El joven Vicente Blasco Ibáñez |
En 1888 V. Blasco Ibáñez tenía 21 años y estaba terminando la carrera de Derecho en la Universidad de Valencia.
Años antes, en plena adolescencia, había iniciado su actividad literaria con varios cuentos inspirados en leyendas históricas, publicados en los almanaques valencianos de la época (desde1883) o en la revista Ilustración ibérica de Barcelona (1885).
En 1887, cuando el joven Blasco entraba como redactor en El Correo de la tarde del antiguo diario El Correo de Valencia, se editaban sus dos libros: “Fantasías – legendas y tradiciones” y la novela histórica “El Conde Garci-Fernandez”.
El siguiente año, en la misma colección, Biblioteca de El Correo de Valencia, aparece su primer tomo de novelas cortas, inspiradas “en la sociedad contemporánea”, creaciones literarias que lograron ganar el aprecio y la admiración de Teodoro Llorente, importante personaje de la cultura valenciana de aquella época:
“La pluma de Boix y de Pizcueta la ha recogido Vicente Blasco é Ibáñez, escritor joven y brioso, de imaginación ardiente y espontánea factura, como ellos.
En paralelo, durante la época universitaria, Blasco iba consolidando también su ideología como futuro agitador republicano, estrenaba sus dotes de orador y tribuno de masas pero además, comprobaba que su mejor arma para la actividad política debería de ser la pluma.
El siguiente articulo, una evocación a la Revolución francesa según su prisma, fue publicado en el Almanaque del 1888 de El Correo de Valencia; se mencionaba que: "Este artículo forma parte de una serie que, con el título de Los obreros de la Revolución, se propone publicar el autor".
EL EJÉRCITO DE LA REPÚBLICA
Almanaque de El Correo de Valencia
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Cuando se estudia atenta y detenidamente esa grandiosa y trascendental conmoción que figura en las páginas de la Historia con el nombre de Revolución Francesa; cuando el espíritu se abisma en la contemplación de aquellos caracteres sobrehumanos a fuerza de ser enérgicos, y de aquellos hechos unas veces sublimes y otras horripilantes, aunque siempre gigantescos, no se puede menos de admirar al mismo tiempo que al pueblo al ejército de aquella época, organismo glorioso sin precedente en los pasados siglos y ejemplo vivo de lo que puede el entusiasmo y el amor a la patria.
Nada tan original en su nacimiento y tan feliz en sus resultados
como el ejército de la República.
Surgió, como el mundo, del caos, de la nada, teniendo por
único creador a la tumultuosa revolución, y por autoridad organizadora la
imperiosa necesidad y el deber común de salvar a la patria, y fiel a su
nacimiento y a la madre que le dio sus pechos, comenzó por romper todos los empíricos
sistemas de guerra, y fue tumultuoso y sublime en sus combates, imitando a su
mismo pueblo que atronaba el espacio junto a la lúgubre guillotina, y mojándose
los brazos en la sangre de un rey, auguraba una
nueva época que ponía bajo la égida del progreso y la fraternidad de todos
los humanos.
Al leer en la página de la epopeya trágica del pasado siglo
los hechos de aquel ejército que, miserable y mal organizado, resistía el
empuje de todas las potencias europeas coaligadas, no se puede menos de sentir
ese estremecimiento precursor del entusiasmo y admirar a aquellos hombres,
héroes oscuros, que corrían a las fronteras para oponer varonil valla al poder
del antiguo régimen, y lograr de este modo que en París fermentara hasta el último límite aquella revolución
comenzada en la Bastilla para utilidad de todo el viejo continente, y cuyo
término todavía no hemos visto.
El ejército de la República cumplió con glorioso éxito una
misión sobrehumana.
La revolución necesitaba de dos brazos, el reformador, el
guerrero; y mientras en el seno de la Convención se ponían en práctica aquellas
tablas de la ley cívica, conocidas con el nombre de Derechos del hombre, se
derogaban los odiosos privilegios feudales y se inauguraba el reinado de la
libertad en todas sus manifestaciones, aquel miserable ejército de hijos del
pueblo (semejante al paladín de la Edad Media que, con el nombre de su dama en
los labios, combatía en el palenque para sostener la hermosura de aquella)
batallaba en las fronteras de Francia, si no en los reinos vecinos, haciendo
vibrar el aire con los marciales sones de la inmortal Marsellesa, y enseñando al mismo tiempo a los pueblos, esclavizados
por los pequeños tiranos, la sublime bandera de la redención.
