viernes, 18 de octubre de 2019

ARIADNA - un relato inédito




ARIADNA, es una narración breve escrita por V. Blasco Ibáñez en 1919, pero desconocida al lector español durante los últimos cien años. Al parecer fue publicada únicamente su versión en inglés; ilustrada por J. Allen St. John, aparecía en agosto de este año, en The Green Book Magazine, la revista mensual de The Story-Press Corporation de Chicago.

Vicente Blasco Ibáñez en 1919
Ya había pasado un año del lanzamiento, en Nueva York, de The Four Horseman of the Apocalypse – la versión en inglés de la novela de Blasco – cuyo vertiginoso éxito había superado rápidamente todas las expectativas y había convertido al autor en un famoso personaje para el público americano. Aunque Blasco no llegaría a los Estados Unidos hasta finales de octubre del 1919, la prensa del país promocionaba continuamente su obra y, desde enero, había comenzado a incluir en sus páginas creaciones literarias cortas del novelista. Así, numerosos cuentos y relatos de V. Blasco Ibáñez suscitaban la atención del público estadounidense motivando, aún más, la admiración hacia el valenciano. Eran narraciones que, anteriormente, habían sido publicadas en su versión original por la prensa española o, recopiladas por las editoriales, formaban parte de las conocidas colecciones de cuentos del escritor. Algunas eran creaciones recientes, inspiradas en la Gran Guerra, mientras que otras correspondían a la producción literaria de la etapa de juventud del autor.

Ariadne es la excepción; según parece, nunca se ha publicado en español. Ahora, que ya ha pasado un siglo desde entonces, lo publicaremos en este blog y, como no disponemos del original en español, se reproducirá la correspondiente traducción a partir de su versión en ingles.  
   
ARIADNA

por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
(The Green Book Magazine, agosto 1919, pp. 33-34 y 109)

Georges de Sommiére había abandonado París con la intención de reunirse con cierta dama en Florencia. La señora era Teresa, la condesa Olivieri, con quien había estado durante cinco años en relaciones de estrecha intimidad. Interrumpió su viaje en Niza para darse un descanso y ver a algunos amigos que pasaban el invierno allí. Sommiére era un soltero de treinta años, bien educado, rico y agradable; sin embargo, no estaba dentro de lo común; por el contrario, era un idealista de un estilo singularmente romántico, y esto lo hizo enormemente atractivo en una sociedad donde el entusiasmo era cada vez más raro.
Se hizo extremadamente popular en Niza, y le gustó la sensación, pretendiendo que durante estos pocos días estaba disfrutando de la irresponsabilidad propia de un soltero alegre.
Niza. Cartel publicitario de la época.
Como la cadena que le unía a Teresa Olivieri era casi matrimonial, y ahora que estaba a punto de reenlazarla, se divertía interiormente con la fantasía de que estaba tomando su copa de adiós a la libertad.
Indudablemente, Georges aún sentía un sincero afecto por la condesa, pero su amor por ella, después de haber comenzado siendo una autentica gran pasión, ahora había llegado a un estado más frío en el que la ausencia no parece tanto una privación dolorosa como un intervalo de descanso.
Teresa era una rubia veneciana de ojos oscuros, sutil y fascinante, imperiosa y apasionada, la mujer de quien los hombres dicen que te da momentos de éxtasis para horas de disgusto. Era una hechicera, en cuerpo y alma, pero el aroma embriagador del amor respirado de su persona era como el de ciertas flores tropicales, abrumando y aturdiendo a quienes lo inhalan durante demasiado tiempo. Lejos de ella, Sommiére experimentaba una inconfesable sensación de alivio; era solo cuando volvía a estar con ella que el encanto recuperaba poder, y él se tornaba su prisionero en cuerpo y alma. En sus venas, Teresa había infundido un filtro sutil que perdía su efectividad a distancia, pero convertía a Georges en su esclavo y su propiedad en el momento en que sus ojos se encontraban con los de su Circe.

Garden party en los años 20.






Mientras Sommiere estaba en Niza, sus amigos lo llevaron a un garden party ofrecido por un americano en una de esas adorables villas donde los jardines descienden desde la colina hasta el mar a través de huertos de limoneros y exuberantes túneles de rosas. Una banda de músicos gitanos, oculta detrás de un seto de azaleas, tocaba un czardas. El aire, vibrando con la música, estaba impregnado de los aromas de primavera; por encima de los rosales florecidos se vislumbraba un cielo de un azul demasiado sublime para las palabras, mientras que, a través de los arcos verdes, el mar resplandecía con un brillo igual de azul que el cielo y tornasolado de zafiro. Fue en uno de estos paseos adornado de flores donde Georges de Sommiere se encontró cara a cara con una mujer joven, esbelta, frágil y exquisitamente bella; tenía ojos violetas y una espléndida cabellera castaña recogida sobre el cuello. La primera vista le causó un fuerte impacto. Su figura parecía irradiar un perfume de fascinación poética; sus grandes ojos eran puros, abiertos y confiados como los de un niño. Ella era como uno de esos lirios de montaña que brotan junto a los glaciares, cuya belleza salvaje y color ideal tienen algo tan virginal que dudamos en arrancarlos.

