el misterioso desconocido del que salió al nacer, y al que volverá de nuevo cuando se sumerja en el abismo de la muerte.


V. Blasco Ibáñez en la Costa Azul, años 20.

No hace mucho, estaba cenando en uno de los palacios más bellos y elegantes de la Costa Azul. Tuve la oportunidad de estar sentado en una mesa junto a una señora que había perdido a su hijo en la guerra.

"Desde hace dos años que hablo con mi hijo semanalmente", me dijo esta señora, con la mayor tranquilidad, como si hubiera mencionado que había visto a su hijo esa tarde en el Casino de Monte-Carlo. Luego añadió:

"¡Si supieras lo feliz que he sido desde esa sesión cuando hablé con él por primera vez! Antes, la vida me parecía imposible. Ahora puedo seguir esperando tranquilamente hasta que muera, y luego reunirme con él allá, donde está...”

Mientras escuchaba atentamente lo que me contaba esta devota madre, ella siguió  dándome detalles sobre las felices conversaciones que había tenido con su hijo fallecido, con la ayuda de trípodes, mesas y otros muebles.

Por regla general, estas conversaciones son tontas o, en el mejor de los casos, incoherentes, y relatan que los pobres fallecidos hacen declaraciones sin sentido que, sin duda, les harían sonrojarse si estuvieran vivos para escucharlas.

Este pobre muchacho inglés, que mientras vivió no había logrado más distinción que la de un buen soldado, probablemente no se liberara de esa mediocridad intelectual que parece ser una de las señas de identidad de los muertos cuando intentan hablar con los vivos. En todas las conversaciones que había tenido con su madre, aparentemente nunca había dicho nada que no fuera común, o al menos muy conocido, el tipo de cosas que su madre, perfectamente, podría haber leído cuarenta y ocho horas antes en una revista o periódico. Pero sucedió que la semana anterior a la ocasión de la que hablo, el joven inglés de más allá de la tumba había sido más explícito y definido en sus declaraciones sobre la eternidad.

"Aquí están pasando muchas cosas", le dijo a su madre. "Estamos preparando el lugar para los que vienen. Dicen por aquí que pronto habrá otra guerra...  ¡Y sin embargo, los que morimos pensamos que esta era la última y que nunca habría otra!"

Por primera vez en mi vida, me sentí impresionado por algo que, según dicen,  lo había dicho un miembro del mundo de los espíritus; admití que los muertos no siempre dicen tonterías.

Como sucede siempre en los asuntos humanos, junto a la sinceridad y la buena fe de quienes creen en las manifestaciones espirituales, también se aloja el deseo de explotar y engañar. Como nunca hubo tanta gente en Europa ansiosa por explorar el más allá y hablar con aquellos que han dejado de existir, nunca ha habido tantos clarividentes, médiums, quirománticos y adivinos del futuro de sus semejante. Basta con leer los anuncios de los diarios de las grandes capitales de Europa para hacerse una idea del florecimiento repentino y extenso de un vasto sector de seres que viven de la explotación del sufrimiento y de la necesidad humana de consuelo. Incluso en las ciudades más pequeñas y tranquilas, entre los que, con toda buena fe, buscan el consuelo de los mensajes espirituales, se encuentra un número sorprendente de audaces estafadores que, sin ninguna fe en las doctrinas que profesan, hacen del espiritismo un instrumento de explotación.

"¿Pero, qué ha dejado la guerra en Europa de positivo y que cuente a largo plazo?" nos preguntamos algunos.

Finalizando la guerra. Septiembre de 1918. Iglesia en Neuvilly-en-Argonne, Francia

En este punto al menos soy pesimista. Tal vez, cuando hayan pasado muchos años, cuando los acontecimientos puedan verse en perspectiva, el observador podrá discernir que algún beneficio real para la humanidad se ha derivado de esta abominable catástrofe; es decir, si resulta una paz definitiva, y si la guerra reciente resulta ser un drama completo en sí mismo y no el primer acto de una larga tragedia de guerras horrorosas y suicidas.

Si la guerra nunca hubiera tenido lugar, la Revolución Rusa habría sido imposible; la Rusia de la república y de los soviéticos habría sido aún más. 

Trotsky con soldados del Ejercito Rojo
Después de una guerra iniciada por los grandes duques y los generales del zar, ahora contemplamos lo que hace ocho años se hubiera considerado el más imposible de los absurdos, nada menos que esto; la formación de un Ejército Rojo de varios millones de hombres organizados al más puro estilo militar, y comandados por un periodista comunista, en otras palabras, ese Trotsky que, hace unos años, vagabundeaba por todo el mundo, cuando no estaba en cárcel.

