lunes, 22 de julio de 2019

El Mesón del Sevillano



En 1897, Vicente Blasco Ibáñez tenia 30 años y estaba desterrado en Madrid.
Un año antes, el 8 de marzo de 1896, había participado en una manifestación en la Plaza de Toros de Valencia para protestar contra la guerra de Cuba; al proclamarse el estado de sitio, Blasco tuvo que huir, por tres meses, a Italia. Regresando en junio, se presentó ante los juzgados y fue puesto en libertad provisional pero en septiembre, es detenido; el juez militar de Valencia ordenaba la prisión de Blasco Ibáñez por suponer que se ha ausentado de esta capital sin el competente permiso. Condenado a dos años de prisión correccional, el novelista permaneció encarcelado por medio año en el Convento de San Gregorio de Valencia - convertido en prisión - hasta el 31 de marzo del 1897, cuando su pena fue conmutada con el destierro y él salió para Madrid. Allá, en contacto con el mundo cultural y político de la capital, establece nuevas amistades, la más notable siendo la fraternal amistad con Rodrigo Soriano que finalmente, por motivos políticos, se deterioró hasta límites insospechados.
Tanto durante su estancia en Italia como en su permanencia en Madrid, Blasco aprovechó para convertir en literatura lo que observaba; sus impresiones quedaron reflejadas en las crónicas que se publicaron en El Pueblo, el periódico republicano que había fundado en Valencia, en 1894. Así, el novelista se iniciaba como autor de literatura de viajes, un género que seguiría siempre presente en su obra posterior.

A continuación se reproduce un artículo publicado en 1897, después de un viaje a Toledo con sus buenos amigos, Mariano de Cavia y Rodrigo Soriano.


EL MESON DEL SEVILLANO

Posada de la sangre, Toledo


Bajando una estrecha escalinata que arranca de la plaza de Zocodover y desciende por un arco que por lo profundo parece túnel, se llega a la Posada de la Sangre, una casucha agrietada, fea, sucia y mal oliente, como todos los establecimientos de su clase.
Arrieros y pastores forman corrillo en su puerta; en el patio corretean las gallinas, picoteando entre los guijarros del pavimento; de los postes de madera blanqueada, columnata que sostiene la galería del piso superior, penden los arneses de las recuas, y en el fondo se ve una monumental y antiquísima caja con remiendos de madera nueva; el famoso arcón de la cebada, que es como mostrador u oficina de toda posada española, pues sobre su mugrienta tapa se verifican pagos y cobros y el posadero inscribe en viejo libro todas sus cuentas.

Los cuartos, rotulados con estrambóticos números, son pocos y malos; las paredes de cal están ahumadas por el tufo de los grandes velones de bronce, única iluminación de la posada; las maritornes, arremangadas, rollizas y sucias, van de la cuadra a la cocina, y lo mismo aquietan al asno revoltoso que se rebela ante el pesebre vacío, como cuidan la chirriante sartén, en la que danzan con el oleaje del aceite frito las tiernas y jugosas magras.

Mesón del Sevillano. Posada de la sangre.
Es una decoración del Don Quijote; y parece que ante la puerta va a surgir la escueta figura del héroe manchego con la vacía encasquetada y la lanza en ristre llamando al alcaide de tan estrafalario castillo, y pidiéndole hospitalidad en nombre de los derechos y pragmáticas que son debidos a la caballería andante.

Don Quijote. Ilustración de Gustave Doré 

Nada presenta de extraordinario la posada de la Sangre: es uno de tantos mesones como existen en Toledo, y sin embargo no visita la ciudad un solo hombre culto que deje de pasar por tal establecimiento. Y es que los grandes hombres de fama imperecedera comunican palpitante interés a todos los lugares donde vivieron.

Hace poco más de tres siglos se alojaba en esta posada largas temporadas un hidalgo de tez avellanada, perilla cana y duro entrecejo, cuyos ojos luminosos y fijos sabían hacer bajar la mirada al más audaz. Iba pobremente vestido, y sin embargo tenía aires de príncipe; hablaba con los arrieros y demás gente popular, alegrándolos con la gracia de su conversación chispeante, y cuando se presentaba ocasión hablaba en francés, en italiano, en árabe argelino, como hombre de accidentada vida que ha pasado los más de sus años en largos viajes.