Batalla de Jemappes, 6 noviembre 1792
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Cuando se estudia la historia y se consideran los mezquinos principios de aquel colosal ejército, es cuando más se le admira.
No tuvo otro aprendizaje que las inmortales jornadas del 14 de julio y el 10 de agosto. La toma de la Bastilla y la de las Tullerías fueron sus sargentos instructores.
De aquellas compactas muchedumbres que, mal armadas y peor
dirigidas, asaltaron la fortaleza, personificación material del despotismo, y
el palacio, fiel reflejo de la suntuosidad monárquica, salieron aquellos
soldados que sirvieron los cañones de Valmy o cargaron a la bayoneta en
Jeumapes; y los que en aquellas jornadas tal vez blandiendo un tosco garrote o
un sable enmohecido se arrojaron sobre las compactas filas de los suizos,
fueron los generales que pocos años después vencieron a los famosos guerreros
reputados como únicos poseedores de los preciosos secretos tácticos del Gran
Federico.
Revolución francesa; la toma de Bastilla
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En las guerras que
sostuvo el ejército de la República jamás se emplearon sistemas salidos
de las escuelas o meditados por los Estados Mayores.
Amoldándose siempre a
la elasticidad del pensamiento humano y confiando en la prontitud de la
imaginación y el seguro golpe de vista, los generales aguardaron en toda
ocasión que las circunstancias les inspirasen su conducta en cada batalla,
usaron un nuevo método en cada una de ellas, y solo como base fundamental
tuvieron un mismo principio, el de acometer, aturdir, acosar al enemigo antes
de que pudiera darse cuenta de ello, tomar las baterías, destruir las
posiciones, aunque para ello tuvieran que quedar por el suelo batallones
enteros, y siempre prefirieron ser la maza que tritura y quebranta al broquel que
resiste y detiene los golpes del contrario.
Cuando se consideran los medios de que disponía aquel
ejército, es cuando brilla más la aureola de gloria que le circunde.
Nacido de la nada, como antes hemos dicho, sufría las mismas
necesidades que el niño que viene al mundo en una noche de invierno.
Faltábanle esos mil elementos propios de los ejércitos
disciplinados detenidamente, y desde la administración que velara por un
estómago hasta el parque que le proporcionara armas y municiones, carecía de todo.
Tenía generales que le conducían a la victoria como Dumoriez
y Hoche; pero carecía de zapatos, de uniformes y de buenas armas, y muchos días
se consideraba dichoso por tener un negro pedazo de pan que llevar a la boca.
París defendido por el pueblo, noche del 12 al 13 de julio
1789
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Aquellas gloriosas divisiones, aquellas medias brigadas
republicanas, tan célebres en las historias, a aparecer hoy en día y desfilar
ante los ejércitos modernos, podrían ser muy bien confundidas con numerosas
gavillas de salteadores destrozados por una continua existencia de persecución.
Los hombres que corrían a morir por la República vestían
uniformes sucios y harapientos propios de los mendigos; sus sombreros, a fuerza
de usados, habían adquirido una forma extraña; sus correajes estaban recosidos
por mil partes, y muchas veces, viéndose
descalzos, la imperiosa necesidad les sugería el medio de cubrirse los
pies con hierba, que atada a las piernas por cuerdas suplía deficientemente la
falta de zapatos.
Tales soldados oponía la república francesa a la brillante
caballería prusiana, a los opulentos emigrados de Coblenza, y a los regimientos
austriacos de aspecto elegante hasta en el mismo campo de batalla.
Y si del estudio de los medios con que contaba el ejército
de la República se pasa al de los hombres que lo componían, no se puede
menos de redoblar la admiración.
Híbrido aspecto era el que presentaban los batallones
franceses. En sus filas se veían hombres de las clases y edades más
antitéticas; junto al pillete parisién de pies descalzos y eterna sonrisa,
marchaba el anciano de aspecto grave que
apenas si podía sostener el peso del fusil, y codeándose, marchaban el sesudo
campesino, el violento orador del club y el tendero de París, ansiosos todos de
derramar sangre por aquella revolución, a cambio del título de ciudadanos y
hombres libres que les había dado.
