lunes, 15 de octubre de 2018

La Dama errante



El siguiente artículo es un fragmento de la décima conferencia, la titulada "El misticismo batallador de los españoles", de una serie de conferencias impartidas por Vicente Blasco Ibáñez en Argentina, en el año 1909.

V. Blasco Ibáñez en el Club español de Buenos Aires, en junio del 1909

Señoras y señores:
Lo confieso: jamás he empezado una conferencia con tanta preocupación y tanto miedo. Quizá una gran parte de vosotros venís con el preconcepto de que aprovecharé esta oportunidad para insistir en las ideas en cuya defensa he gastado tanto entusiasmo y tanta energía. No es así. Hablaré de altos personajes históricos que son santos, dejando a un lado mi juicio sobre la santidad, para hablar sólo de sus características humanas y del ambiente en que actuaron.
Otra parte del público pudiera preguntarme por qué he elegido este tema en que hablaré de personas que no se ajustan a las doctrinas de que he sido siempre sostenedor.
Respondo: porque esta conferencia era imprescindible entre las que he venido dando acerca de España, pues hablaré en general del misticismo, una de las germinas manifestaciones del alma española.

Comprendo que esta es, de todos modos, una conferencia de peligro; no saldré incólume, sino como los toreros cuando luchan con un toro superior a sus condiciones. Quedaré «alcanzado», pues me encuentro en esta ocasión entre dos escuelas antagónicas, y aunque pretenda sostenerme en el «justo medio», por no hablar como un predicador, seré atacado por unos;  y por no hablar como un escéptico, seré atacado por otros.
Pero sé también que en la vida de todo pensador, de todo artista, hay algo más repugnante que la adulación, y es la cobardía, y que debe importársele menos del juicio general  que de sus propias ideas, manifestándolas con sinceridad.
Digo, pues, como los creyentes: Suceda lo que Dios quiera ¡ y entro en la conferencia...

***

Para comprender bien a Santa Teresa de Jesús, hay que conocer Ávila, la ciudad en donde vivió, y que tienta a los escritores y artistas. 
Alzase Ávila en una llanura ligeramente ondulada, inmensa, como la pampa argentina, océano de tierra que se besa con el océano del ciclo en los amplios horizontes, sin que la línea oscura de una colina o de una arboleda oculten esa conjunción grandiosa. En tal inmensidad, la distancia, en vez de disminuir los objetos, los agranda: un cordero, en la perspectiva, aparece un caballo, un caballo un elefante, un hombre, un gigante.
Ávila. Vista general, hacia 1900
Esta fantasía óptica contribuye no poco en la imaginación para hacerla creer prodigios, y no deja de ser a la larga una buena escuela para santos. 
Las llanuras inmediatas de Ávila presentan otra particularidad: están  sembradas de  masas de basalto negro, como esos bloques de las pirámides egipcias, y que nadie las creería obra de la naturaleza. Diríase al verlas que una familia de gigantes se ha entretenido en apedrearse con riscos. En su amontonamiento informe, semejan dragones espantosos, seres prehistóricos, rostros de monstruos que asustan al caminante con su mueca espantosa. Esas masas de piedra contribuyen al ambiente de leyenda, y así se comprende que aún hoy, Ávila viva en un ambiente legendario. 
Es esta ciudad una de las pocas de España que conservan su recinto amurallado, circundándola 85 torres con almenas. 

Ávila. Vista general. 1870
El verdadero nombre de Ávila es Ávila de los Caballeros, y esas torres son de palacios señoriales, y véanse coronadas de grifos, de animales heráldicos, de emblemas nobiliarios. Cada palacio es una muralla, un poderoso bastión, que así cada hidalgo contribuía a la defensa de la ciudad. Su misma catedral parece una fortaleza, en donde los muros y hasta las torres están almenadas. Sus adornos inspiran la idea de la leyenda; leones de mármol, con cadenas, y grandes cachiporras, cual la de Hércules, pues Hércules fue quien, según la tradición, fundó esa ciudad.

Libro de caballería del siglo XVI 
Allí, en el siglo XVI, existía un hidalgo llamado Rodrigo de Ahumada, de ilustre nobleza y escasa renta. Su esposa, noble también, y muy devota, cuando no rezaba en la catedral o hilaba en el amplio salón de su casa, alternaba los libros piadosos con los de caballería, y esto indica cuánto en esta ciudad estaban difundidas esas lecturas...
Un buen día, un hermano de Ahumada se sorprendió en la mitad de un camino, al divisar a dos pequeños que marchaban cogidos de la mano, y cuyo continente, a pesar de sus pobres vestidos, revelaba la nobleza de su familia. Avanzó al paso de su caballo y al cruzarse con ellos vio que eran sus sobrinos Teresa y Rodrigo, que iban... ¿A dónde? i A Marruecos, a la capital del rey moro! ¿Para qué?  ¡Con la esperanza de que los sacrificaran por la gloria de Jesús!... Ello no resultaba tan raro en aquella época, cuando los grandes como los pequeños, se ilusionaban leyendo de continuo los libros de caballería. Los niños fueron conducidos por su tío a la casa.
Teresa, aprendió a leer y a escribir, aprendió labores, y quedó aún en su infancia huérfana de madre. En sus libros, la santa ha referido las dudas y vacilaciones que experimentó para, abrazar el estado religioso. Bueno es advertir que nunca fue triste ni melancólica, sino de natural alegría y de alma expansiva.
En medio de su majestad evangélica y triunfal, de fundadora de orden religiosa y tan severa cual de los carmelitas—y las Carmelitas—Descalzas, obsérvanse siempre en ellas dos manifestaciones que recuerdan su infancia: es alegre sin chocarrería y chistosa con elegancia. A pesar de ser monja denota también sus preocupaciones aristocráticas, del abolengo. En algunas de sus cartas, en vez de Teresa de Jesús firma Teresa de Ahumada. 