Arcos de rosales en el jardín de Fontana Rosa
Sommiére pidió ser presentado y se enteró de que la joven era de origen griego y se llamaba Helen Michalis. Toda esa tarde apenas se apartó de su lado, aprovechando la libertad de flirtear tan fácilmente concedida por la sociedad cosmopolita de la Costa Azul. Cuando quería, Georges era un interlocutor fascinante, y en esta ocasión puso toda su alma a su conversación. La joven sintió el atractivo de este hombre ingenioso y entusiasta: con una franqueza no estudiada que era la esencia de su carácter, le dejó ver que estaba encantada; y luego, a su vez, descubrió ante él su alma ingenua. Cuando se separaron, era como si ya fueran viejos amigos.
Sommiére solicitó formalmente permiso para visitarla, y ella le dijo que siempre estaba en casa entre las cinco y las siete. Él fue al día siguiente y al siguiente; olvidó que era esperado en Florencia; Teresa Olivieri parecía retroceder en una niebla muy lejana donde se iba borrando y se perdía. Georges ahora solo pensaba en esta frágil alma virgen del romántico Oriente, en cuyos ojos puros y dulces había mirado con una nueva devoción bajo los arcos de rosas de Beaulieu. Él no le hablaba de amor con palabras, pero había en su voz y en sus ojos una suavidad tan seductora que Helen Michalis no podía entenderlo mal; hace mucho que se sentía completamente conquistada por la calidez de su simpatía y, cada vez que venía, lo recibía con una estrechez de mano más confidencial.
Una noche, cuando le agradecía su visita, añadió lo conmovida que estaba por su atención, y Georges ya no pudo contenerse. La atrajo hacia él, la apretó contra su corazón y le confesó que la adoraba, diciendo que ella le había enseñado el verdadero significado del amor y a ella, con mucho gusto, le dedicaría toda su vida.
Con el impulso de una niña confiada, Helen apoyó su cabeza sobre el hombro de su amado.
—Yo también, desde ese primer día, me sentí atraída por ti, y no hay nada que pueda desear tanto como ser completamente tuya. Pero, por desgracia, no soy libre! Estoy casada en Rumanía con un hombre a quien detesto; nos hemos separado de mutuo acuerdo.
— ¿No puedes divorciarte de él?
—Siempre lo he rehuido por mi familia, que teme al escándalo de los tribunales.
—La vida es injusta — suspiró Sommiére. — Oh, ¿por qué no nos encontramos cinco años antes?
Y correspondiendo a la confianza de Mme. Michalis, él le confesó su vínculo con la condesa Olivieri.
—Entiende— dijo él al concluir—que yo también estoy medio casado. Pero a pesar de que será lamentable causarle dolor a la compañera de estos últimos años que todavía me ama, no debería dudar ni un momento en romper este enlace, ya que en el futuro no podré amar a nadie más que a ti.
Por inocente que sea una mujer, sigue siendo una mujer. Cuando Helen Michalis se enteró de que tenía un rival, una rival que era, a la vez, celosa y apasionada, sintió un ansioso deseo de reinar como la única dueña del corazón de Georges de Sommiére. Sus celos recién nacidos alteraron todo la gama de sus sentimientos; y el futuro, al que una vez se había resignado, ahora parecía imposible. En resumen, se dejó convencer y prometió solicitar el divorcio. Georges, por su parte, juró emplear el tiempo en las formalidades judiciales requeridas para resolver la ruptura definitiva con Teresa Olivieri.
Helen se dirigió inmediatamente a Bucarest para poner en marcha la ley; y como puede imaginarse, Georges evitó cuidadosamente continuar su viaje a la Toscana.

Centro de Bucarest. (1910-1920)

En lugar de eso, se regresó y viajó hacia el norte, escribiéndole todo el tiempo a la condesa las más elaboradas disculpas sobre urgentes negocios que le reclamaban en París. Conocía demasiado bien el temperamento de Teresa como para revelar repentinamente el cambio transcurrido en sus sentimientos; la creía capaz de venir directamente a París para pedirle cuentas, y estaba ansioso por evitar a toda costa un conflicto personal con ella, teniendo la sospecha de que, si llegaba, él podría no resultar como vencedor. Prefería hacer las cosas con cuidado y no dar el golpe final hasta la víspera de su matrimonio.

París, hacia 1920.
En consecuencia, Georges se inclinó por el engaño de extender su correspondencia, explicando ampliamente cómo sus negocios le retendrían en Francia hasta el final del otoño, y poco a poco, fue modificando astutamente el tono de sus cartas desde la nota de amor a la nota de amistad. Pero una mujer enamorada no es fácil de engañar, y la transformación no fue del gusto de la ardiente condesa. Se puso tan inquieta como un caballo que olfatea un peligro oculto; regañó a Sommiére por sus frías cartas; revelo su sospecha y amenazó con viajar por él a París, lo que tanto había temido. Y estaba a punto de llevar a cabo su amenaza cuando, por fin, Georges recibió la tan deseada carta que esperaba de Helen, para decirle que su asunto estaba resuelto, que ahora había regresado a Niza como una mujer absolutamente libre y lo esperaba allí.
Sommiére decidió poner fin de inmediato al odiado engaño que se había impuesto. En una carta llena de delicados eufemismos, que un hombre galante sabe usar para romper con una mujer, confesó a Teresa que estaba a punto de casarse. Imploró su perdón por la ruptura de un enlace que él atesoraría como el más dulce recuerdo, y expresó la esperanza de que si sus relaciones se volvieran menos íntimas, aún podían conservar una amistad sincera y cordial. Habiendo confesado así, se subió al tren de Niza, y la noche siguiente estaba estrechando al corazón a su bella novia de ojos violetas del este. 
Esta vez Georges encontró a Helen libre, feliz y cariñosa; y durante los precipitados preparativos para la boda, la pareja de los verdaderos enamorados disfrutó de largos têtes-à-tête esas anticipaciones de la dicha que son aún más dulces que la misma dicha... Y entonces Sommiére recibió la contestación de Teresa Olivieri.

Ilustración de J. Allen St. John
«La noticia de tu matrimonio —escribía— ha sido una cruel puñalada para mí. Pensé que moriría. Durante veinticuatro horas lloré en voz alta mi dolor y mi ira a las paredes mudas de la habitación. ¡Se acabó entonces, se acabó para siempre! ¡Ah, cruel, me estás matando! Pero en mi agonía al menos me esforzaré a no atormentarte con mis lamentos. Encuentra tu felicidad, ya que puedes encontrarla sin mí. A cambio de todo el amor que te he dado, solo pido un favor, y si te queda una chispa de lástima, no me lo rechazarás. Déjame verte una vez, solo una vez, antes de la separación definitiva. Sólo por una hora, el tiempo justo para darle un último apretón de manos, y eso será todo. Luego me iré y me ocultaré en aislamiento como una cierva herida, y nunca más volverás a oír mi nombre.»
Sommière estaba muy molesto y le contó a su novia la solicitud.
—No le contestaré —dijo.
Pero Helen estaba demasiado segura del amor que ella le inspiraba como para no mostrarse generosa. Con su ingenuo candor natural, en un súbito acceso de compasión, exclamó:
— ¡Pobre mujer! No puedes rechazarla. Ve a Florencia, pero ve solo por el día y recuerda que te estoy esperando.
Georges era de una naturaleza menos honesta que Mme. Michalis, pero estaba tan profundamente enamorado que se creía invulnerable para el futuro.
Partió esa noche, y al mediodía del siguiente día estaba llamando a la puerta de su antiguo amor. Lo llevaron al salón, donde Teresa llegó tan pronto como supo de que él estaba allí; estaba desarreglada, con el pelo suelto y el pecho agitado. Al verlo, dio un grito y se lanzó a su cuello con pasión; sus cabellos sueltos se desparramaron a su alrededor; y lo entrelazó en esos brazos, esos brazos fuertes, flexibles y apasionados que nunca más iban a soltar su control sobre la presa.

