El siguiente artículo es un fragmento de la décima conferencia, la titulada "El misticismo batallador de los españoles", de una serie de conferencias impartidas por Vicente Blasco Ibáñez en Argentina, en el año 1909.
V. Blasco Ibáñez en el Club español de Buenos Aires, en
junio del 1909
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Señoras y señores:
Lo confieso: jamás he empezado una conferencia con tanta preocupación
y tanto miedo. Quizá una gran parte de vosotros venís con el preconcepto de que
aprovecharé esta oportunidad para insistir en las ideas en cuya defensa he
gastado tanto entusiasmo y tanta energía. No es así. Hablaré de altos
personajes históricos que son santos, dejando a un lado mi juicio sobre la
santidad, para hablar sólo de sus características humanas y del ambiente en que
actuaron.
Otra parte del público pudiera preguntarme por qué he
elegido este tema en que hablaré de personas que no se ajustan a las doctrinas
de que he sido siempre sostenedor.
Respondo: porque esta conferencia era imprescindible entre
las que he venido dando acerca de España, pues hablaré en general del
misticismo, una de las germinas manifestaciones del alma española.
Comprendo que esta es, de todos modos, una conferencia de
peligro; no saldré incólume, sino como los toreros cuando luchan con un toro
superior a sus condiciones. Quedaré «alcanzado», pues me encuentro en esta
ocasión entre dos escuelas antagónicas, y aunque pretenda sostenerme en el «justo
medio», por no hablar como un predicador, seré atacado por unos; y por no hablar como un escéptico, seré
atacado por otros.
Pero sé también que en la vida de todo pensador, de todo artista, hay algo más repugnante que la adulación, y es la cobardía, y que debe importársele menos del juicio general que de sus propias ideas, manifestándolas con sinceridad.
Digo, pues, como los creyentes: Suceda lo que Dios quiera ¡ y entro en la conferencia...
Pero sé también que en la vida de todo pensador, de todo artista, hay algo más repugnante que la adulación, y es la cobardía, y que debe importársele menos del juicio general que de sus propias ideas, manifestándolas con sinceridad.
Digo, pues, como los creyentes: Suceda lo que Dios quiera ¡ y entro en la conferencia...
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Para comprender bien a Santa Teresa de Jesús, hay que conocer Ávila, la ciudad en donde vivió, y que tienta a los escritores y artistas.
Alzase Ávila en una llanura ligeramente ondulada, inmensa, como la pampa argentina, océano de tierra que se besa con el océano del ciclo en los amplios horizontes, sin que la línea oscura de una colina o de una arboleda oculten esa conjunción grandiosa. En tal inmensidad, la distancia, en vez de disminuir los objetos, los agranda: un cordero, en la perspectiva, aparece un caballo, un caballo un elefante, un hombre, un gigante.
Ávila. Vista general, hacia 1900 |
Esta fantasía óptica contribuye no poco en la imaginación
para hacerla creer prodigios, y no deja de ser a la larga una buena escuela
para santos.
Las llanuras inmediatas de Ávila presentan otra particularidad:
están sembradas de masas de basalto negro, como esos bloques de
las pirámides egipcias, y que nadie las creería obra de la naturaleza. Diríase
al verlas que una familia de gigantes se ha entretenido en apedrearse con
riscos. En su amontonamiento informe, semejan dragones espantosos, seres
prehistóricos, rostros de monstruos que asustan al caminante con su mueca
espantosa. Esas masas de piedra contribuyen al ambiente de leyenda, y así se
comprende que aún hoy, Ávila viva en un ambiente legendario.
Es esta ciudad una
de las pocas de España que conservan su recinto amurallado, circundándola 85 torres con almenas.
Ávila. Vista general. 1870 |
El verdadero nombre de Ávila es Ávila de los Caballeros, y
esas torres son de palacios señoriales, y véanse coronadas de grifos, de
animales heráldicos, de emblemas nobiliarios. Cada palacio es una muralla, un
poderoso bastión, que así cada hidalgo contribuía a la defensa de la ciudad. Su
misma catedral parece una fortaleza, en donde los muros y hasta las torres
están almenadas. Sus adornos inspiran la idea de la leyenda; leones de mármol,
con cadenas, y grandes cachiporras, cual la de Hércules, pues Hércules fue
quien, según la tradición, fundó esa ciudad.