Este Ejército Rojo todavía no es una amenaza para el mundo porque la inmensa y desorganizada nación detrás de él está en medio de la hambruna. Además, la guerra moderna requiere el apoyo de un sistema industrial completo, y esto es algo que Rusia no ha logrado desarrollar ni siguiera en tiempos de paz, y mucho menos ahora en el desorden de la revolución. ¿Pero qué pasaría si en el futuro, el espíritu revolucionario de Rusia invade Alemania y el hormiguero ruso podría trabajar con los grandes almacenes de materiales producidos por la industria alemana?

De hecho,  este es el peligro que amenaza el futuro.


La única certeza del período de posguerra, tal como la conocemos, es el hecho de que casi la mitad de Europa, con la mitad de Asia apoyándola por detrás, está en abierta rebelión contra esa constitución social que, desde los primeros siglos, ha gobernado la humanidad, una constitución basada en la propiedad privada. Nunca los enemigos de la sociedad existente tuvieron tanto poder en sus manos, nunca antes habían logrado adquirir una individualidad nacional. Hasta 1918, en todo el largo curso de la historia de la humanidad, los que no estaban satisfechos con la organización de la sociedad tuvieron que contentarse con escribir u orar contra ella, y, si realmente intentaron la acción directa, no hicieron más que celebrar reuniones que rápidamente fueron suprimidas por la policía, o realizar ataques individuales, con dinamita, contra los representantes de la orden a la que se oponían.

Por primera vez en la historia de la humanidad vemos un gobierno, enemigo declarado de la propiedad privada y partidario del comunismo, que posee un ejército de millones, una marina y representantes diplomáticos que son recibidos en los congresos de naciones. En comparación con esta revolución, todas las demás revoluciones parecen ligeras e inofensivas. Fueron simples cambios políticos lo que afectaron la organización interna del país en el que ocurrieron; ocasionalmente modificaron el alcance de los derechos de propiedad, pero nunca los negaron ni los suprimieron.

V. Blasco Ibáñez y A. Karensky en París, en1921
Un día, caminando por los de los Campos Elíseos con Kerensky, el famoso primer ministro de la primera república rusa, quien fue expulsado de su cargo por Lenin y su partido, me dijo con aquella vehemencia que lo convirtió en un orador tan conmovedor:

"Mientras los Aliados insistan en la intervención en Rusia, Lenin seguirá en el poder. Los campesinos creen que los extranjeros les quitarán las tierras que les dimos. Apoyarán a Lenin hasta la muerte si Europa interviene. Pero es igualmente cierto que si se restablecen las relaciones de Rusia con el resto de Europa, si se derriban las barreras en la frontera, para que nuestra gente pueda ver lo que realmente está sucediendo en otros países, estos millones de pequeños terratenientes, en lugar de preservar el comunismo, se alzarán contra él y lo derrocarán”.

En mi opinión, no hay nada nuevo en Lenin ni en los hombres igualmente austeros y desinteresados asociados con él. Conozco a muchos de sus parientes en la historia. También Robespierre fue llamado "el virtuoso".

Es cierto que los gobernantes de las grandes naciones europeas que no están actualmente en revolución saben muy poco hacia dónde se dirigen. Lloyd George sabe tanto como Lenin sobre la Europa del próximo año. Ambos son igual de ciegos, viviendo solo en el presente, sin hacer hoy ninguna previsión para lo que traerá el mañana.

Con todas sus conferencias y reuniones diplomáticas para mantener la paz, Europa se asemeja a un barco enorme, que lucha, a pesar de su mástil roto, por capear el temporal. Los oficiales se reúnen en el puente y hablan interminablemente, cada uno de ellos convencido todo el tiempo de que no dice más que palabras vacías. Las cartas e instrumentos náuticos sobre la mesa, los libros, todo lo que han estudiado, toda la experiencia que han tenido, son inútiles, porque la tormenta es una tempestad cuya furia sobrepasa todos los cálculos de los hombres; la fuerza que se mueve en ella es algo misterioso más allá de la comprensión humana; nuevas fuerzas desconocidas para la física parecen moverse hoy por el mundo. Todos hablan como si tuvieran una convicción y una fe; y todos, en su corazón, están convencidos de que nadie tiene el remedio en el cual puedan confiar completamente los otros y que conjure el peligro.