Ilustración de J. Allen St. John

Mientras tanto, en Niza, Helen Michalis contando las horas, esperaba el regreso de su amado. ¡Ay! Pasaron días y semanas, y Georges de Sommiére jamás reapareció. Teresa Olivieri había reclamado lo suyo. Segura de la victoria desde el momento que tuvo a su amante errante al alcance de sus labios y ojos, lo llevó a un rincón secreto de los Apeninos, donde, como la diosa de Venusberg, prodigaba en su Tannhäuser las irresistibles caricias que hacían olvidar todo lo demás.
Avergonzado de su rendición, Sommiére no se atrevió a confesar su debilidad a la novia abandonada que lo esperaba, la novia que se negó a creer en un abandono tan cruel.
Y todavía lo espera allí, en su villa de Les Lauriers, a mitad del valle de San Bartolomé. 
Vive como una monja y no recibe a nadie.
Me llamó la atención una noche mientras paseaba por la terraza sombreada de pinos de la villa. Frágil, delgada y pálida, vestida de negro, el atuendo de luto del amor traicionado, caminaba a la luz del último rubor rojo del sol moribundo.
A veces se apoyaba en la pared de su terraza, y como Ariadna en las rocas de Naxos, observaba con ojos afligidos, a través de las sombras, la fría superficie azul del mar que se extendía, más allá de las nieblas, hacia el Este, hacia Bordighera, hacia esa Italia donde su antiguo amado se había olvidado de ella en los brazos todopoderosos de Teresa Olivieri.

Ariadna abandonada en Nexos
por Angelica Kauffmann, antes del 1782





















domingo, 15 de septiembre de 2019

La riada del 1897

Noviembre de 1897. Valencia durante la riada.

El sábado, 13 de noviembre de 1897, en Valencia, tras varios días de lluvias intensas y una gran riada, continuaba el temporal y la prensa informaba:  
Durante todo el día de ayer continuó la alarma, porqué el cielo seguía nublado, oscureciéndose amenazador con frecuencia. La lluvia continuó, arreciando a veces con fuerza y cesando a intervalos.
Tan copiosamente llovió, que muchas casas de Valencia y sus arrabales se inundaron, y algunos sitios de los dañados el miércoles y que ya iban enjugándose, volvieron a llenarse de agua.
Los lodazales han aumentado y hay infinidad de trayectos que no están inundados y,  sin embargo, es imposible transitar por ellos sin hundirse en el barro hasta las rodillas.
El temor de que el rió creciese nuevamente, como se había anunciado desde la parte alta de su curso,; llevó mucha gente a las orillas del Turía.
El caudal del mismo no aumentó, y esto tranquilizó algo al público.
Por la noche llovió en abundancia, pero el río no llegó a engrosar.


Noviembre de 1897. Valencia, Puente de San José (Foto: A. García)
Noviembre de 1897 Valencia, principios de la inundación en la Plaza San francisco (Foto: A. García)

Noviembre de 1897. Valencia. El barrio Marchalenes y el camino de Burjasot al principio de las inundaciones.


En aquellos días, Vicente Blasco Ibáñez, con 30 años de edad, vivía en su ciudad natal, más preciso, en la calle Juan de Austria número 14, encima de la redacción de El Pueblo, periódico que él mismo había fundado en 1894. 
El escritor – y además, por ese entonces, agitador político – había llegado recientemente a Valencia, después de un destierro de seis meses en Madrid.
Continuando con la actividad periodística y literaria, publica en el número del 13 de noviembre de su periódico republicano, en la sección Lo del día, el articulo titulado Arriba y abajo, referente a la situación producida por el temporal que azotaba la región levantina. Testigo de la histórica riada, Blasco, con aquel innegable talento descriptivo, expone sus impresiones y reflexiones.



ARRIBA Y ABAJO

Noviembre de 1897. Valencia; el cauce del río Turia
Extiende el río su sábana de aguas rojas sobre el azul Mediterráneo y la avenida sale tumultuosa de la estrechura del cauce, destrozando y barriendo todas las obras que audazmente se construyeron en tiempos de tranquilidad junto a la angosta garganta de desagüe.
Bien se ríe el Turia de los que, fiando en su proverbial mansedumbre, le robaron pedazos de sus entrañas e intentaron oprimirle con pretiles y paredones. Causado de oírse llamar manso por los poetas, el río se venga de sus explotadores.
¡Al mar los campos y plantaciones de los que, abusando de la sequedad de su cauce, fueron extendiendo lentamente los límites de sus fincas, haciendo producir cosechas al lecho de las aguas que estas acaban de reconquistar!
¡Abajo los paredones, las vallas, las obras de que los ingenieros se mostraban orgullosos, como si la ciencia pudiera a la larga vencer la fuerza de los elementos!

Noviembre de 1897. Valencia, el Hospital Militar.
Noviembre de 1897. En la Alameda. El Cuartel de Infantería de San Juan de la Ribera

Noviembre de 1897. Valencia. Puente del  Mar
Noviembre de 1897. Valencia. Puente del  Real (Foto: A. García)

La presión hidráulica infinita como las matemáticas vence todos los cálculos del sabio. Ante las aguas que se desbordan sólo hay que pensar como los ingenieros italianos, que los ríos van por donde deben ir, notabilísima perogrullada mediante la cual se evitan muchas catástrofes, pues lo lógico es ensanchar y limpiar los cauces en vez de construir obras de defensa.

Noviembre de 1897. Valencia. Pont de fusta

Noviembre de 1897. Valencia. El puente de la Compañía de tranvías, destruido por la riada 
Noviembre de 1897. Valencia. Puente de hierro de la Sociedad de Tranvías, destruido por las aguas.