Y tales hombres, que por primera vez habían oprimido un
fusil entre sus manos, que no poseían el menor rudimento de ciencia militar y
apenas si sabían marchar en alineada fila, se batían con los ejércitos de los
reyes, compuestos de soldados de profesión con el corbatín al cuello toda la
vida y habituados a obedecer la voz de sus jefes con la prontitud de un
autómata, y de aquellos viejos granaderos prusianos (últimos restos de la
gloria del gran Federico) que durante el combate permanecían graves y silenciosos como
esfinges egipcias, pero que al señalarles sus antiguos generales las posesiones
enemigas, caían siempre sobre ellas compactos con la velocidad y la fuerza de
un ariete devastador.
La Libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix
. 1830
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Inmensa era la diferencia que existía entre ambos ejércitos, y sin embargo, el
aliado, a pesar de su aspecto brillante, sufrió descalabro tras descalabro, y
el duque de Brunswick, aquel guerrero reputado por todas las naciones como el Agamenón
del siglo XVIII y como único poseedor de los preciosos
secretos del César prusiano, fue vencido por Dumoriez en Valmy en Jeumapes y
por Hoche en Landan, teniendo que retirarse con la vergüenza de haber sido derrotado
por un general de veintiséis años, que meses antes todavía era un oscuro
oficial de media brigada.
Y tales milagros solamente se obraron mediante aquel sublime
espíritu que parecíacernerse sobre los batallones franceses.
El grito de ¡Viva la nación! y aquella Marsellesa, cantada al rítmico compás de la marcha de los
ejércitos, fueron las palabras mágicas que daban nuevo empuje a los brazos y
arrojaban por las puntas de las bayonetas eléctricas corrientes de patriótico
entusiasmo.
El ejército de la República alcanzó siempre la victoria,
porque más que soldados, los que formaban en sus filas eran ciudadanos atentos, antes que a las
voces de mando de los generales, a lo que les dictaba su corazón repleto de
entusiasmo.
Muchos son los militares rutinarios y ordenancistas que os
dicen: «Dadme un ejército cuyos soldados obedezcan como máquinas y venceré. No es necesario que el soldado tenga
ilustración y siempre es nocivo que tenga conciencia de sus actos, pues esto le
priva de funcionar como una máquina».
Ilustración de La Bandera federal, publicación fundada por Blasco en 1889 |
Las guerras de la República se encargan de dar un mentís a
tales afirmaciones.
Aquellos ejércitos estaban compuestos de elementos
heterogéneos y poco aptos – ¿por qué no
decirlo?– a sufrir la disciplina
militar. Dentro de ellos se albergaban los batallones formados en los ruidosos
clubs, los nacidos en los barrios de París, siempre favorables al motín, los
creados con hombres salidos de las revueltas populares y acostumbrados a cumplir lo que les
aconsejaba su omnímoda voluntad; sus
comandantes formaban el día anterior en
sus filas como simples soldados; no existía entre los jefes y los individuos
ese prestigio tradicional que da la diferencia de cuna y posición; el recluta y
el voluntario se tuteaban con el oficial que había sido su compañero en las
jornadas revolucionarias, y a pesar de todo esto, aquellas brigadas limpiaban
de enemigos las fronteras de Francia, y arrojaban desbandados, más allá de los Vosgos,
de los Alpes y de los Pirineos, aquellos poderosos ejércitos unificados por el
feudalismo y la preponderancia militar de Francia, Austria y España.
¿No hay que admirar, pues, en vista de esto, a aquel
ejército de la República? ¿No hay que saludarle como único ejemplo de
la Historia?
La Revolución Francesa fue original y grandiosa hasta con
sus soldados.
El ilustre Carnot, desde París, y con la vista fija en el
mapa, aconsejaba a los ejércitos, y estos verificaban aquellos movimientos que,
por su novedad inesperada, forman época
en la historia.
En aquellos tiempos Francia tenía un ojo de Argos, que era
Carnot, y un brazo de Hércules, que era el ejército.
Del seno de este partieron esas frases que, por lo concisas
y sublimes, parecen propias de los héroes griegos.
Un general de la República, Dumoriez, pronunció unas
palabras que revelan una voluntad de hierro, dirigiéndose a sus soldados que se
quejaban por la falta de víveres: « ¿De qué os quejáis? ¿No tenéis harina? Pues
haced galletas y sazonadlas con libertad».