París, enero de 1919. Sesión de apertura de la Conferencia de Paz  .

Lo único que se nota invariablemente, en estas reuniones celebradas por una Europa inquieta, es el miedo a la guerra. Sin embargo, cada representante hace todo lo que está en su poder para provocar la guerra. Todos afirman que desean la paz; y podemos creer que la paz es realmente deseada, ya que sin ella todas estas personas deben morir. Pero cada uno quiere la paz en sus propios términos con suministros especiales a su conveniencia. Con toda una serie de verdades cada uno apoya su propio proyecto de paz particular. ¡Pero Ay! La verdad absoluta no es más que una ilusión diseñada para embellecer nuestras vidas. De hecho, hay tantas verdades como intereses. Por esta razón, mientras los hombres traten de establecer la paz sobre la verdad, y no sobre el sacrificio y la abnegación mutua, estaremos condenados a la guerra.

Las empresas benéficas y pacíficas tienen dificultades para obtener fondos porque estas empresas suelen ser administradas por individuos. Como la guerra es un negocio de los gobiernos, siempre se pueden encontrar fondos para su apoyo. Después de que se declaró la paz por última vez, en un momento en el que todos los recursos parecían agotados, vimos a una serie de naciones pobres y sin importancia seguir luchando entre sí en Asia Menor; aparentemente no les falta dinero. Hacer el bien es lo difícil, es difícil entre los hombres, más aún entre las naciones.

París 1919. El Comité de los cuatro
- George, Orlando, Clemenceau y Wilson-
en las negociaciones para la Paz.
Odio la guerra; y creo que mientras exista, la humanidad seguirá viviendo en ese período prehistórico que comenzó cuando los hombres hicieron sus guaridas en cuevas; no es en este período donde su real historia se encuentra. Todo está en el futuro. Pero, aunque amo la paz, también amo la claridad de visión.

Los comunistas rusos, antimilitaristas y enemigos de la propiedad como son, mantienen un Ejército Rojo de tamaño cada vez mayor, con el que aplastar a cualquier pequeña república que desobedezca el despotismo rojo de Moscú, y, cuando sea el momento oportuno, para invadir Polonia y otros estados fronterizos.

Los alemanes conservan intacta su clase guerrera, y es una grande.

Inglaterra está buscando lo que sea de su interés, nada más. Todo el mundo sabe, por supuesto, que Dios creó el resto del mundo para que Inglaterra pudiera tener colonias.

Francia, al ver que su enemigo eterno sigue intacto y aun amenazándola desde su propio patio, permanece en guardia, dispuesta a atacar para no verse otra vez en la misma situación de incesante ansiedad que vivió durante cuarenta y cuatro años.

Las naciones toman sus asientos en las mesas de conferencias de la misma manera que lo hacen los toscos jinetes de ciertas tierras desérticas de América del Sur, que se sientan a hablar y tomar una copa en la mesa de la taberna, mientras mantienen sus revólveres en el cinturón, un dedo en la funda. De repente, hay un estallido general y todos están disparando contra todos los demás, mientras que nadie sabe exactamente quién comenzó la pelea.

No veo paz en esta Europa que se reúne constantemente para buscarla. Europa cree que debe ganar con palabras, pero en los pensamientos que se esconden detrás de las palabras, Europa no aparenta ni el más mínimo sentimiento verdaderamente cristiano.

por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ, 1922

martes, 21 de julio de 2020

Yo he asaltado «FONTANA ROSA»