Noviembre de 1897. Valencia. Campos inmediatos a la vía férrea
Noviembre de 1897. Valencia. Puente del ferrocarril; el agua subiendo hasta la vía.

Noviembre de 1897. Valencia. Destrozos causados en las balsas de sedimentación de las Aguas potables.
Sigue el río su obra de destrucción, arrastrando hacía el mar todo cuanto encuentra; muebles y víveres, bestias y viviendas; y ¡oh contraste de la vida!: lo que allá arriba, en los campos, es destrucción y muerto, abajo, en la playa, es remedio de la miseria.
Pasa la inundación junto a los pueblos de la vega, talando cosechas, derrumbando viviendas, arrebatando seres, destrozando fortunas; flota sobre el líquido barro los despojos del naufragio de toda una región; corren y saltan hacía el mar sobre los rojos remolinos de la riada, y cuando llegan a los límites de tierra firme, donde el suelo fértil se convierte en húmeda arena coronada de juncos, centenares de seres se lanzan en sus viscosas ondas, luchando con la corriente, buscando, bregando, exponiendo su vida para arrancar a la inundación los despojos que arrastra.

Son los pescadores del rio revuelto, los hijos de la miseria que, exponiendo su vida, encuentran medios de subsistencia en la misma desgracia, registrando las entrañas a la avenida para apoderarse de lo que ha robado.
El saco de harina que arrebataron las aguas de algún molino de lo más alto de la provincia será mañana pan tierno y caliente en muchas barracas; el cerdo ahogado estará pronto convertido en embutidos: el vino de tos llanos de Liria calienta gratuitamente los estómagos de esos extraños pescadores del cataclismo; los maderos que cabeceaban sobre la avenida se transformarán en nuevas viviendas; y las sillas, las cómodas, los espejos, vueltos en si después de una loca carrera de tumbos y choques, no podrán explicarse cómo han pasado del estudi del labriego, perfumado por el olor acre del trigo y las frutas, al cuartucho adornado con redes, por cuyas ventanas entra el soplo salitroso y vivificante del mar.

Noviembre de 1897. Valencia. Ruinas del barrio de Marchalenes
Esta es la obra del río. Ladrón sin entrañas, asesino de familias, verdugo de pueblos enteros, ¿quién sabe si en medio de sus infames delitos es uno de aquellos bandidos justicieros, como el Carlos Moore de Schiller, que robaba a unos para favorecer a otros?
Causa asombro el contrasto que ofrece este cataclismo. Lo que arriba entristece abajo sirve para remediar miserias.
Lo mismo ocurre en la vida. Muchas veces del mal nuestro procede la felicidad del vecino.
BLASCO IBAÑEZ





Los siguentes días volvió el diluvio y, el 18 de noviembre, el río Júcar vuelve a desbordarse inundando nuevamente varias de las poblaciones que atravesaba en su recorrido, entre esas Alcira, la pequeña ciudad valenciana que Blasco eligió luego, como escenario de su novela Entre naranjos.  
Con una prosa evocadora y descriptiva, el escritor, que había contemplado de cerca aquel desastre natural con sus desoladoras estampas, supo reflejarlo fielmente en su libro, publicado en Valencia, en el año 1900.
Además, a través de esta novela, Blasco dio a conocer a nivel mundial su región natal con todas sus peculiaridades, difundió su cultura, las costumbres y tradiciones.


1921. Nueva York: The Torrent  1ª edición;
la versión inglesa de la novela Entre Naranjos de V. Blasco Ibáñez
Pintura al óleo de Dean Cornwell ; ilustración para The Torrent (1921)
 - la versión inglesa de la novela Entre Naranjos de V. Blasco Ibáñez

1926. The Torrent - la adaptación cinematográfica de la novela Entre Naranjos de V. Blasco Ibáñez

viernes, 13 de septiembre de 2019

de Aguilar

Manuel Aguilar Muñoz (1888 – 1965), 
fundador, en 1923, de la empresa M. Aguilar, Editor.




Manuel Aguilar Muñoz 
(Tuéjar, Valencia, 1888 – Madrid, 1965), uno de los más importantes editores españoles del siglo XX, publicó sus memorias en 1963, bajo el título Una experiencia editorial.
A través de una amena lectura, el autor relata su intensa actividad como editor y librero, su difícil lucha para mejorar y difundir la cultura, a cuál dedicó más de cuatro décadas de vida.


Ese mítico personaje se había iniciado en el mundo del libro siendo casi un niño; con 12 años de edad, entró a trabajar como “chico para todo” en la Editorial Sempere, de Valencia, de la que Vicente Blasco Ibáñez era el director y copropietario.
Rememorando aquella época, Manuel Aguilar escribía:


Un amigo de mi padre consiguió que en la Casa Editorial Sempere, de Valencia, obtuviese yo el empleo de «chico para todo». Acababa de cumplir los doce años. Curtido ya por el trabajo y la Naturaleza, no me preocupe de analizar aquel «para todo», cuya vaguedad, ciertamente, podía causar algo de inquietud. El trabajo era el único medio de vivir en Valencia. Con muchos ensueños y un hatillo de ropa, bajé desde las montañas, crucé las vertientes de viñedos y algarrobos, entré en los vergeles de la vega valenciana y me asome al azul Mediterráneo.

Valencia hacia 1900
Mi incorporación a la ciudad representó, notoria, más casualmente, el primer contacto con lo que sería mi definitivo futuro. ¿Estaba escrito que había de ser editor? Mi camino hacia la profesión y la empresa fue largo de caminar—como el célebre de Tipperary—y accidentado.
Ocurrió en 1901. Desde el primitivismo tranquilo de las altas serranías caí en la Editorial Sempere. Empleo deliberadamente ese verbo caer, porque la impresión recibida fue por el estilo de la que sufre quien está contemplando un río caudaloso y es lanzado de golpe al centro de las aguas. Había un desnivel de siglos entre mi procedencia y el lugar al que arribaba.
La Editorial Sempere, en aquellos años, se encarnaba en Vicente Blasco Ibáñez. 