Libro de caballería del siglo XVI |
Un buen día, un hermano de Ahumada se sorprendió en la mitad
de un camino, al divisar a dos pequeños que marchaban cogidos de la mano, y
cuyo continente, a pesar de sus pobres vestidos, revelaba la nobleza de su
familia. Avanzó al paso de su caballo y al cruzarse con ellos vio que eran sus
sobrinos Teresa y Rodrigo, que iban... ¿A dónde? i A Marruecos, a la capital
del rey moro! ¿Para qué? ¡Con la
esperanza de que los sacrificaran por la gloria de Jesús!... Ello no resultaba
tan raro en aquella época, cuando los grandes como los pequeños, se ilusionaban
leyendo de continuo los libros de caballería. Los niños fueron conducidos por
su tío a la casa.
Teresa, aprendió a leer y a escribir, aprendió labores, y quedó aún en su infancia huérfana de madre. En sus libros, la santa ha referido las dudas y vacilaciones que experimentó para, abrazar el estado religioso. Bueno es advertir que nunca fue triste ni melancólica, sino de natural alegría y de alma expansiva.
Teresa, aprendió a leer y a escribir, aprendió labores, y quedó aún en su infancia huérfana de madre. En sus libros, la santa ha referido las dudas y vacilaciones que experimentó para, abrazar el estado religioso. Bueno es advertir que nunca fue triste ni melancólica, sino de natural alegría y de alma expansiva.
En medio de su majestad evangélica y triunfal, de fundadora
de orden religiosa y tan severa cual de los carmelitas—y las
Carmelitas—Descalzas, obsérvanse siempre en ellas dos manifestaciones que
recuerdan su infancia: es alegre sin chocarrería y chistosa con elegancia. A
pesar de ser monja denota también sus preocupaciones aristocráticas, del
abolengo. En algunas de sus cartas, en vez de Teresa de Jesús firma Teresa de
Ahumada.
Convento de la Encarnación, en Ávila |
En su primera juventud sintió las tentaciones del mundo, y cuenta en
sus autobiografías cómo influyó en su ánimo una prima suya, afanosa de galas y
cortejos, y cuánto simpatizó con uno de sus primos. Pero tales influencias
fueron pasajeras. Su verdadera afición la llevó a entrar en el convento de la
Encarnación, en Ávila, donde los rigores de la vida conventual, las
abstinencias y las disciplinas, aunadas a su edad temprana, la abaten en crisis
que se ha pretendido explicar equivocadamente.
Usando la palabra que nos sirve para definir ciertas enfermedades
que no conocemos, se ha dicho que Santa Teresa era una histérica. No es cierto;
los doctos hombres que han investigado luego la vida de la monja, prueban que
no es así. Prueban que no era una histérica cuando sufre sus crueles ataques en
los que llega a morderse la lengua; no lo es, tampoco, cuando va por toda
España, recorriendo sus polvorientas carreteras y llegando a todas las ciudades
para fundar conventos.
No es una histérica la que como ella dice á las monjas:
seamos mujeres varoniles y luchemos con fe y energía.
San Francisco de Borja (1510-1572) |
Influyó mucho en la vida de Santa Teresa, cierta visita que
recibió estando en el convento de la Encarnación en Ávila. Fue esta la del que
luego había de ser San Francisco de Borja, descendiente de los Borgias,
caballero de la Corte de Carlos V, que un día al ver el cadáver de la
emperatriz, que él adoró siempre idealmente, comprendió lo deleznable de la
vida y se hizo sacerdote.
Esta visita y el contacto con los jesuitas que se habían establecido en Avila
hicieron que Teresa acrecentándose su tesón y fuerza de voluntad, acometiese la
gran empresa con que siempre soñara.
Esta monja, de tan soñador espíritu, encontró estrecho su
claustro, necesitaba salir de su encierro. Soñó con fundar una orden nueva,
soñó que la orden de Carmelitas Calzadas a que pertenecía, no llenaba bien su
cometido, quería instituir la de Carmelitas Descalzas y ser ella la fundadora
de la orden.