Convento de la Encarnación, en Ávila
En su primera juventud sintió las tentaciones del mundo, y cuenta en sus autobiografías cómo influyó en su ánimo una prima suya, afanosa de galas y cortejos, y cuánto simpatizó con uno de sus primos. Pero tales influencias fueron pasajeras. Su verdadera afición la llevó a entrar en el convento de la Encarnación, en Ávila, donde los rigores de la vida conventual, las abstinencias y las disciplinas, aunadas a su edad temprana, la abaten en crisis que se ha pretendido explicar equivocadamente.
Usando la palabra que nos sirve para definir ciertas enfermedades que no conocemos, se ha dicho que Santa Teresa era una histérica. No es cierto; los doctos hombres que han investigado luego la vida de la monja, prueban que no es así. Prueban que no era una histérica cuando sufre sus crueles ataques en los que llega a morderse la lengua; no lo es, tampoco, cuando va por toda España, recorriendo sus polvorientas carreteras y llegando a todas las ciudades para fundar conventos.
No es una histérica la que como ella dice á las monjas: seamos mujeres varoniles y luchemos con fe y energía.

San Francisco de Borja (1510-1572)
Influyó mucho en la vida de Santa Teresa, cierta visita que recibió estando en el convento de la Encarnación en Ávila. Fue esta la del que luego había de ser San Francisco de Borja, descendiente de los Borgias, caballero de la Corte de Carlos V, que un día al ver el cadáver de la emperatriz, que él adoró siempre idealmente, comprendió lo deleznable de la vida y se hizo sacerdote.
Esta visita y el contacto con  los jesuitas que se habían establecido en Avila hicieron que Teresa acrecentándose su tesón y fuerza de voluntad, acometiese la gran empresa con que siempre soñara.
Esta monja, de tan soñador espíritu, encontró estrecho su claustro, necesitaba salir de su encierro. Soñó con fundar una orden nueva, soñó que la orden de Carmelitas Calzadas a que pertenecía, no llenaba bien su cometido, quería instituir la de Carmelitas Descalzas y ser ella la fundadora de la orden.
Pero para acometer esta empresa precisábase dinero y ella carecía en absoluto de numerario. Entonces recibió un auxilio con el que jamás contara.
Un hermano suyo estaba en el Perú con destino oficial, había venido a ese rico imperio mandado por sus reyes como persona de confianza, y este hermano le mandó auxilios en metálico que le sirvieran para fundar el convento de San José en Ávila. Esto fue a modo de lo que hoy llamamos en política una disidencia, produciendo en Ávila un verdadero escándalo.

Convento San José, en Ávila, la primera fundación de Santa Teresa
Recordemos aquellos tiempos en que sólo había templos, conventos y oraciones, en que no existía otra distracción que los quehaceres familiares, el rezo, la devoción, en que aún no habían aparecido los teatros, y comprenderemos lo que significaba la creación de un nuevo convento. Formáronse partidarios de uno y otro bando, su nombre empezó a conocerse en Ávila, en Toledo, en Madrid, y poco a poco se fue conociendo por toda España. Cuando hubo fundado el convento, soñó más; Santa Teresa, no era la monja del claustro: se explica su figura diciendo que fue don Quijote con toca, fue la dama errante.

Medina del Campo. Vista general, 1864 (Auguste Muriel)
Así como don Quijote no dormía pensando en los inocentes que necesitaban el auxilio de su brazo. Santa Teresa sólo vivía pensando en establecer templos y templos. Lo dice ella en sus escritos: «cada día que pasa los luteranos nos quitan un templo, yo quiero fundarlo para que no falte la casa de Dios».
Recorriendo siempre España, encuentra en sus excursiones un sacerdote aficionado a sus reglas y su orden que tiene algún dinero, unas «blanquillas» como ella dice, y funda, acompañada de otra monja el convento de Medina del Campo, entrando a la casa en que había de establecerse la nueva fundación religiosa a deshoras de la noche, atravesando caminos y calles medrosas y exponiéndose a una desgracia, pues que en sus alrededores vagaban los toros que habían de lidiarse en la corrida del día siguiente.

Y esta que fue llamada por un nuncio, la monja andariega, de una casucha hace un templo, su compañero coloca en un mal altar el sacramento y a la mañana siguiente los vecinos asombrados se encuentran con un nuevo convento. Convento en el que, como la misma Santa Teresa dice, podían las monjas oír el sacrificio de la misa sin salir de sus celdas y presenciándola por las rendijas y grietas de las viejas paredes y carcomidas puertas.
¡A qué seguir! Podría contaros muchas otras fundaciones hechas por la santa, con las que se demuestra su carácter quijotesco, pero sería repetir episodios y alargar demasiado esta conferencia.