Vicente Blasco Ibáñez con los miembros de la redacción del periódico El Pueblo, año 1900 (apox.) 
El la dirigía y vivificaba, como hizo más adelante con otras editoriales de Madrid y Valencia. Había en él una dualidad poco frecuente: la del escritor-editor. Creo, sin vacilar, que el editor que Blasco llevaba dentro proporcionó al escritor algunos de sus éxitos más sonados.
 Aquella dualidad existió en la primera etapa de la historia del libro. Esta ofreció tres variedades: el impresor-editor, el librero-editor y el autor-editor. Y alguna vez aparecía el traductor-editor, como aquel que Cervantes hizo que Don Quijote conociese en Barcelona, imprimiendo por su propia cuenta, la versión que había escrito de La Bagatelle.
La Editorial Sempere presentaba un cruce de autor-impresor-editor, perfectamente desconocido y, en cualquier caso, indescifrable para mí.
Valencia hacia principios del siglo XX. 

Viví en una casa situada en el centro de aquella Valencia de primeros del siglo, a cargo de unos parientes muy lejanos. Mi salario era de quince pesetas mensuales, a las que algunas veces podía añadir unas monedas, muy escasas, que sin periodicidad me enviaban mis padres a la mano, por medio de convecinos o amigos que llegaban a la capital. Aun en tales días, a pesar de la baratura de los alimentos y de que la cocina de mi hospedaje no se basaba en la opulencia ni en el refinamiento, el precio que yo pagaba por la cama, la mesa y la ropa limpia y cosida, era muy bajo. Para compensar esa pequeñez aquellas buenas gentes pasaban el verano en nuestra casa de Tuéjar.
Carecía yo de otras necesidades que las del sustento y el techo. El espectáculo de la ciudad, llena de colorido, muy pintoresca y amena; del Grao y de la Malvarrosa; de la huerta adyacente, con sus innumerables barracas a la vera de los arrozales, bastaba para llenar mis horas libres. Es decir, las que no estaban ocupadas por el trabajo y por la pasión de lector. Esta podía satisfacerla sin tregua y sin gasto.
¿Leía yo la literatura de la Editorial Sempere que, según supe más adelante, despeluznaba a la intelectualidad exquisita y a las clases conservadoras? Pues sí: la leía toda, y digo mal, pues la devoraba. Sin comprenderla, como es natural. Pero me sonaba bien: como aquella citada arenga de Don Quijote a los cabreros. Esta era una lamentación por la supuesta felicidad perdida, y las obras de la Editorial Sempere excitaban a la conquista o a la reconquista de la plena felicidad. Mi niñez experimentaba la sensación de la injusticia que es semilla de rebeldía.

Creo que aquellas lecturas encontraron clima propicio. ¿Puerilidades? ¡Evidentemente, al considerarlas y analizarlas después! Pero ¡qué impulsos me acometían a veces de tomar parte en las frecuentes algaradas callejeras! Y a la par escuchaba, con entusiasmo y pasión, la única voz que sonaba fuerte en Valencia.
Esa voz la percibía, pero con distinto acento y refiriéndose a cuestiones profesionales, en la Editorial Sempere. Y contemplaba al personaje, eruptivo, impetuoso: Vicente Blasco Ibáñez.
La primera vez que me vio, me gritó en valenciano:
—¡Eh, monigote, lleva esto a las cajas!
Me alargaba unas cuartillas manuscritas, que llevé sin rechistar al regente. Blasco escribía inmerso en el tráfago del taller, corregía galeradas, amoldaba los originales—los propios y los ajenos—a la medida del número de páginas, este al precio, y el precio a la medida del bolsillo de los presuntos compradores.
Blasco Ibáñez se manifestaba, en sus tarcas profesionales, con prisas, con voces y brusquedad.
— ¿Quién es el lladre—es decir, el ladrón—que ha compuesto esto? —me dijo otra vez, saliendo del lavabo con las galeradas de un libro suyo (creo que eran los Cuentos valencianos) en una mano, mientras sostenía el pantalón a medio abrochar.


Pues este hombre—novelista, orador, periodista, editor, político—, tenía convulsionada a Valencia con sus apasionados artículos y sus fogosas arengas; con su diario El Pueblo: las manifestaciones y las algaradas que promovía; la organización de comités y casinos; de la minoría en el Ayuntamiento; escuelas; con su literatura embebida de naturalismo y los libros de la Editorial Sempere, erizados de rebeldías sociales.

1905. V. Blasco Ibáñez en las calles de Valencia el día de las elecciones. 
Estas notas y recuerdos producirán, entre los que no conocieron los primeros años del siglo XX, el mismo efecto que puede suscitar la visión de una multitud que danza si no se escucha la música que la hace moverse. O el poner fondo de vals a una escena de gentes que bailan el twist. España se encrespaba después del estupor de 1898 y estaba sacudida también por el oleaje de las inquietudes mundiales. Los editores españoles lanzaban, unos, el mensaje de la generación llamada de 1898, y otros, como Sempere, el de los precursores del seísmo social. Ni siquiera los muchachos de doce años podíamos sustraernos a la presión del ambiente. Así, recién llegado de la serranía, recibí en plena inocencia los primeros ramalazos de la galerna.

1903, Valencia c/ Juan de Austria 14.  Sede de El Pueblo,
 donde se imprimían también los libros de la Editorial Sempere. 
Fui  en la Editorial, el auténtico «chico para todo», con la excepción de las tareas tipográficas, de las que estaba apañado por otras obligaciones. Si hubiera sentido vocación, es seguro que a pesar de la falla de oportunidades para aprender, me hubiese esforzado para conseguirlo. Pero nunca llegué a tomar un componedor ni a imprimir un papel. Sin embargo, observaba con interés el proceso de la fabricación del libro. Aún no habían hecho irrupción las linotipias que acabarían con los maravillosos cajistas que despertaron mi asombro. Los cajistas me interesaban en mayor medida que las máquinas de imprimir, minervas y planas: aquellas «Marinoni» tan difundidas... Más tarde averigüe que la habilidad insuperada de los cajistas era una de las claves de la baratura de los libros españoles.
Me sentía feliz en el trabajo—y en Valencia—; aprendía, en vivo, la fabricación del libro y asistía a su lanzamiento y a su difusión.
Se desvaneció la pueril idea que yo me había forjado en el pueblo de que el libro iba del autor al lector, como un mensaje directo y sin intermediarios.
Vi que era un producto de elaboración muy complicada y que se fabricaba para ganar dinero. Venía a ser—pensaba yo—como las telas que había vendido. La elaboración del libro la dirigía el editor, quien daba cuerpo al mensaje de los autores y arriesgaba su dinero, al modo de los fabricantes de telas. Procuro seguir, fielmente, el hilo de mis razonamientos de «chico para todo», sin escatimar la referencia a puerilidades dialécticas. El valor comercial del libro, tan fácil de descubrir, acaso me decepcionó. No lo recuerdo con exactitud. Pero ya entonces mi carácter me inclinaba a comprender la inexorabilidad de ciertos hechos sociales, más poderosos que la voluntad y la imaginación de un hombre solo.