Pero para acometer esta empresa precisábase dinero y ella
carecía en absoluto de numerario. Entonces recibió un auxilio con el que jamás
contara.
Un hermano suyo estaba en el Perú con destino oficial, había
venido a ese rico imperio mandado por sus reyes como persona de confianza, y
este hermano le mandó auxilios en metálico que le sirvieran para fundar el
convento de San José en Ávila. Esto fue a modo de lo que hoy llamamos en política
una disidencia, produciendo en Ávila un verdadero escándalo.
Convento San José, en Ávila, la primera fundación de Santa
Teresa
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Recordemos aquellos tiempos en que sólo había templos,
conventos y oraciones, en que no existía otra distracción que los quehaceres
familiares, el rezo, la devoción, en que aún no habían aparecido los teatros, y
comprenderemos lo que significaba la creación de un nuevo convento. Formáronse
partidarios de uno y otro bando, su nombre empezó a conocerse en Ávila, en
Toledo, en Madrid, y poco a poco se fue conociendo por toda España. Cuando hubo fundado el convento, soñó más; Santa Teresa, no era la monja del claustro: se explica su figura diciendo que fue don Quijote con toca, fue la dama errante.
Así como don Quijote no dormía pensando en los inocentes que
necesitaban el auxilio de su brazo. Santa Teresa sólo vivía pensando en
establecer templos y templos. Lo dice ella en sus escritos: «cada día que pasa
los luteranos nos quitan un templo, yo quiero fundarlo para que no falte la
casa de Dios».
Recorriendo siempre España, encuentra en sus excursiones un
sacerdote aficionado a sus reglas y su orden que tiene algún dinero, unas «blanquillas»
como ella dice, y funda, acompañada de otra monja el convento de Medina del
Campo, entrando a la casa en que había de establecerse la nueva fundación
religiosa a deshoras de la noche, atravesando caminos y calles medrosas y
exponiéndose a una desgracia, pues que en sus alrededores vagaban los toros que
habían de lidiarse en la corrida del día siguiente.
Y esta que fue llamada por un nuncio, la monja andariega, de
una casucha hace un templo, su compañero coloca en un mal altar el sacramento y
a la mañana siguiente los vecinos asombrados se encuentran con un nuevo
convento. Convento en el que, como la misma Santa Teresa dice, podían las
monjas oír el sacrificio de la misa sin salir de sus celdas y presenciándola
por las rendijas y grietas de las viejas paredes y carcomidas puertas.
¡A qué seguir! Podría contaros muchas otras fundaciones hechas por la santa, con las que se demuestra su carácter quijotesco, pero sería repetir episodios y alargar demasiado esta conferencia.
¡A qué seguir! Podría contaros muchas otras fundaciones hechas por la santa, con las que se demuestra su carácter quijotesco, pero sería repetir episodios y alargar demasiado esta conferencia.
Hay, sin embargo, algo que contaros y que ella dice en una
de sus páginas, describiendo una noche en Salamanca y que hace recordar a Guy
de Maupasant.
Va, en efecto, una noche a Salamanca ocultamente, y llega a
una casa solamente habitada por estudiantes. El dueño los arroja a la calle
pata dar posada a la santa y a una compañera de viaje, y quedan solas las
monjas en aquel caserón, palacio antiguo, que hace pensar en cuentos de brujas.
En esa página por ella escrita así lo dice.
Metiéronse las pobres mujeres en una habitación donde se
habían tendido unos puñados de paja, llenas sus paredes de grietas y sus
ventanales rotos, por los que entraba el viento silbando y bramando, haciendo
pensar en apariciones de almas y fantasmas. Era la noche de Ánimas; todas las
campanas de la ciudad doblaban hiriendo el espacio con sus melancólicos
tañidos, llevando el pavor y el miedo a los ánimos más templados. La monja compañera de Santa Teresa pensaba en los
estudiantes, en que podían volver, en que quizás las echarían y así lo
comunicaba a la Madre Teresa de Jesús; ésta la consolaba, la reducía con sus
consejos y su fortaleza; pero tal era el
pavor de aquella monja, que llega a decirle: «Y si yo me muriera, ¿qué harías
vos con un cadáver toda la noche?»
Santa Teresa vuelve a sus consejos, y al fin le dice: «Durmamos,
hermana, desechad esos temores y que Dios sea con nosotras».