Obras de Santa Teresa, edición del 1674
Hay, sin embargo, algo que contaros y que ella dice en una de sus páginas, describiendo una noche en Salamanca y que hace recordar a Guy de Maupasant.
Va, en efecto, una noche a Salamanca ocultamente, y llega a una casa solamente habitada por estudiantes. El dueño los arroja a la calle pata dar posada a la santa y a una compañera de viaje, y quedan solas las monjas en aquel caserón, palacio antiguo, que hace pensar en cuentos de brujas. En esa página por ella escrita así lo dice.
Metiéronse las pobres mujeres en una habitación donde se habían tendido unos puñados de paja, llenas sus paredes de grietas y sus ventanales rotos, por los que entraba el viento silbando y bramando, haciendo pensar en apariciones de almas y fantasmas. Era la noche de Ánimas; todas las campanas de la ciudad doblaban hiriendo el espacio con sus melancólicos tañidos, llevando el pavor y el miedo a los ánimos más templados. La monja compañera de Santa Teresa pensaba en los estudiantes, en que podían volver, en que quizás las echarían y así lo comunicaba a la Madre Teresa de Jesús; ésta la consolaba, la reducía con sus consejos y su fortaleza;  pero tal era el pavor de aquella monja, que llega a decirle: «Y si yo me muriera, ¿qué harías vos con un cadáver toda la noche?»
Santa Teresa vuelve a sus consejos, y al fin le dice: «Durmamos, hermana, desechad esos temores y que Dios sea con nosotras».

Lo característico de todas estas idas y venidas por las carreteras y caminos de España, de esta monja, es su voluntad de hierro, su fuerza, esa fuerza innata en todas las mujeres, que les hace no tener ni conocer el miedo al ridículo; los hombres sentimos miedo por el ridículo, la mujer no. La mujer sólo teme el qué dirán, cuando pueden atacar a su prestigio de mujer honrada.
Muchas veces en la vida, lo que no hace el marido lo hace la mujer; pues bien, esa era la suerte de Santa Teresa, y por eso recorrió toda la península en aquella época en que los caminos los llenaban hombres de todas clases y, por cierto, no modelos de caballeros honrados y galantes.
Imaginaos los conflictos que tendría que vencer, imaginaos su santa inocencia y sus grandes deseos de fundar conventos y templos donde los hombres adoran a Dios, su amor puro y casto.
Manuscrito de Santa Teresa

En cuanto a Santa Teresa, considerada en su estilo literario, no creáis que ella sea un modelo clásico. Tenía pocas letras. Una vez le escribía la priora de un convento, hablandolo de asilos. Y la fundadora de la orden contestábale: « ¿Qué es eso de asilos? Sea usía menos letrera y dediqúese á cosas convenientes».
No fue en realidad una escritora; escribía lo que pensaba claro, pero de cualquier manera, con una espontaneidad que recuerda a la de Ovidio, cuando, castigado porque hacía versos por el autor de sus días, le contestó en verso, sin querer, que no los haría más. Le ocurría como á Tolstoi, que siempre escribe para maldecir el arte y la literatura, y lo dice en forma admirable. Aborrecía á las mujeres literatas, y las obras que hizo fueron para sus monjas, para doña Luisa Mascareñas y para la duquesa ele Alba. Nunca pensó que sus libros llegaran á imprimirse, y de ahí esa espontaneidad y naturalidad sumas de todos sus escritos, en la prosa como en la poesía. Por especiales circunstancias de la ciudad en que se educó Santa Teresa, y porque la evolución del castellano no se había perfeccionado todavía, su lenguaje, propio de Castilla la Vieja, es diverso al de los autores que residían en Castilla la Nueva, como Cervantes, Lope, Quevedo y otros muchas. Santa Teresa decía naidelicióndispusicióncirimoniatraiga mesmosigurohaiga, palabras hoy no admitidas, pero que le eran en ciertas manera propias. Y le ocurría como al más grande de vuestros escritores, Sarmiento, que no tenía ortografía, pero sabía escribir. Ortografía tienen todos los maestros de escuela, pero no todos son escritores. Algo así ocurrió a Santa Teresa, dando motivo a que fray Luis de León se irritara por las correcciones que las hacían los editores, quitando a sus frases su expresiva sencillez. No era, pues, clásica.
Escribió infinidad de cartas de lenguaje popular, no tabernario, sin duda, pero sí en el castellano rudimentario de los vecinos de Ávila, y en esas cartas, cuando se dirigía a las monjas, hay plebeyismos cual las palabras que he citado, y frases minuciosas como para hacerse entender bien. Pero en sus obras «Camino de Perfección», «Castillo Interior» y otras, su astro se arrebata, se enciende, vuela y resulta en su encantadora espontaneidad una inmensa artista. Tiene toda la gracia de la salud moral en el primer libro que relatando su vida escribió, por mandato de su confesor.