Fumo. Fumo otra vez nervioso, quizá con rabia. Son unas chupadas breves, intensas. El taxista –«pardon, monsieur»– ha ido ­a preguntar una cosa. Ha aparcado aquí, en Menton, en esta plaza, donde hace un sol que no hay quien lo aguante –«pardon, monsieur»– , junto a este coche donde una señora joven y bonita se aburre también, en bikini, con un niño en brazos. Vuelvo a fumar. Me mira esta señora. Me doy cuenta: la he sorprendido. Me he vuelto a ver si regresa el taxista y se han cruzado nuestras miradas. Ha sonreído. Vaya, hombre. Lo que faltaba. Y el taxista sin venir.
Me gusta y me irrita Menton. Yo no he venido propiamente a ver Menton. Luego vendré a ver Menton. Tomaré unas cuantas notas. Urdiré una crónica. Intentaré una colección de octavas reales más larga y menos soporífera que «La Araucana» a ser posible. Pero ahora no. Ahora no… Ahora, no.
Ha vuelto el taxista. Tiene una pinta de Jean Gabin, de Jean Gabin viejo, que no se la salta un gitano. Pero debe de ser joven. Ha vuelto sudoroso, nervioso.  «Pardon, monsieur». Rápidamente se sienta, se pone al volante. Otro cigarrillo. Maniobra vamos a salir pitando. La señora se ha dormido dentro del coche – por lo menos cabecea –, con el niño dormido en sus brazos. Cruzamos Menton. Ahora vamos a Garavan, y que está a la otra parte de Menton. Cruzamos por delante del Casino, torcemos luego. Sobre la marcha, el taxista se vuelve apenas y repite, pero preguntándome:
– ¿Vicent Blascó Ibáñez?
Mastico, trituro, o acaricio minuciosamente, las palabras:
– ¿Vi-cen-te Blas-co I-bá-ñez.
– «Oui. Perdon, monsieur»
Se agacha como Ocaña. Le da al acelerador. Se embala. Es un golpe rápido y efímero. Para en seco. No hay nadie. No iba a matar a nadie. ¿Por qué se ha detenido? Se abandona en el asiento. Estira las piernas. Miro. Casi me quemo los dedos con la colilla del cigarrillo. Me inclino más y miro todavía. Lo veo en una esquina. Es una pequeña lápida de mármol. La inscripción es en versales henchidas en la piedra. El color de las letras debió ser rojo en tiempo. Leo «Avenue de Vicente Blasco Ibáñez». La hora de la verdad. No hay que detenerse en pamplinas ni en emociones. Hay que hacer «el ánimo» y echarse al ruedo como un espontáneo. O como un policía que sabe que en esta, a lo mejor, se juega la vida. Bajo del coche. Miro a un lado y a otro. Me subo los pantalones. Quizás me aseguro el cinturón.
Meto la cabeza por la ventanilla y le digo al taxista que me voy a pie. Que es un camino que he de hacer a pie, que aunque él no lo comprenda debe ser una especie de promesa que sin duda hice en algún momento lejano y es imprescindible que vaya a pie y casi descalzo. Que me siga, despacio, y que a la puerta de Fontana Rosa nos veremos.
Evidentemente, el taxista no lo comprende, no lo entiende, pero hay algo –en mi acento, en mi decisión–, que le embarca misteriosamente en la aventura. Yo podría hacer en estos momentos lo que quisiera del taxista. Podría mandarle a comprar un paquete de Winston o podría mandarle a Cannes a que se me subiera cualquier cosa que se me hubiera olvidado. El me mira con asombro, quizás con piedad, contagiado, los ojos. Me he vuelto seco al hablar.
– «Oui, monsieur.»
Lo confieso: estoy emocionado. Pero todavía no quiero que se me note. Prácticamente he venido a Francia para esto: para ver, en esta esquina, esta inscripción, esta pequeña y vieja lapida, esta calle dedicada a Blasco Ibáñez en Menton que no hay en Valencia. Y luego, lo que venga, lo que el destino –ay el destino– me depare.
Vuelvo a asegurarme, no sé por qué, quizás sea cosa de los nervios, el cinturón. Y avanzo; avanzo solo. Voy a iniciar, en solitario, un largo y emocionante «traveling», calle –avenida – arriba. Solo ante el peligro.
Camino, al principio, con cierta dificultad. Han sido muchas horas, han sido muchos kilómetros dentro del coche, con este calor tan insoportable. Pero, poco a poco, advierto como si se me independizaran los pies, las piernas, y camino incluso con ligereza. Porque tengo prisa; quiero acabar pronto.