Muchas veces en la vida, lo que no hace el marido lo hace la
mujer; pues bien, esa era la suerte de Santa Teresa, y por eso recorrió toda la
península en aquella época en que los caminos los llenaban hombres de todas
clases y, por cierto, no modelos de caballeros honrados y galantes.
Imaginaos los conflictos que tendría que vencer, imaginaos
su santa inocencia y sus grandes deseos de fundar conventos y templos donde los
hombres adoran a Dios, su amor puro y casto.
Manuscrito de Santa Teresa |
En cuanto a Santa Teresa, considerada en su estilo literario, no creáis que ella sea un modelo clásico. Tenía pocas letras. Una vez le escribía la priora de un convento, hablandolo de asilos. Y la fundadora de la orden contestábale: « ¿Qué es eso de asilos? Sea usía menos letrera y dediqúese á cosas convenientes».
Escribió infinidad de cartas de lenguaje popular, no tabernario, sin duda, pero sí en el castellano rudimentario de los vecinos de Ávila, y en esas cartas, cuando se dirigía a las monjas, hay plebeyismos cual las palabras que he citado, y frases minuciosas como para hacerse entender bien. Pero en sus obras «Camino de Perfección», «Castillo Interior» y otras, su astro se arrebata, se enciende, vuela y resulta en su encantadora espontaneidad una inmensa artista. Tiene toda la gracia de la salud moral en el primer libro que relatando su vida escribió, por mandato de su confesor.
Llamado camino de
perfección, edición 1588
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Ana de Mendoza y de la Cerda,
princesa de Éboli (1540 - 1592)
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Las señoras de la
corte pidiéronle ese libro para conocerlo, y lo prestó ella a la duquesa de
Alba y a doña Luisa Mascareñas. Esta lo leía sola; pero había en la corte una
dama, la princesa de Evoli, delgada, menudita, fina, movediza, vivaz y
graciosísima, que era a la manera de un vistoso colibrí, la única persona que
desarrugaba el ceño de Felipe II, llevando como un rayo de sol a aquel carácter
lóbrego como una caverna. Y esa señora, al ver que doña Luisa Mascareñas y la
duquesa de Alba admiraban a la monja que escribía y que iba de ciudad en ciudad
y de aldea en aldea fundando conventos, creyó deber imitar a esas otras damas
de la nobleza y se hizo amiga de la fundadora, a quien perturbaba con sus revolteos
de faldas y con la mirada brillantísima de sus ojos, que para mayor gracia eran
uno azul y el otro negro. Deseó conocer la vida de la santa, que le dio su
libro, y a las cuatro o cinco páginas se cansó de la lectura, abandonándolo a
los pajes, que se reían del manuscrito. La de Evoli sintió capricho por fundar
algún convento ella también, y aunque a Santa Teresa le era poco simpática,
accedió a que le ayudara a fundar un convento de su orden en el pueblo de
Pastrana. Murió el paciente marido de la de Evoli, llamado Ruy Gómez de Silva,
y su viuda se entregó al mayor dolor y entró en el convento. Santa Teresa
exclamó: «Monja la princesa, se acabó el convento». La de Evoli púsose ceniza
en la cabeza el primer día y lloró desesperada; el segundo se lo pasó en el
locutorio, y al tercero ya exigía que las monjas le hablaran puestas de
rodillas, porque ella era de alta alcurnia.
Santa Teresa rompió sus relaciones con la de Evoli. Esta, en
venganza, la denunció a la Inquisición, culpándola de actos heréticos, y así fue
como la mujer más notable que ha tenido la Iglesia católica estuvo sufriendo
bajo el poder inquisitorial no menos de nueve años, hasta que por fin
reconocieron su inocencia. Había adquirido tanta fama como propagandista, que a
tiempo de producirse la lucha entre las carmelitas calzadas y las descalzas, un
nuncio, hablando de Santa Teresa, dijo que iba en devaneos por el mundo.
Otro gran amigo de la santa fue San Juan de la Cruz, poeta
eminente del catolicismo.