Llamado camino de perfección, edición 1588

Ana de Mendoza y de la Cerda, 
princesa de Éboli (1540 - 1592)
Las señoras de la corte pidiéronle ese libro para conocerlo, y lo prestó ella a la duquesa de Alba y a doña Luisa Mascareñas. Esta lo leía sola; pero había en la corte una dama, la princesa de Evoli, delgada, menudita, fina, movediza, vivaz y graciosísima, que era a la manera de un vistoso colibrí, la única persona que desarrugaba el ceño de Felipe II, llevando como un rayo de sol a aquel carácter lóbrego como una caverna. Y esa señora, al ver que doña Luisa Mascareñas y la duquesa de Alba admiraban a la monja que escribía y que iba de ciudad en ciudad y de aldea en aldea fundando conventos, creyó deber imitar a esas otras damas de la nobleza y se hizo amiga de la fundadora, a quien perturbaba con sus revolteos de faldas y con la mirada brillantísima de sus ojos, que para mayor gracia eran uno azul y el otro negro. Deseó conocer la vida de la santa, que le dio su libro, y a las cuatro o cinco páginas se cansó de la lectura, abandonándolo a los pajes, que se reían del manuscrito. La de Evoli sintió capricho por fundar algún convento ella también, y aunque a Santa Teresa le era poco simpática, accedió a que le ayudara a fundar un convento de su orden en el pueblo de Pastrana. Murió el paciente marido de la de Evoli, llamado Ruy Gómez de Silva, y su viuda se entregó al mayor dolor y entró en el convento. Santa Teresa exclamó: «Monja la princesa, se acabó el convento». La de Evoli púsose ceniza en la cabeza el primer día y lloró desesperada; el segundo se lo pasó en el locutorio, y al tercero ya exigía que las monjas le hablaran puestas de rodillas, porque ella era de alta alcurnia.
Santa Teresa rompió sus relaciones con la de Evoli. Esta, en venganza, la denunció a la Inquisición, culpándola de actos heréticos, y así fue como la mujer más notable que ha tenido la Iglesia católica estuvo sufriendo bajo el poder inquisitorial no menos de nueve años, hasta que por fin reconocieron su inocencia. Había adquirido tanta fama como propagandista, que a tiempo de producirse la lucha entre las carmelitas calzadas y las descalzas, un nuncio, hablando de Santa Teresa, dijo que iba en devaneos por el mundo.

Otro gran amigo de la santa fue San Juan de la Cruz, poeta eminente del catolicismo.
Diré como lo conoció: quería la Madre Teresa hacer una fundación de hombres. Un día se presentaron a ella dos frailes. El uno era grande, alto, fornido, pudiera decirse que gigante de los frailes; el otro, por el contrario, chico y menudo, sonrosado, de rostro soñador. Era aquel fraile grande Eveti; el otro San Juan de la Cruz, y al comunicarles sus deseos, exclamó la santa: «Ya tengo fraile y medio».

San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús

Santa Teresa quería a Juan de la Cruz como madre amantísima, era mucho mayor que él; el fraile la adoraba con pasión férvida, ideal y divina. Y a tal punto, que cuando estaba perseguido y encerrado en los calabozos de la Inquisición de Toledo, recordaba siempre, en medio de sus tormentos, a su santa, y preguntaba si ella había sido también perseguida.

Santa Teresa de Jesús. Óleo siglo XVII,
anónimo (copia de José Ribera)
No creáis en esa Teresa que algunos os han presentado, no; Teresa era alegre, con la alegría sencilla del artista, del escritor que después de su trabajo desea expansión y recreo.
En San José de Ávila se enseñan las castañuelas, panderos y otros instrumentos que ella se complacía en enseñar a tocar a sus compañeras de claustro, en los ratos de ocio. Ella dijo que las almas santas necesitaban santas alegrías. 
Santa Teresa, al hacerse una figura europea, ha pasado por las descripciones de todos los artistas, especialmente de los franceses, que la hicieron una dama medioeval, de cara larga y pálida, de mirar triste, de manos de cera. No es verdad.
Yo estuve en la casa donde se crió la santa, he visto su báculo y, aunque no soy bajo, me queda sobrado. He visto una suela de sus sandalias, y es harto pequeña. Era lo que se llama en castellano una buena moza.
Tengo el retrato que hace de ella el padre Rivera, su contemporáneo, y en que parece verse a la santa: alta, agraciada, de ojos no grandes, pero tampoco pequeños, de sonrosado color y cabello castaño, algo rizado.
El padre Gracián, su confesor, añade que no fue fea y que el único retrato que se conserva de ella lo hizo a los 60 años, y por orden suya, un fraile pintor muy malo que había en un convento de Sevilla y que le llamaban fray Juan de las Miserias. Y aquí una anécdota que demuestra bien a la mujer, aunque sea santa. Cuando Santa Teresa vio su retrato terminado, dijo a fray Juan: «Dios te perdone, hermano, lo que me has hecho sufrir para pintarme fea y legañosa». 
Y es que la mujer, como las bellas artes, deben siempre ser hermosas.

