Fumo. Fumo otra vez nervioso, quizá con rabia. Son unas
chupadas breves, intensas. El taxista –«pardon, monsieur»– ha ido a
preguntar una cosa. Ha aparcado aquí, en Menton, en esta plaza, donde hace un
sol que no hay quien lo aguante –«pardon, monsieur»– , junto a este coche
donde una señora joven y bonita se aburre también, en bikini, con un niño en
brazos. Vuelvo a fumar. Me mira esta señora. Me doy cuenta: la he sorprendido.
Me he vuelto a ver si regresa el taxista y se han cruzado nuestras miradas. Ha
sonreído. Vaya, hombre. Lo que faltaba. Y el taxista sin venir.
Me gusta y me irrita Menton. Yo no he venido propiamente a
ver Menton. Luego vendré a ver Menton. Tomaré unas cuantas notas. Urdiré una
crónica. Intentaré una colección de octavas reales más larga y menos soporífera
que «La Araucana» a ser posible. Pero ahora no. Ahora no… Ahora, no.
Ha vuelto el taxista. Tiene una pinta de Jean Gabin, de Jean
Gabin viejo, que no se la salta un gitano. Pero debe de ser joven. Ha vuelto
sudoroso, nervioso. «Pardon, monsieur».
Rápidamente se sienta, se pone al volante. Otro cigarrillo. Maniobra vamos a
salir pitando. La señora se ha dormido dentro del coche – por lo menos cabecea –,
con el niño dormido en sus brazos. Cruzamos Menton. Ahora vamos a Garavan, y
que está a la otra parte de Menton. Cruzamos por delante del Casino, torcemos
luego. Sobre la marcha, el taxista se vuelve apenas y repite, pero
preguntándome:
– ¿Vicent Blascó Ibáñez?
Mastico, trituro, o acaricio minuciosamente, las palabras:
– ¿Vi-cen-te Blas-co I-bá-ñez.
– «Oui. Perdon, monsieur»
Se agacha como Ocaña. Le da al acelerador. Se embala. Es un
golpe rápido y efímero. Para en seco. No hay nadie. No iba a matar a nadie.
¿Por qué se ha detenido? Se abandona en el asiento. Estira las piernas. Miro.
Casi me quemo los dedos con la colilla del cigarrillo. Me inclino más y miro
todavía. Lo veo en una esquina. Es una pequeña lápida de mármol. La inscripción
es en versales henchidas en la piedra. El color de las letras debió ser rojo en
tiempo. Leo «Avenue de Vicente Blasco Ibáñez». La hora de la verdad. No hay que
detenerse en pamplinas ni en emociones. Hay que hacer «el ánimo» y echarse al
ruedo como un espontáneo. O como un policía que sabe que en esta, a lo mejor,
se juega la vida. Bajo del coche. Miro a un lado y a otro. Me subo los
pantalones. Quizás me aseguro el cinturón.
Meto la cabeza por la ventanilla y le digo al taxista que me
voy a pie. Que es un camino que he de hacer a pie, que aunque él no lo
comprenda debe ser una especie de promesa que sin duda hice en algún momento
lejano y es imprescindible que vaya a pie y casi descalzo. Que me siga,
despacio, y que a la puerta de Fontana Rosa nos veremos.
Evidentemente, el taxista no lo comprende, no lo entiende,
pero hay algo –en mi acento, en mi decisión–, que le embarca misteriosamente
en la aventura. Yo podría hacer en estos momentos lo que quisiera del taxista.
Podría mandarle a comprar un paquete de Winston o podría mandarle a Cannes a
que se me subiera cualquier cosa que se me hubiera olvidado. El me mira con
asombro, quizás con piedad, contagiado, los ojos. Me he vuelto seco al hablar.
– «Oui, monsieur.»
Lo confieso: estoy emocionado. Pero todavía no quiero que se
me note. Prácticamente he venido a Francia para esto: para ver, en esta esquina, esta inscripción, esta pequeña y vieja lapida, esta calle dedicada a Blasco
Ibáñez en Menton que no hay en Valencia. Y luego, lo que venga, lo que el
destino –ay el destino– me depare.
