viernes, 18 de octubre de 2019

ARIADNA - un relato inédito




ARIADNA, es una narración breve escrita por V. Blasco Ibáñez en 1919, pero desconocida al lector español durante los últimos cien años. Al parecer fue publicada únicamente su versión en inglés; ilustrada por J. Allen St. John, aparecía en agosto de este año, en The Green Book Magazine, la revista mensual de The Story-Press Corporation de Chicago.

Vicente Blasco Ibáñez en 1919
Ya había pasado un año del lanzamiento, en Nueva York, de The Four Horseman of the Apocalypse – la versión en inglés de la novela de Blasco – cuyo vertiginoso éxito había superado rápidamente todas las expectativas y había convertido al autor en un famoso personaje para el público americano. Aunque Blasco no llegaría a los Estados Unidos hasta finales de octubre del 1919, la prensa del país promocionaba continuamente su obra y, desde enero, había comenzado a incluir en sus páginas creaciones literarias cortas del novelista. Así, numerosos cuentos y relatos de V. Blasco Ibáñez suscitaban la atención del público estadounidense motivando, aún más, la admiración hacia el valenciano. Eran narraciones que, anteriormente, habían sido publicadas en su versión original por la prensa española o, recopiladas por las editoriales, formaban parte de las conocidas colecciones de cuentos del escritor. Algunas eran creaciones recientes, inspiradas en la Gran Guerra, mientras que otras correspondían a la producción literaria de la etapa de juventud del autor.

Ariadne es la excepción; según parece, nunca se ha publicado en español. Ahora, que ya ha pasado un siglo desde entonces, lo publicaremos en este blog y, como no disponemos del original en español, se reproducirá la correspondiente traducción a partir de su versión en ingles.  
   
ARIADNA

por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
(The Green Book Magazine, agosto 1919, pp. 33-34 y 109)

Georges de Sommiére había abandonado París con la intención de reunirse con cierta dama en Florencia. La señora era Teresa, la condesa Olivieri, con quien había estado durante cinco años en relaciones de estrecha intimidad. Interrumpió su viaje en Niza para darse un descanso y ver a algunos amigos que pasaban el invierno allí. Sommiére era un soltero de treinta años, bien educado, rico y agradable; sin embargo, no estaba dentro de lo común; por el contrario, era un idealista de un estilo singularmente romántico, y esto lo hizo enormemente atractivo en una sociedad donde el entusiasmo era cada vez más raro.
Se hizo extremadamente popular en Niza, y le gustó la sensación, pretendiendo que durante estos pocos días estaba disfrutando de la irresponsabilidad propia de un soltero alegre.
Niza. Cartel publicitario de la época.
Como la cadena que le unía a Teresa Olivieri era casi matrimonial, y ahora que estaba a punto de reenlazarla, se divertía interiormente con la fantasía de que estaba tomando su copa de adiós a la libertad.
Indudablemente, Georges aún sentía un sincero afecto por la condesa, pero su amor por ella, después de haber comenzado siendo una autentica gran pasión, ahora había llegado a un estado más frío en el que la ausencia no parece tanto una privación dolorosa como un intervalo de descanso.
Teresa era una rubia veneciana de ojos oscuros, sutil y fascinante, imperiosa y apasionada, la mujer de quien los hombres dicen que te da momentos de éxtasis para horas de disgusto. Era una hechicera, en cuerpo y alma, pero el aroma embriagador del amor respirado de su persona era como el de ciertas flores tropicales, abrumando y aturdiendo a quienes lo inhalan durante demasiado tiempo. Lejos de ella, Sommiére experimentaba una inconfesable sensación de alivio; era solo cuando volvía a estar con ella que el encanto recuperaba poder, y él se tornaba su prisionero en cuerpo y alma. En sus venas, Teresa había infundido un filtro sutil que perdía su efectividad a distancia, pero convertía a Georges en su esclavo y su propiedad en el momento en que sus ojos se encontraban con los de su Circe.

Garden party en los años 20.






Mientras Sommiere estaba en Niza, sus amigos lo llevaron a un garden party ofrecido por un americano en una de esas adorables villas donde los jardines descienden desde la colina hasta el mar a través de huertos de limoneros y exuberantes túneles de rosas. Una banda de músicos gitanos, oculta detrás de un seto de azaleas, tocaba un czardas. El aire, vibrando con la música, estaba impregnado de los aromas de primavera; por encima de los rosales florecidos se vislumbraba un cielo de un azul demasiado sublime para las palabras, mientras que, a través de los arcos verdes, el mar resplandecía con un brillo igual de azul que el cielo y tornasolado de zafiro. Fue en uno de estos paseos adornado de flores donde Georges de Sommiere se encontró cara a cara con una mujer joven, esbelta, frágil y exquisitamente bella; tenía ojos violetas y una espléndida cabellera castaña recogida sobre el cuello. La primera vista le causó un fuerte impacto. Su figura parecía irradiar un perfume de fascinación poética; sus grandes ojos eran puros, abiertos y confiados como los de un niño. Ella era como uno de esos lirios de montaña que brotan junto a los glaciares, cuya belleza salvaje y color ideal tienen algo tan virginal que dudamos en arrancarlos.