Santa Teresa de  Jesús.
vista por Fray Juan de la Miseria
La fama de Teresa de Jesús se había difundido: ya sabéis lo que sucede a los que quieren sobrevivir. Las grandes figuras no se enteran de que decaen sus facultades, por eso veréis que los últimos días de los grandes hombres son días tristes. El mundo parece harto de su gloria. Después de muerto renace la gloria y el respeto.
Las mismas superioras vivían en continua batalla con esta vieja que se metía en todo y todo quería arreglarlo, y hasta se desataban en improperios. Un confesor la denunció nuevamente, aunque sin resultado, a la Inquisición. Entretanto, Teresa de Jesús, que en una caída se había roto un brazo y seguía, manca y todo, visitando unos y otros conventos, fue enviada, con una compañera, á Alba de Tormes. Durante el viaje sufrió frío, pasó veinticuatro horas sin comer, y al poco tiempo de llegar al convento, se murió. Así terminó su vida la que la Iglesia había de santificar llamando Santa Teresa de Jesús.
Y diré lo que representa para la literatura Santa Teresa. Grandes literatas ha habido, pero las supera esta escritora, por no tener cono ellas ni el artificio de la profesión ni el deseo de renombre. En la inteligencia de esta mujer, quizá la más grande inteligencia de mujer, todo es tan suyo como la vegetación de las montañas. Es inmortal Santa Teresa y se ha difundido su obra, inmortal también, pero que fue tan del momento, tan de la naturaleza, como el canto del ruiseñor, que no sabe siquiera si le oyen; como el aroma de la flor, que lo esparce sin advertir que encanta a quien lo aspira.

lunes, 12 de febrero de 2018

Recuerdos de 1928

La casa de Vicente Blasco Ibáñez en la Malvarrosa, Valencia.


Al comenzar el año 1928, Vicente Blasco Ibáñez vivía en su villa “Fontana Rosa” de Mentón (Francia). Allá, el 28 de enero, en la víspera de su 61 aniversario, el escritor valenciano fallecía por una bronconeumonía agravada por su diabetes. Fue enterrado en el cementerio local y cinco años más tarde, el domingo 29 de octubre de 1933, sus restos mortales llegaban a Valencia, su ciudad natal.
Pocas semanas después de la muerte de Blasco, el periodista madrileño César González-Ruano había llegado a Valencia para conocer de cerca la realidad de aquel momento: ver el chalet de la Malvarroas— l"casa del artista", tan soñada por Blasco Ibáñez pero hace bastante tiempo, abandonada —, visitar la sede de Prometeo, la editorial fundada en 1914 y cuyo director artístico siempre había sido el novelista, y además para entrevistar a los hijos del desaparecido escritor.
A continuación se reproduce el reportaje publicado el 14 de marzo de 1928, en el periódico Heraldo de Madrid. 
Algunas de las imagenes corresponden al respectivo articulo pero otras han sido adicionadas para complementar la ilustración del texto. 


Cómo viven los hijos de Blasco Ibáñez

Se piensa en la visita a los hijos de Blasco Ibáñez como en la visita a los hijos del héroe muerto. Parece ungirlos la misma grave sombra de saucos funerarios y laureles de gloría.
El mismo himno supersticioso de los hijos del héroe, que habitan el mismo solar donde él abriera un día de golpe las ventanas y asomara sus ojos a la inmensidad de un horizonte, de una baraja de infinitos que para él habían de decir su juego.
Ellos deben estar abrumados ante la muerte del padre, y, mejor aún, sorprendidos e inquietos de ese nuevo viaje emprendido por el padre aventurero y errante.
No vivieron su vida junto a él. Siempre lo recordarán en vísperas de marcharse o en día de llegada, que casi era otro tanto.

V. Blasco Ibáñez con su familia en 1903, en la playa de la Malvarrosa
Muchas veces, después de meses o de años de ausencia, se oía en la Malvarrosa la voz del coloso. 
Venia de las Indias Orientales o de las Occidentales. E iba descargando sus regalos exóticos: sedería y perfumes para Libertad ; idolillos tagalos y tabaco oriental para Sigfrido; un bastón con puño de oro cincelado, con figuras religiosas de un templo de Benarés, para Mario; una cartera y un pisapapeles para Femando Llores, su hijo político, a quien Blasco quería como un hijo de veras.
Y cuando ya les era diaria aquella continua lección de energía, de palabra fluida, de vida intensa — trasnochador y madrugador que había reducido el sueño a cuatro o cinco horas—se volvía a marchar.
Otra vez.

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Sigfrido Blasco, hijo de V. Blasco Ibáñez
SIGFRIDO

Yo no suponía ni remotamente que aquel joven moreno, de perfil acusado, judaico, de frente despejada y ojos tristes, oscurecidos por unas cejas muy pobladas, era Sigfrido Blasco.
Estaba sentado en el mismo rincón del café de la Casa de la Democracia donde yo me había citado con Just el primer día de mi estancia en Valencia.
Iba entrando gente, dividiéndose en dos grupos. Luego supe que eran la tertulia de los escritores y la de los toreros.
A la media hora me vi rodeado por unos ocho o nueve muchachos, que fueron entrando y saludando al joven moreno y enlutado. Hablaban todos en valenciano y yo no entendía más que palabras suelta.
A las tres y media entró Just y comenzó a presentarme a los contertulios. Empezó por él: Sigfrido Blasco...
Hablamos un rato, sin llevar la conversación hacia nada concreto.
—Las obras de mi padre en Valencia son la Casa de la Democracia y Prometeo.
Allí vivimos ahora Mario, Libertad y Llorca, mi mujer y yo. Tengo el coche en la puerta; si usted quiere, vamos.
Casa de la Democracia entre 1911 y 1928, calle A. Calderón 11, (hoy calle Correos);
obra de F. Mora Berenguer, el edificio ha sido derribado en los años 70
Sede de la Editorial Prometeo, calle Germanías 33; construido en 1913-1914, también ha sido derribado.