Francisco Sempere Masía
El gerente de la Editorial era don Francisco Sempere, personaje bonachón y laborioso. Años después, averigüé que el orgullo máximo de Sempere se concentraba en los retratos de los autores de la Casa, que adornaban las paredes de su despacho. Todos tenían dedicatoria autógrafa. Los retratos solían aparecer en la cubierta de los libros. En aquella galería figuraban Máximo Gorki, Pedro Kropotkin, Elíseo Reclus, Sebastián Faure... Muchos de esos autores han tramontado. Pero en el tiempo de que hablo, tenían vasta popularidad en España, en el resto de Europa y en América, especialmente en Argentina.
Don Francisco Sempere, desde su escritorio, veía los talleres de imprenta y encuadernación. Venía a ser el consabido puente de mando de buque. El gerente asistía al proceso entero de la fabricación del libro.
La voz de mando podía ser la de Blasco Ibáñez al decirme:
—¡Eh, monigote, lleva esto a la imprenta!
Yo corría con el original a la imprenta. Así empezaba la tarea. A veces me tocaba llevar al recién nacido, ya fajado y arreglado—el primer ejemplar—, al señor Sempere o a don Vicente. De aquellos días de la Editorial Sempere provino la impaciencia, acaso febril, que me acució desde que entregaba un original mecanografiado a la sección de Fabricación de mi casa, hasta que veía el libro dispuesto para los escaparates y llevar el mensaje del autor a los lectores. (Hablo en pretérito. Hoy, cuando imprimo centenares de títulos cada año, tengo en preparación muchas docenas de originales y otras tantas en curso de gestión, se ha descaecido la febril ansiedad de otrora.) La profesión de editor tiene, naturalmente, muchos sinsabores, mas reporta, en compensación, grandes satisfacciones íntimas y plurales.
La Editorial Sempere tenía vasto mercado en España y en Hispanoamérica. El tipo de libro popular y barato, que solía salir de sus talleres, alcanzaba gran difusión. Entre mis obligaciones, figuró la de ayudar al envío, en grandes cajas, de los libros exportados. Imaginaba su llegada a América, su presencia en los escaparates de las librerías, cómo serían las gentes que los compraban... ¿Y por qué razones adquirían los americanos aquellos libros editados en España? Seguía el hilo de mis reflexiones, y ya no distinguía entre los lectores de América y los de España, sino que a todos los reunía o englobaba en otra interrogación: ¿Cómo y por qué se vendían los libros? ¿Cuáles serían los motivos de que ciertas obras tuvieran que reimprimirse con frecuencia, y otras no alcanzaran compradores?

Publicidad de la Editorial F. Sempere, año 1909
Mi aprendizaje de vendedor de tejidos me hizo saber que las aldeanas nos compraban telas adamascadas para colchones o manteles y, buscaba yo, instintivamente, el método de aplicar al libro lo que había entrevisto en aquel comercio. Pero no acertaba a distinguir entre la necesidad, el placer, la curiosidad, la fama, la propaganda... El problema se encarecía con sus numerosas dificultades, inasequibles para un muchachito. Me di por vencido, considerándolo superior a mis pocos años. Humildemente declaro que ya rebasados los setenta, no he acabado de resolverlo de modo cumplido y satisfactorio.
Los envíos de libros a América—en ocasiones fui sobre los carros hasta el Grao y vi los grandes cajones izados desde el muelle para almacenarse en las bodegas del buque—suscitaban en mi ánimo una indefinible sensación de curiosidad por las tierras lejanas, a las que un español podía acudir sin necesidad de utilizar otro idioma.

El antiguo Puerto de Valencia.
La punzada se parecía a la nostalgia, lo que hoy llega a parecerme absurdo: yo no había estado en América. Pero en lo absurdo hay, o puede haber, ciertos mecanismos lógicos o casi lógicos. Existen, del mismo modo, en lo onírico. No conocía yo América táctil, física, materialmente; pero ya la «había leído». En mi futuro, las nociones de América y de lo americano transmitidas por la palabra del maestro Aguilar y redondeadas por los libros de historia leídos en la serranía valenciana, debían influir, según puede verse en el repertorio de las obras que he editado, algunas de las cuales fueron escritas por mi inducción.
Mas el futuro estaba muy lejos. Si en esta hora de la recapitulación y del examen introspectivo riguroso, cuando se cumplen los cuarenta años de mi empresa editorial, me dejase llevar de la retórica y de los convencionalismos, compondría una especie de cromo en el que me tocaría aparecer soñando con la capitanía de una editorial mientras hacía paquetes de libros; recados; rellenaba cajones; obedecía a Sempere y a Blasco; me introducía en la imprenta... Podría aplicarme una frase sagaz del escritor y político francés Louis Barthou, muerto trágicamente junto al rey de Yugoslavia, Alejandro I, el año 1934 y en Marsella. El pirenaico Barthou escribió: «Se sueña con un acta desde los bancos de la escuela.»
Mi sueño era distinto al de ser capitán editorial. Quería ser escritor, autor de libros. Me impresionaban los personajes de la galería fotográfica, ornato del escritorio de don Francisco Sempere; sin embargo, me parecían más lejanos que las costas de América. Tampoco conseguía descifrarlos del todo a través de aquella jerga de los traductores de la Editorial. Había páginas claras de Gorki. de Reclus y de Kropotkin —por ejemplo—, seguidas de párrafos enrevesados o laberínticos que me dejaban perplejo.
La supuesta vocación de escritor provenía de aquel ejemplar de bulto y ruido, de carne y hueso, que tenía delante en mis horas de trabajo, en las de lectura y en la calle valenciana: Vicente Blasco Ibáñez. Soñaba ser un escritor a la manera de Blasco, pero sin imitarle. Despertaba en mi cierto asombro temeroso y quizá, allá en lo íntimo de la conciencia, alguna envidia que no podía ser maligna o engendrar despecho. No hubiera querido ser, como político ni como editor, a imagen de don Vicente, pero me sentía arrastrado hacia su fórmula naturalista de literato.