Diré como lo conoció: quería la Madre Teresa hacer una
fundación de hombres. Un día se presentaron a ella dos frailes. El uno era
grande, alto, fornido, pudiera decirse que gigante de los frailes; el otro, por
el contrario, chico y menudo, sonrosado, de rostro soñador. Era aquel fraile
grande Eveti; el otro San Juan de la Cruz, y al comunicarles sus deseos,
exclamó la santa: «Ya tengo fraile y medio».
San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús
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Santa Teresa quería a Juan de la Cruz como madre amantísima,
era mucho mayor que él; el fraile la adoraba con pasión férvida, ideal y divina.
Y a tal punto, que cuando estaba perseguido y encerrado en los calabozos de la
Inquisición de Toledo, recordaba siempre, en medio de sus tormentos, a su
santa, y preguntaba si ella había sido también perseguida.
Santa Teresa de Jesús. Óleo siglo XVII,
anónimo (copia de
José Ribera)
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No creáis en esa Teresa que algunos os han presentado, no;
Teresa era alegre, con la alegría sencilla del artista, del escritor que
después de su trabajo desea expansión y recreo.
En San José de Ávila se enseñan las castañuelas, panderos y
otros instrumentos que ella se complacía en enseñar a tocar a sus compañeras de
claustro, en los ratos de ocio. Ella dijo que las almas santas necesitaban
santas alegrías.
Santa Teresa, al hacerse una figura europea, ha pasado por
las descripciones de todos los artistas, especialmente de los franceses,
que la hicieron una dama medioeval, de cara larga y pálida, de mirar triste, de
manos de cera. No es verdad.
Yo estuve en la casa donde se crió la santa, he visto su
báculo y, aunque no soy bajo, me queda sobrado. He visto una suela de sus
sandalias, y es harto pequeña. Era lo que se llama en castellano una buena
moza.
Tengo el retrato que hace de ella el padre Rivera, su contemporáneo,
y en que parece verse a la santa: alta, agraciada, de ojos no grandes, pero
tampoco pequeños, de sonrosado color y cabello castaño, algo rizado.
El padre Gracián, su confesor, añade que no fue fea y que el
único retrato que se conserva de ella lo hizo a los 60 años, y por orden suya,
un fraile pintor muy malo que había en un convento de Sevilla y que le llamaban
fray Juan de las Miserias. Y aquí una anécdota que demuestra bien a la mujer, aunque
sea santa. Cuando Santa Teresa vio su retrato terminado, dijo a fray Juan: «Dios te perdone, hermano, lo que me has hecho sufrir para pintarme fea y
legañosa».
Y es que la mujer, como las bellas artes, deben siempre ser hermosas.
Santa Teresa de Jesús. vista por Fray Juan de la Miseria |
La fama de Teresa de Jesús se había
difundido: ya sabéis lo que sucede a los que quieren sobrevivir. Las grandes
figuras no se enteran de que decaen sus facultades, por eso veréis que los
últimos días de los grandes hombres son días tristes. El mundo parece harto de
su gloria. Después de muerto renace la gloria y el respeto.
Las mismas superioras vivían en continua batalla con esta
vieja que se metía en todo y todo quería arreglarlo, y hasta se desataban en
improperios. Un confesor la denunció nuevamente, aunque sin resultado, a la
Inquisición. Entretanto, Teresa de Jesús, que en una caída se había roto un
brazo y seguía, manca y todo, visitando unos y otros conventos, fue enviada,
con una compañera, á Alba de Tormes. Durante el viaje sufrió frío, pasó
veinticuatro horas sin comer, y al poco tiempo de llegar al convento, se murió.
Así terminó su vida la que la Iglesia había de santificar llamando Santa Teresa
de Jesús.
Y diré lo que representa para la literatura Santa Teresa.
Grandes literatas ha habido, pero las supera esta escritora, por no tener cono
ellas ni el artificio de la profesión ni el deseo de renombre. En la
inteligencia de esta mujer, quizá la más grande inteligencia de mujer, todo es
tan suyo como la vegetación de las montañas. Es inmortal Santa Teresa y se ha difundido
su obra, inmortal también, pero que fue tan del momento, tan de la naturaleza,
como el canto del ruiseñor, que no sabe siquiera si le oyen; como el aroma de
la flor, que lo esparce sin advertir que encanta a quien lo aspira.
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