FERNANDO LLORCA

Fenando Llorca, casado con Libertad Blasco, fué siempre el brazo derecho del gran novelista, su colaborador en la empresa audaz y difícil, su sucesor único, después de la muerte del maestro.  Sigfrido me presento a este gran hombre, cuya simpatía es anterior al conocimiento, y que yo vi bajar por la escalera con dos magníficos perros, como lobos escapados de la literatura de Jack London.
Mario no estaba en casa. Lo conocería al día siguiente. Por de pronto Llorca me muestra la casa de Prometeo. Talleres de maquinaria, encuadernación, almacenes, archivo. Generosamente dice Llorca:
—Todo lo hizo él. Todo... Todo...

En la Editorial Prometeo 
Mario y Libertad Blasco, hijos del novelista, Pilar Tortosa y su esposo Sigfrido Blasco, el hijo menor.
Atrás: Fernando Llorca y César Gonzalez- Ruano (el reportero)

—Pero antes fundó Blasco la editorial de Madrid, ¿no?
—No, no... Hay más historia que ésa. La primitiva editorial valenciana a la que Blasco Ibáñez dio vida entregándole sus primeras novelas fué la de Sempere. Sin embargo, mi suegro quería mayor horizonte, y estando yo de redactor en «El Liberal», de Madrid, pensamos la publicación de «La Novela Ilustrada», donde se dieron a conocer nuestros clásicos españoles, a treinta y cinco céntimos, teniéndolos que alternar con «Rocambole».

Fernando Llorca, socio y
yerno de V. Blasco Ibáñez
—¿ Dónde tenían ustedes los talleres de «La Novela Ilustrada» ?
—Primero en la antigua casa del marqués de Molíns, en la calle del Olmo. Debajo estaba la imprenta de Fernando Fe.
Luego nos trasladamos a la calle de Mesonero Romanos. Muchas de las crónicas de Cavia las escribía allí. Desde «El Imparcial» venía a vernos. Tenía su bock de honor en nuestra imprenta.
—Y las obras de Blasco ¿se hacían en Madrid o en Valencia?
—En Valencia, en Valencia. Para no restar venta a la editorial de Sempere. Y como esta situación era absurda, al regresar del primer viaje de América nos llamó a Sempere y a mí a París. Allí nos expuso su idea de fundir todos aquellos esfuerzos en uno solo. Y decidimos fundar Prometeo bajo su dirección.
— ¿Cuál fué la primera obra que editó Prometeo ?
—«Los argonautas», de mi suegro. E inmediatamente emprendimos la edición de «Las mil noche y una noche», traducida de la edición de Madrus por Blasco y prologada por Gómez Carrillo. Luego, ya usted sabe. Libros y libros; La colección literaria, que tiene cerca de cien volúmenes, y para las que él hacía con sin igual cariño los prólogos, verdaderos estudios críticos, que yo pienso recopilar en un tomo...
¡Ahora se ha perdido la cabeza! Parece que lo estoy viendo, o que espero su carta, siempre llena de fuego y entusiasmo...
¡ Es terrible, terrible !

Y quedamos en que al día próximo Llorca me presentará a Libertad, su esposa, y a Mario.
—i Ah! Y verá usted mi colección de platos valencianos. Y la Malvarrosa por dentro, aunque está muy abandonada...

LIBERTAD
Libertad Blasco, la hija de V. Blasco Ibáñez, en 1936

Al día siguiente, la simpatía de Libertad Blasco, la bella esposa de Llorca e hija del gran novelista, me acoge cordialmente en el «hall» de la casa:
—Mario quiere llevarlo a usted a conocer la Malvarrosa. Fernando y yo pasaremos el día fuera. Llevamos aquí, cerca de Valencia, a mi hijita, que ha quedado delicada del sarampión. ¿Ha visto usted el vaciado de las manos de mi padre ! Pase usted.
Del «hall», un patio de azulejos bajo el cielo azul y purísimo de Valencia, pasamos a un comedor, donde de la colección de cerámica valenciana se extiende por las paredes en una bien nutrida e interesante teoría de platos y fuentes. Libertad Blasco va hacia el aparador y de un cajón saca un envoltorio que pone sobre la mesa. Cuidadosamente lo desenvuelve. Es un magnífico vaciado en yeso de las manos de Blasco Ibáñez, hecho en Mentón después de su muerte. Están cruzadas las dos manos.
—Nos han dicho que se debió de hacer sola la mano derecha; pero es que ignoran esta postura que en mi padre era habitual. Aquí mismo, cuando descansaba después de comer, en la sobremesa, cruzaba las manos sobre el vientre, y al trabajar, cuando dictaba, cruzaba las manos sobre la nuca.
—Sí, sí; yo recuerdo esa postura cuando lo vi en París, y en la fotografía que sirve de portada a «El militarismo mexicano»...

V. Blasco Ibáñez con el presidente Carranza, en el castillo de Chapultepec, en 1920. 
Fotografía para la portada de “El militarismo mejicano” 

—Siempre, siempre...—me dice Libertad.
Ha habido un silencio difícil, evocador, por mí respetado. La gran figura del novelista evocado entre aquellas paredes que le eran familiares, vuelve a tener plasticidad elocuente. Tan inesperada fué su muerte que aún parece que de un momento a otro, como decía Llorca, va a entrar o se va a recibir su carta interesándose por todo con la misma fe y entusiasmo de siempre.