Obras completas de V. Blasco Ibáñez. La primera edición publicada por M. Aguilar en 1946

lunes, 22 de julio de 2019

El Mesón del Sevillano



En 1897, Vicente Blasco Ibáñez tenia 30 años y estaba desterrado en Madrid.
Un año antes, el 8 de marzo de 1896, había participado en una manifestación en la Plaza de Toros de Valencia para protestar contra la guerra de Cuba; al proclamarse el estado de sitio, Blasco tuvo que huir, por tres meses, a Italia. Regresando en junio, se presentó ante los juzgados y fue puesto en libertad provisional pero en septiembre, es detenido; el juez militar de Valencia ordenaba la prisión de Blasco Ibáñez por suponer que se ha ausentado de esta capital sin el competente permiso. Condenado a dos años de prisión correccional, el novelista permaneció encarcelado por medio año en el Convento de San Gregorio de Valencia - convertido en prisión - hasta el 31 de marzo del 1897, cuando su pena fue conmutada con el destierro y él salió para Madrid. Allá, en contacto con el mundo cultural y político de la capital, establece nuevas amistades, la más notable siendo la fraternal amistad con Rodrigo Soriano que finalmente, por motivos políticos, se deterioró hasta límites insospechados.
Tanto durante su estancia en Italia como en su permanencia en Madrid, Blasco aprovechó para convertir en literatura lo que observaba; sus impresiones quedaron reflejadas en las crónicas que se publicaron en El Pueblo, el periódico republicano que había fundado en Valencia, en 1894. Así, el novelista se iniciaba como autor de literatura de viajes, un género que seguiría siempre presente en su obra posterior.

A continuación se reproduce un artículo publicado en 1897, después de un viaje a Toledo con sus buenos amigos, Mariano de Cavia y Rodrigo Soriano.


EL MESON DEL SEVILLANO

Posada de la sangre, Toledo


Bajando una estrecha escalinata que arranca de la plaza de Zocodover y desciende por un arco que por lo profundo parece túnel, se llega a la Posada de la Sangre, una casucha agrietada, fea, sucia y mal oliente, como todos los establecimientos de su clase.
Arrieros y pastores forman corrillo en su puerta; en el patio corretean las gallinas, picoteando entre los guijarros del pavimento; de los postes de madera blanqueada, columnata que sostiene la galería del piso superior, penden los arneses de las recuas, y en el fondo se ve una monumental y antiquísima caja con remiendos de madera nueva; el famoso arcón de la cebada, que es como mostrador u oficina de toda posada española, pues sobre su mugrienta tapa se verifican pagos y cobros y el posadero inscribe en viejo libro todas sus cuentas.

Los cuartos, rotulados con estrambóticos números, son pocos y malos; las paredes de cal están ahumadas por el tufo de los grandes velones de bronce, única iluminación de la posada; las maritornes, arremangadas, rollizas y sucias, van de la cuadra a la cocina, y lo mismo aquietan al asno revoltoso que se rebela ante el pesebre vacío, como cuidan la chirriante sartén, en la que danzan con el oleaje del aceite frito las tiernas y jugosas magras.

Mesón del Sevillano. Posada de la sangre.
Es una decoración del Don Quijote; y parece que ante la puerta va a surgir la escueta figura del héroe manchego con la vacía encasquetada y la lanza en ristre llamando al alcaide de tan estrafalario castillo, y pidiéndole hospitalidad en nombre de los derechos y pragmáticas que son debidos a la caballería andante.

Don Quijote. Ilustración de Gustave Doré 

Nada presenta de extraordinario la posada de la Sangre: es uno de tantos mesones como existen en Toledo, y sin embargo no visita la ciudad un solo hombre culto que deje de pasar por tal establecimiento. Y es que los grandes hombres de fama imperecedera comunican palpitante interés a todos los lugares donde vivieron.

Hace poco más de tres siglos se alojaba en esta posada largas temporadas un hidalgo de tez avellanada, perilla cana y duro entrecejo, cuyos ojos luminosos y fijos sabían hacer bajar la mirada al más audaz. Iba pobremente vestido, y sin embargo tenía aires de príncipe; hablaba con los arrieros y demás gente popular, alegrándolos con la gracia de su conversación chispeante, y cuando se presentaba ocasión hablaba en francés, en italiano, en árabe argelino, como hombre de accidentada vida que ha pasado los más de sus años en largos viajes.

Era un antiguo soldado; un náufrago de aquellas terribles luchas que entonces se desarrollaban en todas partes, pues el planeta entero era campo de batalla para el guerrero español; su mano estaba deforme, mutilada en un combate, pero con tal seguridad se apoyaba en la empuñadura de la rabitiesa tizona, que todos adivinaban una temible prontitud en el desenvainar y un firme propósito de no volver el acero a la vaina sin consecuencias.

Y este hombre interesante sólo era un empleado del fisco, un pobre alcabalero que recorría la tierra toledana haciendo efectivas sus cédulas; pero en las largas temporadas que pasaba en la posada, las maritornes tenían que echar gran cantidad de aceite en el velón de cuatro mecheros, y por las mañanas, al revolver el camastro para mayor comodidad de las pulgas, veían sobre la mesa pliegos cubiertos de desiguales renglones o un grueso cuaderno cada vez más lleno de apretada escritura, en cuya cabecera, a guisa de título, leíanse estas palabras: La ilustre fregona.
Aquel pobre alcabalero con aspecto de gran señor era D. Miguel de Cervantes Saavedra, y en esta posada de la Sangre que entonces se titulaba El mesón del Sevillano (nombre con el que figura en La ilustre fregona), escribió el sublime ingenio la indicada novela.