Arcos de rosales en el jardín de Fontana Rosa
Sommiére pidió ser presentado y se enteró de que la joven era de origen griego y se llamaba Helen Michalis. Toda esa tarde apenas se apartó de su lado, aprovechando la libertad de flirtear tan fácilmente concedida por la sociedad cosmopolita de la Costa Azul. Cuando quería, Georges era un interlocutor fascinante, y en esta ocasión puso toda su alma a su conversación. La joven sintió el atractivo de este hombre ingenioso y entusiasta: con una franqueza no estudiada que era la esencia de su carácter, le dejó ver que estaba encantada; y luego, a su vez, descubrió ante él su alma ingenua. Cuando se separaron, era como si ya fueran viejos amigos.
Sommiére solicitó formalmente permiso para visitarla, y ella le dijo que siempre estaba en casa entre las cinco y las siete. Él fue al día siguiente y al siguiente; olvidó que era esperado en Florencia; Teresa Olivieri parecía retroceder en una niebla muy lejana donde se iba borrando y se perdía. Georges ahora solo pensaba en esta frágil alma virgen del romántico Oriente, en cuyos ojos puros y dulces había mirado con una nueva devoción bajo los arcos de rosas de Beaulieu. Él no le hablaba de amor con palabras, pero había en su voz y en sus ojos una suavidad tan seductora que Helen Michalis no podía entenderlo mal; hace mucho que se sentía completamente conquistada por la calidez de su simpatía y, cada vez que venía, lo recibía con una estrechez de mano más confidencial.
Una noche, cuando le agradecía su visita, añadió lo conmovida que estaba por su atención, y Georges ya no pudo contenerse. La atrajo hacia él, la apretó contra su corazón y le confesó que la adoraba, diciendo que ella le había enseñado el verdadero significado del amor y a ella, con mucho gusto, le dedicaría toda su vida.
Con el impulso de una niña confiada, Helen apoyó su cabeza sobre el hombro de su amado.
—Yo también, desde ese primer día, me sentí atraída por ti, y no hay nada que pueda desear tanto como ser completamente tuya. Pero, por desgracia, no soy libre! Estoy casada en Rumanía con un hombre a quien detesto; nos hemos separado de mutuo acuerdo.
— ¿No puedes divorciarte de él?
—Siempre lo he rehuido por mi familia, que teme al escándalo de los tribunales.
—La vida es injusta — suspiró Sommiére. — Oh, ¿por qué no nos encontramos cinco años antes?
Y correspondiendo a la confianza de Mme. Michalis, él le confesó su vínculo con la condesa Olivieri.
—Entiende— dijo él al concluir—que yo también estoy medio casado. Pero a pesar de que será lamentable causarle dolor a la compañera de estos últimos años que todavía me ama, no debería dudar ni un momento en romper este enlace, ya que en el futuro no podré amar a nadie más que a ti.
Por inocente que sea una mujer, sigue siendo una mujer. Cuando Helen Michalis se enteró de que tenía un rival, una rival que era, a la vez, celosa y apasionada, sintió un ansioso deseo de reinar como la única dueña del corazón de Georges de Sommiére. Sus celos recién nacidos alteraron todo la gama de sus sentimientos; y el futuro, al que una vez se había resignado, ahora parecía imposible. En resumen, se dejó convencer y prometió solicitar el divorcio. Georges, por su parte, juró emplear el tiempo en las formalidades judiciales requeridas para resolver la ruptura definitiva con Teresa Olivieri.
Helen se dirigió inmediatamente a Bucarest para poner en marcha la ley; y como puede imaginarse, Georges evitó cuidadosamente continuar su viaje a la Toscana.

Centro de Bucarest. (1910-1920)

En lugar de eso, se regresó y viajó hacia el norte, escribiéndole todo el tiempo a la condesa las más elaboradas disculpas sobre urgentes negocios que le reclamaban en París. Conocía demasiado bien el temperamento de Teresa como para revelar repentinamente el cambio transcurrido en sus sentimientos; la creía capaz de venir directamente a París para pedirle cuentas, y estaba ansioso por evitar a toda costa un conflicto personal con ella, teniendo la sospecha de que, si llegaba, él podría no resultar como vencedor. Prefería hacer las cosas con cuidado y no dar el golpe final hasta la víspera de su matrimonio.