Desciende un coche. Me aparto. El coche tuerce, antes de llegar a mí, por una esquina. Ese idiota podía haber avisado. Sigo. Me vuelvo. El taxista, al comienzo de la calle, espera. Inicia la maniobra para seguirme, despacio.
No veo Fontana Rosa. Enciendo otro cigarrillo. Una mujer vuelve a casa con la compra. Sobresale, como siempre, el pan, los panes. Nos cruzamos
– «Bonjour»
– «Bonjour»
Voy cuesta arriba. Desde Mónaco no hemos dejado prácticamente de ir cuesta arriba. La cuesta arriba, en realidad, comenzó apenas abandonamos Niza. Hemos bajado y hemos subido. Pero hemos subido siempre. Y sigo subiendo. Miro a derecha e izquierda. No encuentro a nadie en toda la calle. Y de golpe…
Fontana Rosa. Aquí, a mi derecha, está Fontana Rosa.
Hago de tripas corazón. Me detengo. Se me agolpan los recuerdos, las ilusiones, los deseos. Recuerdo a mi abuelo, a quien apenas conocí y de quien heredé las obras de Blasco. Recuerdo a aquel dulce vecino de Burjasot, republicano y ateo, que, finalmente, recibió la comunión, poco antes de morir, en calzoncillos, aquellos calzoncillos largos que se amarraban al tobillo, con rayitas grises, arrodillado y tiritando sobre la cama. Temblaba con los sudores de la muerte y tenía cruzadas las manos y abría la boca con una avidez enorme. Recuerdo la nota que cerraba las novelas de Blasco Ibáñez en su última etapa: «Fontana Rosa. Alpes Maritimos». Recuerdo… No hago literatura. Que se vaya al cuerno toda la literatura. Pero se me escapan unas lágrimas. Por fin… Me veo leyendo, tan niño todavía, «Cuentos valencianos», «La barraca», «Cañas y barro». Veo en una pared, en mi habitación, clavado con chinchetas, aquel grabado de Blasco Ibáñez, entre amarillo y sepia, que divulgaron tanto a raíz de la muerte del novelista. Y toco la aspereza de la pared con la punta de los dedos como si tocara un nicho, como he acariciado un nicho – como si tocara una mejilla. Fontana Rosa.
El taxista, emocionado, me observa. No me lo dice. Pero le noto, le sé a mis órdenes. Si le digo que se cargue la tapia, se la carga. Si le digo que secuestre en Valencia los restos de Blasco Ibáñez, los secuestra. Si le digo…
Pero no le digo nada. Sobresalen por encima de la tapia, polvorientos, unos árboles. No hay ninguna pizca de briza. El taxista suda por todas partes. Tiene la cara colorada, congestionada, como si hubiera liquidado él solo una botella de coñac.
Son más de las doce de la mañana del viernes, 24 de agosto de 1973; cae un sol implacable. He querido subir a pie, como en otro tiempo subía a San Miguel de Liria, esta breve y apenas sinuosa cuesta. Estoy, por fin, ante Fontana Rosa. Me alejo unos pasos. Miro la fachada. En el hierro de la puerta, en sus dos hojas, en el centro un anagrama a base de la B y la I enlazadas: Blasco Ibáñez. La puerta está pintada de verde, un verde viejo; detrás de la verja hay otra lámina, del mismo color, que impide ver lo que hay dentro.  En lo alto, campean, a la izquierda, el busto de Balzac; en el centro, considerablemente más grande, el Cervantes; a la derecha, el de Dickens, los tres a base de azulejos de Manises en los que predomina el azul. Y el nombre de la villa: Fontana Rosa. Y el deseo de Blasco Ibáñez: El jardín de los novelistas.  Esto mismo se repite, debajo de Balzac, en francés; debajo de Dickens, en inglés. A la izquierda, en la pared, hay una larga lápida: sobre ella, el perfil de Blasco Ibáñez, en bronce; luego, una larga prosa oficial hace memoria de que allí vivió y murió don Vicente Blasco Ibáñez y de que, en octubre de 1933, el Gobierno francés decretó solemnes honras fúnebres por el novelista. Asomas, por encima de las tapias, unos cipreses. Hay mucho silencio y mucha soledad. De vez en cuando chirría una cigarra.
Me alejo unos pasos. Aquí fue donde el regimiento alpino rindió honores militares cuando salía para siempre en cuerpo de Blasco Ibáñez metido en el ataúd; descendió, cuesta abajo, por ahí. A la puerta de Fontana Rosa –me doy cuenta ahora– hay, derribado, un enorme cubo de basura; revolotean, zumban, unas moscas. Por todas partes hay el encendimiento de las flores. Precisamente enfrente de Fontana Rosa hay otra villa, sencilla, pulcra, deliciosa, que se llama «Ville des Fleurs».