Era un antiguo soldado; un náufrago de aquellas terribles luchas que entonces se desarrollaban en todas partes, pues el planeta entero era campo de batalla para el guerrero español; su mano estaba deforme, mutilada en un combate, pero con tal seguridad se apoyaba en la empuñadura de la rabitiesa tizona, que todos adivinaban una temible prontitud en el desenvainar y un firme propósito de no volver el acero a la vaina sin consecuencias.

Y este hombre interesante sólo era un empleado del fisco, un pobre alcabalero que recorría la tierra toledana haciendo efectivas sus cédulas; pero en las largas temporadas que pasaba en la posada, las maritornes tenían que echar gran cantidad de aceite en el velón de cuatro mecheros, y por las mañanas, al revolver el camastro para mayor comodidad de las pulgas, veían sobre la mesa pliegos cubiertos de desiguales renglones o un grueso cuaderno cada vez más lleno de apretada escritura, en cuya cabecera, a guisa de título, leíanse estas palabras: La ilustre fregona.
Aquel pobre alcabalero con aspecto de gran señor era D. Miguel de Cervantes Saavedra, y en esta posada de la Sangre que entonces se titulaba El mesón del Sevillano (nombre con el que figura en La ilustre fregona), escribió el sublime ingenio la indicada novela.

Ilustración de Paret (1810) para La ilustre fregona.
Tres siglos antes de que viniesen al mundo Flaubert, los Goncourt, Zola y demás con su novela naturalista, ya iba por el mundo nuestro Don Miguel observándolo todo; sorprendiendo la verdad como nadie ha sabido hacerlo; copiando el natural con esa sencillez artística, difícil facilidad que sólo se encuentra en los grandes maestros.

Debió interesarle la historia de alguna mocetona guapa que servía en el mesón del Sevillano, y las noches toledanas, monótonas y pesadas, las entretuvo escribiendo su Ilustre fregona, en la que apenas si desfiguró los personajes ni cambió nada al describir el lugar de acción cuando ésta transcurre en Toledo. La hermosa criada debió morirse sin sospechar siquiera que su nombre y su historia andaba en papeles, gracias a aquel simpático señor del cuarto número 7, el cual, a pesar de su austera gravedad de hidalgo castellano, más de una vez debió interrumpir su trabajo para saludarla con indiscretos pellizcos, pues sabido es que el D. Miguel tenía los pies del diablo, lo mismo para correr tras el vencido enemigo, como para perseguir a toda buena moza con que topaba.
Igual está la posada de la Sangre que cuando era mesón del Sevillano. Como nada tuvo jamás de artístico, nada notable se conserva en ella; pero la decoración, el carácter, el sabor de época no han variado.