París, hacia 1920.
En consecuencia, Georges se inclinó por el engaño de extender su correspondencia, explicando ampliamente cómo sus negocios le retendrían en Francia hasta el final del otoño, y poco a poco, fue modificando astutamente el tono de sus cartas desde la nota de amor a la nota de amistad. Pero una mujer enamorada no es fácil de engañar, y la transformación no fue del gusto de la ardiente condesa. Se puso tan inquieta como un caballo que olfatea un peligro oculto; regañó a Sommiére por sus frías cartas; revelo su sospecha y amenazó con viajar por él a París, lo que tanto había temido. Y estaba a punto de llevar a cabo su amenaza cuando, por fin, Georges recibió la tan deseada carta que esperaba de Helen, para decirle que su asunto estaba resuelto, que ahora había regresado a Niza como una mujer absolutamente libre y lo esperaba allí.
Sommiére decidió poner fin de inmediato al odiado engaño que se había impuesto. En una carta llena de delicados eufemismos, que un hombre galante sabe usar para romper con una mujer, confesó a Teresa que estaba a punto de casarse. Imploró su perdón por la ruptura de un enlace que él atesoraría como el más dulce recuerdo, y expresó la esperanza de que si sus relaciones se volvieran menos íntimas, aún podían conservar una amistad sincera y cordial. Habiendo confesado así, se subió al tren de Niza, y la noche siguiente estaba estrechando al corazón a su bella novia de ojos violetas del este. 
Esta vez Georges encontró a Helen libre, feliz y cariñosa; y durante los precipitados preparativos para la boda, la pareja de los verdaderos enamorados disfrutó de largos têtes-à-tête esas anticipaciones de la dicha que son aún más dulces que la misma dicha... Y entonces Sommiére recibió la contestación de Teresa Olivieri.

Ilustración de J. Allen St. John
«La noticia de tu matrimonio —escribía— ha sido una cruel puñalada para mí. Pensé que moriría. Durante veinticuatro horas lloré en voz alta mi dolor y mi ira a las paredes mudas de la habitación. ¡Se acabó entonces, se acabó para siempre! ¡Ah, cruel, me estás matando! Pero en mi agonía al menos me esforzaré a no atormentarte con mis lamentos. Encuentra tu felicidad, ya que puedes encontrarla sin mí. A cambio de todo el amor que te he dado, solo pido un favor, y si te queda una chispa de lástima, no me lo rechazarás. Déjame verte una vez, solo una vez, antes de la separación definitiva. Sólo por una hora, el tiempo justo para darle un último apretón de manos, y eso será todo. Luego me iré y me ocultaré en aislamiento como una cierva herida, y nunca más volverás a oír mi nombre.»
Sommière estaba muy molesto y le contó a su novia la solicitud.
—No le contestaré —dijo.
Pero Helen estaba demasiado segura del amor que ella le inspiraba como para no mostrarse generosa. Con su ingenuo candor natural, en un súbito acceso de compasión, exclamó:
— ¡Pobre mujer! No puedes rechazarla. Ve a Florencia, pero ve solo por el día y recuerda que te estoy esperando.
Georges era de una naturaleza menos honesta que Mme. Michalis, pero estaba tan profundamente enamorado que se creía invulnerable para el futuro.
Partió esa noche, y al mediodía del siguiente día estaba llamando a la puerta de su antiguo amor. Lo llevaron al salón, donde Teresa llegó tan pronto como supo de que él estaba allí; estaba desarreglada, con el pelo suelto y el pecho agitado. Al verlo, dio un grito y se lanzó a su cuello con pasión; sus cabellos sueltos se desparramaron a su alrededor; y lo entrelazó en esos brazos, esos brazos fuertes, flexibles y apasionados que nunca más iban a soltar su control sobre la presa.

Ilustración de J. Allen St. John

Mientras tanto, en Niza, Helen Michalis contando las horas, esperaba el regreso de su amado. ¡Ay! Pasaron días y semanas, y Georges de Sommiére jamás reapareció. Teresa Olivieri había reclamado lo suyo. Segura de la victoria desde el momento que tuvo a su amante errante al alcance de sus labios y ojos, lo llevó a un rincón secreto de los Apeninos, donde, como la diosa de Venusberg, prodigaba en su Tannhäuser las irresistibles caricias que hacían olvidar todo lo demás.
Avergonzado de su rendición, Sommiére no se atrevió a confesar su debilidad a la novia abandonada que lo esperaba, la novia que se negó a creer en un abandono tan cruel.
Y todavía lo espera allí, en su villa de Les Lauriers, a mitad del valle de San Bartolomé. 
Vive como una monja y no recibe a nadie.
Me llamó la atención una noche mientras paseaba por la terraza sombreada de pinos de la villa. Frágil, delgada y pálida, vestida de negro, el atuendo de luto del amor traicionado, caminaba a la luz del último rubor rojo del sol moribundo.
A veces se apoyaba en la pared de su terraza, y como Ariadna en las rocas de Naxos, observaba con ojos afligidos, a través de las sombras, la fría superficie azul del mar que se extendía, más allá de las nieblas, hacia el Este, hacia Bordighera, hacia esa Italia donde su antiguo amado se había olvidado de ella en los brazos todopoderosos de Teresa Olivieri.

Ariadna abandonada en Nexos
por Angelica Kauffmann, antes del 1782