Me acerco a la puerta y llamo, a golpe de puño: no hay timbre, no hay campanilla. Aguardo. Aguardo en vano. Y vuelvo a golpear. Miro, por una rendija; veo el pabellón que fuera de la servidumbre; veo más allá, la residencia de Blasco. Y veo una molla, no una alfombra, de hojas secas, cobrizas. Tres gatos rojos mantienen una silenciosa tertulia estúpida. Un coche –un «Peugeot» gris– está abandonado allí. Golpeo con los puños, con los pies; nadie contesta. El taxista me observa. No puedo contener la excitación. Cojo una piedra y doy con ella contra el metal, furiosamente, muchas veces. En vano. Todo en vano. Me irrita la luz. Me irrita esta paz. Me irrita este silencio. Me lo cargaría todo. Impotente, me agarro a los hierros. Esta es mi última tentativa de entrar en la Fontana Rosa. Y no me abre nadie. Y no hay nadie. Y casi lloro y digo más de un taco.
Se me acerca el taxista. Comprueba por las rendijas, lo que yo había visto. A rebato, con la piedra, con los pies, golpeo la puerta. Salen probablemente escandalizados, de Ville des Fleurs. Le preguntan al taxista qué pasa. Entré en la conversación. Me creen familia de Blasco. No. No soy de su familia. Insinúan delicadamente la posibilidad de que sea familia ilegitima. Ni hablar. Soy valenciano. He admirado y he llegado a querer,  como algo propio, a Blasco Ibáñez. Y hay más silencio alrededor. Lo han comprendido todo. El taxista me pone una mano en el hombro, me atrae hacia sí. La señora de Ville des Fleurs ha salido con un platito y un vaso de agua. Pero yo he de seguir. Yo he de entrar en Fontana Rosa.
El taxista, rápido, se sitúa junto a la tapia, se inclina y pone las manos como un estribo para que yo suba y trepe tapia o puerta de arriba. Un niño de Ville des Fleurs indica un sitio; el taxista corre hacia él. Espero. Lentamente, la puerta de Fontana Rosa se abre para mí solo. El taxista ha entrado por la parte trasera, donde la tapia ha caído o ha sido derribada, ha quitado la burda estaca que mantenía cerrada la puerta y ha abierto. Creo que se ha cuadrado, por lo menos ha estado en posición de firmes, mientras yo, muy indigno, muy despacio, con mucha emoción, con mucho temor, con mucha vergüenza, entro en Fontana Rosa, avanzando en el mar de hojas secas que casi me alcanza las rodillas.
¡Dios!... Quisiera callar, por pudor, por estricto pudor, el descuido, el desaseo, la mierda que hay en Fontana Rosa. Nadie lo puede imaginar. Y esto es lo que Blasco Ibáñez quería que, a su muerte, fuera el jardín de los novelistas… Esto era el sueño que acariciaba con más íntima fruición Blasco Ibáñez, mientras sentía sobre él, sobre su vida, sobre su obra, la tibieza final del sol de la gloria, del sol de los muertos… Esto… Esto.
Aquí está la glorieta donde Blasco Ibáñez se sentaba con su mujer y sus visitas de más postín. Dos gastados peldaños suben hasta ella. Aquí está el busto de Cervantes, en bronce, sobre una columnita; aquí, como respaldo del asiento, está, en chillones azulejos rojos, un compendio del «Quijote»… ¡Qué inútil, qué desesperado amor a España el de Blasco Ibáñez!...
No he querido sentarme. He sentido, legitimo, el deseo de robar. He sacudido la columna que sostiene el busto de Dostoyevski, pero la mala zorra de la piedra no ha cedido. Y he roto a llorar. No podría ya más; compréndanlo.  He roto a llorar mirando alrededor los bustos de Zola, de Víctor Hugo, de Dostoyevski … He roto a llorar mirando tanto abandono, tanto porquería, tan poco amor por la memoria de Blasco Ibáñez. Y otra vez me ha puesto la mano en el hombro el taxista, maravillado y asqueado de cuanto hay allí y de cómo se encuentra.
He entrado en una especie de garaje o de hangar, donde, sin duda, estuvo el cine particular del novelista. He salido otra vez. De un puñetazo ha cedido una madera. He mirado, allá arriba, la prodigiosa terracita desde la cual Blasco Ibáñez dominaba, en una extensa panorámica, Menton, Mónaco, Montecarlo… Y persianas desvencijadas y rotas, y montones de basura  domésticas y ventanas abiertas y cayéndose.