La silueta de Mario aparece en la puerta. Es un joven acaso aviejado por una delgadez exagerada. El luto lo hace aún más demacrado. Su rostro es inteligente, vivo, inquieto, y parece que toda una fortaleza interior, discrepando con lo físico, asoma a sus ojos, que chispean bajo los cristales de las gafas de concha.

Mario Blasco, el hijo mayor de V. Blasco Ibáñez, en 1932
MARIO

Mario me habla de sus proyectos teatrales, a instancia mía.
—Ahora no trabajo nada. El golpe sufrido ha sido espantoso y me ha dejado desorientado. En cuanto me reponga un poco continuaré mi obra empezada.
— ¿Cómo se titula? ¿Qué es?
—«La noche bruja». Una acción misteriosa y extraña en el Gran Chaco. Es la obra del ambiente que Es la obra del ambiente que maneja a los personajes a su antojo. El calor enervante, que se convierte en una obsesión lúbrica para una mujer de fondo honesto, que hace todo lo posible por resistir a la tentación. Los duelos espirituales de los hombres, todo, todo envuelto en la luz intensa, en el calor horrible, en el misterio ambiente del Gran Chaco. Tengo fe en ella.
—Pero usted había cultivado el teatro de ideas, ¿no?
—Sí, sí; ahí tiene usted «La plaga» y «La mala hierba». Esta también obedece en cierto modo al propósito de teatro de ideas que tengo formado. Y hablando de otra cosa, ¿usted quiere conocer la Malvarrosa?
—Encantado.
Entonces Mario Blasco ha mandado traer un automóvil. Mira el reloj.
—Si le parece bien—me dice— comeremos en Las Termas, y desde allí vamos a conocer la casa de mi padre.
Tenemos proyecto de hacer en ella el Museo Blasco Ibáñez. Ahora está desorganizado todo y faltan muchas cosas. Mi padre no se ocupaba ya de su primera villa, después del palacio de Mentón.
—Sin embargo—le digo—, la casa de Blasco Ibáñez será siempre ésta. Aquí es donde ha soñado, aquí donde escribió su primera obra...
—Sí, sí— afirma Mario—; indudablemente. Y él nunca echó en olvido su terraza de la Malvarrosa, donde pensó muchas veces conquistar otras tierras y llevar sus naranjos de Valencia…

LA MALVARROSA

La fachada principal de la casa de V. Blasco Ibáñez,
en la Malvarrosa
Después de almorzar en Las Termas con Mario y el hijo de Llorca y Libertad he visitado la casa del gran novelista, frente al mar.
Entramos en un jardín romántico, descuidado. Faltan en él estatuas que Blasco Ibáñez llevó a Mentón.
En la fachada principal, que da al jardín, Mario me hace notar un curioso detalle:
 —Vea usted repetida la gárgola de Nuestra Señora. El diablo que contempla París, como dominándolo.

Y mientras la guardesa trae las llaves de la casa, yo pienso en la tristeza de este diablo pensador e irónico que tanto amaba Huysmans, y que aquí, en Valencia, en la piedra, tiene un gesto de aburrimiento, porque ni ve el Sena ni el mar de Levante siquiera, relegado a la contemplación eterna de un jardín con demasiada luz, con demasiado paganismo sano y amable, pese a su descuidado aspecto romántico.
—Vamos por aquí...
Subimos la escalinata. Rechina la cerradura. Parece como si entráramos en la casa de Blasco Ibáñez después de quince años de su muerte.
Mario parece adivinar mi pensamiento y me ataja:
—Ya le digo que está todo un poco abandonado. Nosotros sólo venimos algún tiempo en el verano.

La galería frente al mar es magnífica.

V. Blasco Ibáñez, en la galería de su casa de la Malvarrosa
Seguimos recorriendo la casa.
—En el pasillo verá usted algunos cuadros bastante buenos.
Pero el nieto del novelista ilustre —un mocetón de dieciséis años, fuerte como un toro —nos disuade al momento:
—No, tío; se los llevaron ya.
El comedor conserva interesantes platos y piezas de cerámica valenciana.


Es acaso la habitación mejor conservada, porque el despacho...
Los cortinajes del despacho están desprendidos. Las estanterías han desaparecido y algunos libros se apilan cubiertos de polvo en un rincón.
Huele mucho a humedad, a casa abandonada, y una dulce melancolía escarba en nuestro pecho.
—En esta mesa ha trabajado años enteros mi padre. Siéntese en el sillón, verá el mar, sin la playa. Parece enteramente que se va en un barco.
La mesa es enorme y tiene un semicírculo en su parte delantera para poder aproximar bien el sillón y escribir cómodamente.

V. Blasco Ibáñez, en el despacho de su casa de la Malvarrosa

— ¿Qué piensan ustedes hacer con esta habitación ¿— pregunto-
—Pensamos volver a poner las estanterías y en ellas todos los libros de mi padre, las traducciones, los que prologó...
Aquí, ante estos dos grandes testeros vacíos, es donde se piensa en la gran obra de Blasco Ibáñez. La lista de sus obras es enorme, y su traducción está hecha a casi todos los idiomas y de casa todos los títulos. En cuanto a las obras que dirigió y prologó el ilustre novelista...