Ilustración de Paret (1810) para La ilustre fregona.
Tres siglos antes de que viniesen al mundo Flaubert, los Goncourt, Zola y demás con su novela naturalista, ya iba por el mundo nuestro Don Miguel observándolo todo; sorprendiendo la verdad como nadie ha sabido hacerlo; copiando el natural con esa sencillez artística, difícil facilidad que sólo se encuentra en los grandes maestros.

Debió interesarle la historia de alguna mocetona guapa que servía en el mesón del Sevillano, y las noches toledanas, monótonas y pesadas, las entretuvo escribiendo su Ilustre fregona, en la que apenas si desfiguró los personajes ni cambió nada al describir el lugar de acción cuando ésta transcurre en Toledo. La hermosa criada debió morirse sin sospechar siquiera que su nombre y su historia andaba en papeles, gracias a aquel simpático señor del cuarto número 7, el cual, a pesar de su austera gravedad de hidalgo castellano, más de una vez debió interrumpir su trabajo para saludarla con indiscretos pellizcos, pues sabido es que el D. Miguel tenía los pies del diablo, lo mismo para correr tras el vencido enemigo, como para perseguir a toda buena moza con que topaba.
Igual está la posada de la Sangre que cuando era mesón del Sevillano. Como nada tuvo jamás de artístico, nada notable se conserva en ella; pero la decoración, el carácter, el sabor de época no han variado.

Meson del Sevillano. Posada de la sangre. Toledo

Hace un mes gocé en esta posada los banquetes más alegres de mi vida. La mesa estaba en el patio, alfombrado con el excremento de las recuas; la vecina cuadra exhalaba un hálito de podredumbre; pasaban los arrieros punzándonos el olfato con sus pantalones de cuero, impregnados de un vaho irresistible de vida; las moscas de asno, pegajosas y temibles, rozaban con sus patas la comida; y sin embargo la bohemia cuadrilla, Cavia, Rodrigo, yo y unos cuantos artistas y aficionados toledanos que nos escoltaban, abandonábamos la elegante mesa del suntuoso hotel Castilla para ir a comer en aquella venta quijotesca nuestro cocido castellano a las doce en punto y la tortilla de torreznos con otros platos menos clásicos al toque de ánimas; todo regado abundantemente con el blanquillo de Yepes que, enturbiándonos la imaginación, nos obligaba a saltar hacia atrás tres siglos, y nublándonos los ojos, hacía que nos viéramos con greguescos, valona y chambergo.
— ¡A la eterna gloria de D. Miguel!
Y bebíamos.
—¡Que baje D. Miguel!
Y la gente de la posada nos miraba como una tropa de locos, a los que había que aguantar porque no regateaban; y tal era su sencillez, que miraban arriba como nosotros, creyendo que el don Miguel era alguno de la banda que se había ocultado en los cuartos.
Yo juro solemnemente: tal era el extraño espejismo que sufría en la posada de la Sangre, que no habría dado un grito de sorpresa si, abriéndose la puerta del número 7, hubiese visto descender por la escalera de madera a un señor pequeño y nervioso, de afilados bigotes, envuelto en su capilla, y que nos tendiera la manca mano, y al ocupar el sitio que le reservábamos en la mesa (cubierto vacante como el del Comendador), hubiese dicho con gravedad castellana:
—Dios guarde a vuestras mercedes; vengo a hacer colación con personas que tan bien me quieren.
Hace un mes que comimos allí, teniendo como compañero invisible al gran don Miguel, y sin embargo parece que han pasado años.
*
*   *
Un suceso triste se ha interpuesto. Como nos interesaba todo lo de la posada de la Sangre, a los pocos días de regresar a Madrid, un amigo de Toledo nos remitió este telegrama:
«El dueño de la posada de la Sangre se ha suicidado.»
Ni su nombre sabíamos. Era un hombre insignificante, triste y enfermucho. Si hubiera sido el propietario de todo el barrio de Salamanca o de la puerta del Sol, habríamos llamado imbécil al que gastaba una peseta por darnos la noticia; pero ser dueño de una posada en la que vivió y escribió Cervantes, es algo más simpático e interesante que ser senador vitalicio o primer accionista del Banco.
Ayer llegué hasta la puerta de la posada de la Sangre. Iba a recordar lo de un mes antes, como los viejos recuerdan lo de su juventud: quería comer solo en el sucio patio, mirando el cuarto famoso; pero el edificio me pareció menos risueño; le daba sombra el recuerdo de la desgracia o mi soledad, pues me faltaban los alegres camaradas.

Vi en el fondo del patio, sobre el viejo arcón, a la posadera vestida de luto; los niños con trajes negros correteaban persiguiendo a las gallinas; ni siquiera se oían las risas de los arrieros y las coplas de las criadas.
No; atrás. Si la imagen de D. Miguel viene a sentarse a mi mesa, indudablemente rondará en torno de ella el triste posadero con la cabeza perforada por agujero sangriento, pues cuando la imaginación se abre, ábrese para todos los recuerdos.
«Nunca segundas partes fueron buenas.»
Y me alejé pensando en la inmensa fuerza de voluntad que proporciona un cerebro poderoso y bien equilibrado: en aquellos dos hombres tan diferentes por su importancia como por su vida.
¿Por qué se suicidó el pobre diablo?... ¡Quién sabe! Disgustos de familia, penalidades físicas, cuestiones de dinero; tal vez por cansancio de la vida.

Y pensaba en mi D. Miguel, soldado heroico jamás recompensado; batiéndose como una fiera para que otros se llevasen la gloria; esclavo y tratado a latigazos como una bestia; en continuo contacto con los grandes y siempre sin blanca; obligado a mendigar con serviles dedicatorias, él tan altivo, tan pundonoroso, que por la más leve ofensa echaba mano a la espada; sufriendo hambre cuando escribía el primer libro del mundo; batallando con la desgracia y la miseria, sin desmayar jamás ni perder la alegría; cobrando cédulas de alcabalero cuando tenía plena conciencia de su genio; cargando resignado con la albarda de asno de la vulgaridad, sabiendo como sabía que era soberbio león del arte.
Nadie tuvo mayor derecho que él para quitarse la vida, para salir cuanto antes de un mundo en que sólo ingratitudes y humillaciones encontró; y sin embargo permaneció firme en su puesto, como soldado disciplinado, como aquel Valentín hermano de Margarita que, fiel a la consigna, no se presenta a Dios hasta que éste le llama.