De pronto he advertido, bajo mis pies, un estremecimiento; bajo mis pies y en las maderas, en los cristales. He esperado en silencio. He roto en un grito:
– ¡El tren!
Era el tren, sí; se ha escuchado el silbido. Era el tren del primer capítulo de «Los enemigos de la mujer», solo que sin soldados, sin gritos, sin voces. Era el tren que cruzaba los más humanos relatos de la guerra hechos por Blasco Ibáñez –algunos de «El préstamo de la difunta», algunas páginas de algunas novelas. A estas horas Blasco Ibáñez, con don Jaime de Borbón y Josep Plá, bajaban a Menton, al Casino, y se iban a comer.
Se pierde, subterráneo, en la lejanía, hacia Italia, el silbido insensato del tren. Y me quedo más solo. O me siento más solo.
Me vuelvo. El taxista, de espaldas, pero al acecho, está meando. Sorprendido, suplica:
– «Pardon monsieur»
La emoción, el nerviosismo, se ha ido por ahí. Bueno.
Recorremos la teoría de bustos, Víctor Hugo, Zola. El Dostoyevski admirable; observa todo, con unos ojillos sutiles como cuchillos. Son los ojos, quizá, de haber «visto» «Los hermanos Karamazov», «Crimen y castigo», «Los endemoniados»… Por aquí paseaba y se sentía seguro… aquí sí que se sentía seguro don Vicente Blasco Ibáñez.
«– He ganado muchísimo dinero con mis novelas…» ¡Y el que se gana todavía, don Vicent!
Aquel Blasco Ibáñez, que tenía peseta a peseta, tan temprano y tan arraigado, el sentido de la «propiedad inmobiliaria» –la Malvarrosa, Fontana Rosa… ¡Qué desastrado final de sus casas (Fontana Rosa, la Malvarrosa)! Y en un vulgar nicho de Valencia, sus restos, y eso gracias a la rápida gestión de un gobernador, Solsona, harto de ver ¡cinco años! Aquel ataúd dando vueltas por el «depósito» y sin recibir sepultura.
¡Dios! Son demasiadas cosas juntas. Esto no se hace. La cabeza me va a estallar. Me agarro la cabeza. Pero he de seguir. He de apurar toda la amargura, toda la tristeza, toda la vergüenza, toda la desolación. Todo este cáliz. A zancadas, a zancadas de borracho o de moribundo, recorro, en una y otra dirección, todo el jardín. ¿Jardín?
En sus últimos años, Blasco –lo escribió– se pasaba a veces semanas sin salir de su casa, prácticamente paseando por «su» jardín, porque se dedicaba afanosamente a escribir. Sabía que la muerte podía, iba a subir, inesperadamente, por esta cuesta; sabía que entraría como Pedro por su casa. Le irritaban los ladridos de los perros de doña Elena. «Estos perros», lo ha recordado J.L. León Roca. Miro el pabellón donde vivía, donde escribía, donde se lo llevó la muerte, arrancándolo de los brazos súbitamente maternales, de su criada, mientras él, con la mano, torpemente, buscaba todavía las gafas en la mesita de noche, como si con ponérselas, no se fuera a morir. ¿Qué habrá sido de sus gafas, de su pluma? Todo eso son, ya, virguerías.
Ahora sí. Ahora –no podía ya más– me he sentado en uno de los peldaños. El taxista, de pie, me ofrece un pitillo. Rechazo, obstinado, con la cabeza. Procuro ser amable; levanto la cabeza y le sonrío. Pero él no me ve; él mira estupefacto, aquella ordenada belleza de bustos, de posibles rosales, de problemáticos jazmines, de sólidos cipreses, con una perplejidad indescriptible. Tampoco él lo entiende. Esto no hay quien lo entienda.
La puerta de Fontana Rosa sigue abierta. En el suelo, la estanca vulgar que la aseguraba. En seguida, el armatoste del coche. Me hice la ilusión, al principio, de que quizás fuera el que utilizó Blasco. Entiéndanme: pensé que se rendía «un» culto familiar a Blasco… Los tres gatos me observan sentados en el mismo sitio.
Brilla, enfrente, en la basura, debajo de las hojas secas. Me abalanzo. Me sigue el taxista. Escarbamos afanosamente como si fuéramos a desenterrar a alguien.
Es otro coche, enterrado en aquel estercolero. Sonrío. Da pena, da asco.