Meson del Sevillano. Posada de la sangre. Toledo

Hace un mes gocé en esta posada los banquetes más alegres de mi vida. La mesa estaba en el patio, alfombrado con el excremento de las recuas; la vecina cuadra exhalaba un hálito de podredumbre; pasaban los arrieros punzándonos el olfato con sus pantalones de cuero, impregnados de un vaho irresistible de vida; las moscas de asno, pegajosas y temibles, rozaban con sus patas la comida; y sin embargo la bohemia cuadrilla, Cavia, Rodrigo, yo y unos cuantos artistas y aficionados toledanos que nos escoltaban, abandonábamos la elegante mesa del suntuoso hotel Castilla para ir a comer en aquella venta quijotesca nuestro cocido castellano a las doce en punto y la tortilla de torreznos con otros platos menos clásicos al toque de ánimas; todo regado abundantemente con el blanquillo de Yepes que, enturbiándonos la imaginación, nos obligaba a saltar hacia atrás tres siglos, y nublándonos los ojos, hacía que nos viéramos con greguescos, valona y chambergo.
— ¡A la eterna gloria de D. Miguel!
Y bebíamos.
—¡Que baje D. Miguel!
Y la gente de la posada nos miraba como una tropa de locos, a los que había que aguantar porque no regateaban; y tal era su sencillez, que miraban arriba como nosotros, creyendo que el don Miguel era alguno de la banda que se había ocultado en los cuartos.
Yo juro solemnemente: tal era el extraño espejismo que sufría en la posada de la Sangre, que no habría dado un grito de sorpresa si, abriéndose la puerta del número 7, hubiese visto descender por la escalera de madera a un señor pequeño y nervioso, de afilados bigotes, envuelto en su capilla, y que nos tendiera la manca mano, y al ocupar el sitio que le reservábamos en la mesa (cubierto vacante como el del Comendador), hubiese dicho con gravedad castellana:
—Dios guarde a vuestras mercedes; vengo a hacer colación con personas que tan bien me quieren.
Hace un mes que comimos allí, teniendo como compañero invisible al gran don Miguel, y sin embargo parece que han pasado años.
*
*   *
Un suceso triste se ha interpuesto. Como nos interesaba todo lo de la posada de la Sangre, a los pocos días de regresar a Madrid, un amigo de Toledo nos remitió este telegrama:
«El dueño de la posada de la Sangre se ha suicidado.»
Ni su nombre sabíamos. Era un hombre insignificante, triste y enfermucho. Si hubiera sido el propietario de todo el barrio de Salamanca o de la puerta del Sol, habríamos llamado imbécil al que gastaba una peseta por darnos la noticia; pero ser dueño de una posada en la que vivió y escribió Cervantes, es algo más simpático e interesante que ser senador vitalicio o primer accionista del Banco.
Ayer llegué hasta la puerta de la posada de la Sangre. Iba a recordar lo de un mes antes, como los viejos recuerdan lo de su juventud: quería comer solo en el sucio patio, mirando el cuarto famoso; pero el edificio me pareció menos risueño; le daba sombra el recuerdo de la desgracia o mi soledad, pues me faltaban los alegres camaradas.

Vi en el fondo del patio, sobre el viejo arcón, a la posadera vestida de luto; los niños con trajes negros correteaban persiguiendo a las gallinas; ni siquiera se oían las risas de los arrieros y las coplas de las criadas.
No; atrás. Si la imagen de D. Miguel viene a sentarse a mi mesa, indudablemente rondará en torno de ella el triste posadero con la cabeza perforada por agujero sangriento, pues cuando la imaginación se abre, ábrese para todos los recuerdos.
«Nunca segundas partes fueron buenas.»
Y me alejé pensando en la inmensa fuerza de voluntad que proporciona un cerebro poderoso y bien equilibrado: en aquellos dos hombres tan diferentes por su importancia como por su vida.
¿Por qué se suicidó el pobre diablo?... ¡Quién sabe! Disgustos de familia, penalidades físicas, cuestiones de dinero; tal vez por cansancio de la vida.

Y pensaba en mi D. Miguel, soldado heroico jamás recompensado; batiéndose como una fiera para que otros se llevasen la gloria; esclavo y tratado a latigazos como una bestia; en continuo contacto con los grandes y siempre sin blanca; obligado a mendigar con serviles dedicatorias, él tan altivo, tan pundonoroso, que por la más leve ofensa echaba mano a la espada; sufriendo hambre cuando escribía el primer libro del mundo; batallando con la desgracia y la miseria, sin desmayar jamás ni perder la alegría; cobrando cédulas de alcabalero cuando tenía plena conciencia de su genio; cargando resignado con la albarda de asno de la vulgaridad, sabiendo como sabía que era soberbio león del arte.
Nadie tuvo mayor derecho que él para quitarse la vida, para salir cuanto antes de un mundo en que sólo ingratitudes y humillaciones encontró; y sin embargo permaneció firme en su puesto, como soldado disciplinado, como aquel Valentín hermano de Margarita que, fiel a la consigna, no se presenta a Dios hasta que éste le llama.

3 comentarios:

  1. Que bella y emotiva historia Marga. Gracias por tu investigación desinteresada que arroja luz sobre este personaje tan amado y denostado al mismo tiempo. Gracias por tu luz ;-)

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    1. Gracias a ti, por apoyarme siempre! Y gracias por participar con tu trabajo y el apasionado entusiasmo en la recuperación y la difusión de la histórica figura de Blasco!!!

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