Otro general, el intrépido Marceau, al terminar la defensa
de Verdún, fue el autor de una contestación
que revela un patriotismo a toda prueba y un inextinguible deseo de
servir a su país: «Héroe –le decía un
representante de la Convención–, ¿qué quieres que la patria te dé a cambio de
tus servicios? —Solo quiero que me devuelva mi sable».
E iguales frases salieron de la boca de todos aquellos
sublimes guerreros, porque las palabras de los hombres siempre son fiel
trasunto de la época en que vivieron.
Aquel glorioso ejército produjo algo más imperecedero que
grandiosas frases; legó a la historia los nombres de Dumoriez, Kellerman,
Westterman, Hoche, Pichegrú, Saint-Just,
Jourdan, Marceau, Ferrand, Kebler, Moreau, y otros más que recordaron con sus hechos
a los héroes del mundo antiguo, si bien llevaron sobre estos la ventaja de luchar por una empresa
tan grande como la regeneración política de la humanidad.
El ejército de la República dejó a algo más tras de sí, pues legó a la Francia del siglo XIX el ejército napoleónico, que paseó su triunfante águila por todas las naciones europeas.
Napoleón Bonaparte en el puente de Arcole 1796
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Él fue como el campo de
experiencias, como el taller de aprendizaje de aquellos soldados que marcharon
de batalla en batalla tras el caballo del emperador. En su seno se formaron
aquellos generales y aquella guardia imperial, verdadera agrupación de veteranos
Martes, y toda la grandeza que respiran las huestes bonapartistas es prestada a
la que era peculiar y propia del ejército de la República.
Murat, Ney, Bernadotte,
y todos aquellos célebres generales de
Napoleón, recibieron su bautismo de sangre en los batallones
republicanos.
Y aun el mismo Bonaparte, cuando se le considera desprovisto
de aquel ambiente casi divino que adquirió en las altas regiones a que supo
elevarse, ¿qué fue? Un simple soldado de la Revolución, cuya suerte consistió
en saber sobrevivir a sus compañeros.
Cualquiera de los generales jóvenes de la República
demuestran una grandiosidad igual a la del célebre corso y una superioridad moral mayor, pues se presentan en la historia desprovistos
de toda ambición personal, sencillos y humildes como los héroes clásicos, y
atentos solo al bien de su patria.
Si el sublime Hoche no hubiera muerto en la flor de su
juventud, Francia de seguro que no registraría en su crónica un emperador ni la
Europa habría sufrido la opresión de un heroico ambicioso. La más gloriosa
etapa de la vida de Bonaparte es aquella en que era un modesto general de la
República.
Las dos célebres y tan sabidas alocuciones de las pirámides y de los Alpes, jamás fueron
imitadas por las otras que pronunció en los tiempos en que era reconocido por
el soberano de Europa.
La primera parte de su vida fue la más gloriosa. Entonces estuvo a la altura de sus compañeros;
en el puente de Arcole y en Egipto fue un héroe, un guerrero con honores de
Dios; después fue simplemente… un emperador.
Si grandiosidad tuvieron sus empresas de dominación, si para
ellas tuvo ejércitos grandiosos, se lo debió todo a la República, de cuyo seno
había salido.
El esplendor divino con que
se encubre es un jirón arrancado al manto de gloria en que yace envuelto
el cadáver del ejército de la República. Pero ha sucedido una cosa que marca la
injusticia con que muchas veces proceden los hombres al prodigar su admiración.
El falso esplendor del ambicioso ha oscurecido la venerable
figura del patriota; el aventurero ha eclipsado al ciudadano.
Hoy los ejércitos imperiales excitan más el recuerdo de los hombres que el ejército republicano;
los que combatieron por ambición y
atropellando todo derecho, son más admirados que los que derramaron su sangre
por abrir a la humanidad nuevos horizontes.
César merece más asombro que Cincinato, y el mundo demuestra su fondo de
frivolidad y ligereza, rindiendo culto antes que al padre grandioso que fue
humilde, al hijo espúreo que fue esplendente.
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ, 1888
V. Blasco Ibáñez con N. Salmeron, después de la Asamblea Magna de la Unión
Republicana. Madrid, 25 de marzo 1903
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