«Nada me falta. Todo lo que deseé ha llegado para mí; en mayor o en menor cantidad, pero ha llegado. Ni uno sólo de los ensueños de mi ambición y mi envidia, cuando era joven, dejó de realizarse…» Y cae el sol. No es el sol de los muertos, tibio y leve…es un sol crispado de agosto; es un sol colérico y reivindicativo que quizás convoca a los muertos a ponerse en pie. Pero este muerto mío, este Blasco Ibáñez, no puede ponerse en pie y echar a andar, lleno de agujeros.
Toda la ilusión, toda la larga tensión, toda la emoción, se ha roto en mí, me ha roto los nervios y lloro y sudo mientras sigo mirando. Me sorbo los mocos, luego me paseo estúpidamente el pañuelo, en un puñado, por la boca seca, por las mejillas, por las narices. Noto como si aquella mañana no me hubiera afeitado. Es lo que ocurre.
Estoy en la puerta de la casa, propiamente, en la que Blasco Ibáñez vivió y murió. Un empujón y entro. Pero me detiene un último y muy casto temor. No; esto no. Hubiera sido como destapar un ataúd con un muerto muy querido dentro. No; esto no.
Las manazas del taxista parecen dispuestas; hubiera bastado una indicación y se hubiera cargado la puerta. No; esto no…No.
A espaldas de la casa, está desmochada, una tapia. Hay señales de trabajo como de excavaciones. Un poco más allá hay una grúa amarilla. En el suelo, empaquetadas, hay unas muestras de tierra. Luego me dirán los vecinos que quizás van a venderse unas parcelas. Yo no lo sé. Luego me dirán que el Gobierno francés quiso salvar todo esto – ¡el Gobierno francés! –  y no se llegó a un acuerdo. Yo no lo sé. Luego me dirán que alguien, probablemente inglés, robo, hace unos meses, los bustos de Shakespeare y de Dickens, Y sonreiré. Yo también pude robar cuanto hubiera querido en Fontana Rosa. Pero no lo hice. No lo podía hacer. Eso, que lo hagan otros. Que lo haga otro que no piense nada más que en la belleza de los bustos o en el peso de la chatarra. Eso yo no lo puedo hacer. Pero cualquier día lo hará cualquiera.
Me encamino a la puerta como si saliera de un cementerio, como si regresara de un doloroso entierro. Crujen las hojas secas bajo mis zapatos. Levanto los ojos y delante de mí veo a unas señoras, a unos niños. Son los vecinos de antes. Intento sonreír. Pero no les engaño. No nos decimos nada. Dejo mi mano en la cabeza de un niño. El taxista, con la rapidez expeditiva de un sepulturero, cierra la puerta –¡cómo me irrita este chirrido!– Me llevo las manos a los oídos. Atranca otra vez la puerta. Esto se ha acabado. Como en un cementerio, como en un entierro, doy la mano a estas buenas gentes. Una vieja señora, que probablemente, niña aún, conoció a Blasco Ibáñez, retiene mi mano en las suyas unos segundos, unos minutos, unas horas. La miro en los ojos. En sus ojos hay fortaleza, la fortaleza que el silencio me pide. Intento sonreír. Probablemente me sale una mueca desvencijada. Me meto en el taxi.
Arranca el coche, como el coche de los muertos, muy despacio. Miro por última vez, a mi izquierda, Fontana Rosa. Esto se ha acabado… Me despiden saludándome sin palabras, con la mano. Bajo la cabeza. Pero no es el dolor. O no es el dolor sólo; es la vergüenza, es el asco. Estoy dispuesto a pedir perdón de lo que yo no hice. Las palabras están demás. Calla el taxista. Aplicado al volante, mirando enfrente –pero a mí no me engaña– me alarga, sacándolo de no sé dónde, su cajetilla de «Gitanos». Cojo un cigarrillo y fumo. Esto se ha acabado.

por VICENT ANDRES ESTELLES,
(publicado en septiembre de 1973)

En 1973, cuando el autor de este artículo visitó Fontana Rosa, habían pasado 43 años de la muerte de Blasco. Es un artículo emocionante, triste, desolador... sobre una realidad que pocos conocieron o conocen. 
Ahora, casi medio siglo después de su dolorosa experiencia, somos otros los que, igual a él, admiramos y hemos llegado a querer, como algo propio, a Blasco Ibáñez. Y precisamente, en estos calurosos días de verano del 2020, nos embarcaremos en una nueva aventura: ir a conocer la actual Fontana Rosa, con la ilusión de lograr captar sensaciones, imagenes e impresiones singulares, y luego, compartir vía Internet: en el blog, las redes sociales, etc. para todos los interesados.