Ahí está esa admirable colección de «La Novela Literaria». Sus prólogos son verdaderos estudios críticos y acertadas semblanzas sobre escritores, muchos de los cuales él ha descubierto en España.  ¡Y son casi un centenar de volúmenes!
Después de subir a la azotea, donde la vista de Valencia es algo espléndido de luz y de color en la huerta, donde la primavera adelanta su fecha, bajamos para regresar a la ciudad.
— Antes quiero que vea usted—me dice Mario—el busto de la Libertad que mi padre compró en su primer viaje a París. Tiene una historia sentimental...
Y ante un busto de escayola de grandes dimensiones que representa a la Libertad, simbolizada en una bella mujer con el gorro frigio ceñido a la frente, Mario me dice cómo su padre no cenó una noche y esperó todo un día en absoluta penuria hasta resolver su situación por comprar aquella estatua en los años de su bohemia de escritor pobre, cuando casi no sospechaba que un día pudiera sostener tres casas en Europa, y soñaba bellas quimeras de artista en un humilde cuarto del barrio Latino.

La casa de la Malvarrosa, en 1928





Ha sido un poco triste esta visita. La casa donde Blasco Ibáñez garabateó febril las cuartillas por las que fué perseguido y encarcelado tantas veces; la casa donde imaginó una Valencia que nacía en la historia liberal de las germanías; la casa que le oyó soñar en voz alta y le vio partir para la conquista del mundo, es únicamente un reflejo de lo que fué en otros tiempos.
Sólo la energía de su hijo político Femando Llorca, inteligencia vivísima y férrea voluntad, puede, ayudada por Mario y Sigfrido, levantar allí un templo donde se venere el recuerdo del gran escritor.
Un museo, algo así como la casa de Medan de Zola, donde aparezca vivo cuanto recuerde a aquel coloso aventurero, a aquel titán del Levante, de quien un día mediterráneo de estampa se enamoró la muerte, que se había llevado a D'Artagnan—a aquel otro aventurero gentil que fué Gómez Carrillo—como prendada ahora de la masculinidad, de la fuerza y audacia emprendedora de Portos.

DESPEDIDA

V. Blasco Ibáñez viajando entre América y Europa (1910-1914)
Fotografías de Blasco Ibáñez... Evocadoras fotografías que me enseñan Mario, Sigfrido y Llorca. Los originales de las obras inéditas son contemplados y revisados con verdadero amor. Así sus cuadernos de notas, donde tiene apuntadas frases, bocetos, ideas, todo un programa de trabajo en clave que para los demás resulta incoherente e incomprensible. Es una letra clara y uniforme. No se nota cansancio alguno en ella. Hago esta observación y Llorca me dice:
—Es que jamás estuvo cansado de nada. No le he visto nunca aburrido. El día para él tenía pocas horas, y la vida misma le ha resultado corta. Ha muerto sin decir todo lo que tenía que decir, lleno do proyectos de obras que en manera alguna eran de decadencia. Volvía de sus viajes de América sin deseo de descansar, imaginando ya nuevos viajes.
Parece que le estoy viendo en ese sillón hablar y hablar, levantarse continuamente, accionar con todo el cuerpo...
— ¿ Escribía también aquí ?
—Sí; en todos sitios. Llevaba con él los originales y trabajaba continuamente, corrigiendo bastante, porque aunque han dicho que no se preocupaba del estilo, le preocupaba mucho. Y eso que para él escribir era lo de menos. Tardaba mucho en planear una novela. A veces dos años tomando notas, estructurando la obra, y luego dos o tres meses para escribirlas.
Les pido autorización para fotografiar una cuartilla de la obra más interesante que deja Blasco : «El gran Khan», la obra del descubrimiento de América, la historia de la raza española, cuyo fuego él llevaba en el pecho azotado por todos los vientos y batido por todas las inquietudes.

La ultima cuartilla de “En busca del Gran Kan”
 una de sus últimas novelas, publicada póstumamente, en 1929
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Dejo Prometeo, y en la casa a la familia de Blasco, que me ha acogido con una cordialidad sin límites.
El recuerdo del gran novelista muerto está vivo en Valencia. En el café de la Democracia, en la Malvarrosa, en Prometeo, en las calles de la ciudad, siempre señalan un rincón y una anécdota. Allí tuvo el desafío con... Allá dio su primer mitin a los pescadores valencianos...
¡Obra enorme la del escritor y político! Obra principalmente, aparte de su labor literaria, de cultura y caudillaje.
Su figura despertaba apasionamiento y fe.
Con Blasco se ha perdido algo más que un gran escritor: un gran sugerente, un gran espíritu directivo. Lo sabe Valencia, que llora al hijo errante que no ha vuelto de uno de sus viajes.
No se puede decir que ha muerto. Las máquinas de la imprenta siguen repitiendo su nombre y en Valencia se habla de él como de quien un día cualquiera puede volver. Como París ha esperado a Zola hasta hace poco. Como él mismo esperaba a Hugo, el magnífico, cuando en la agonía dijo :
—Que pase... Es Hugo que viene a verme...

César GONZALEZ-RUANO
Año 1928