Vuelvo a asegurarme, no sé por qué, quizás sea cosa de los
nervios, el cinturón. Y avanzo; avanzo solo. Voy a iniciar, en solitario, un
largo y emocionante «traveling», calle –avenida – arriba. Solo ante el
peligro.
Camino, al principio, con cierta dificultad. Han sido muchas
horas, han sido muchos kilómetros dentro del coche, con este calor tan
insoportable. Pero, poco a poco, advierto como si se me independizaran los
pies, las piernas, y camino incluso con ligereza. Porque tengo prisa; quiero
acabar pronto.
Desciende un coche. Me aparto. El coche tuerce, antes de
llegar a mí, por una esquina. Ese idiota podía haber avisado. Sigo. Me vuelvo.
El taxista, al comienzo de la calle, espera. Inicia la maniobra para seguirme,
despacio.
No veo Fontana Rosa. Enciendo otro cigarrillo. Una mujer
vuelve a casa con la compra. Sobresale, como siempre, el pan, los panes. Nos
cruzamos
– «Bonjour»
– «Bonjour»
Voy cuesta arriba. Desde Mónaco no hemos dejado
prácticamente de ir cuesta arriba. La cuesta arriba, en realidad, comenzó apenas
abandonamos Niza. Hemos bajado y hemos subido. Pero hemos subido siempre. Y
sigo subiendo. Miro a derecha e izquierda. No encuentro a nadie en toda la
calle. Y de golpe…
Fontana Rosa. Aquí, a mi derecha, está Fontana Rosa.
Hago de tripas corazón. Me detengo. Se me agolpan los
recuerdos, las ilusiones, los deseos. Recuerdo a mi abuelo, a quien apenas
conocí y de quien heredé las obras de Blasco. Recuerdo a aquel dulce vecino de
Burjasot, republicano y ateo, que, finalmente, recibió la comunión, poco antes
de morir, en calzoncillos, aquellos calzoncillos largos que se amarraban al
tobillo, con rayitas grises, arrodillado y tiritando sobre la cama. Temblaba
con los sudores de la muerte y tenía cruzadas las manos y abría la boca con una
avidez enorme. Recuerdo la nota que cerraba las novelas de Blasco Ibáñez en su
última etapa: «Fontana Rosa. Alpes Maritimos». Recuerdo… No hago literatura.
Que se vaya al cuerno toda la literatura. Pero se me escapan unas lágrimas. Por
fin… Me veo leyendo, tan niño todavía, «Cuentos valencianos», «La barraca»,
«Cañas y barro». Veo en una pared, en mi habitación, clavado con chinchetas,
aquel grabado de Blasco Ibáñez, entre amarillo y sepia, que divulgaron tanto a
raíz de la muerte del novelista. Y toco la aspereza de la pared con la punta de
los dedos como si tocara un nicho, como he acariciado un nicho – como si tocara
una mejilla. Fontana Rosa.
El taxista, emocionado, me observa. No me lo dice. Pero le
noto, le sé a mis órdenes. Si le digo que se cargue la tapia, se la carga. Si
le digo que secuestre en Valencia los restos de Blasco Ibáñez, los secuestra.
Si le digo…
Pero no le digo nada. Sobresalen por encima de la tapia,
polvorientos, unos árboles. No hay ninguna pizca de briza. El taxista suda por
todas partes. Tiene la cara colorada, congestionada, como si hubiera liquidado
él solo una botella de coñac.
Son más de las doce de la mañana del viernes, 24 de agosto
de 1973; cae un sol implacable. He querido subir a pie, como en otro tiempo
subía a San Miguel de Liria, esta breve y apenas sinuosa cuesta. Estoy, por
fin, ante Fontana Rosa. Me alejo unos pasos. Miro la fachada. En el hierro de
la puerta, en sus dos hojas, en el centro un anagrama a base de la B y la I
enlazadas: Blasco Ibáñez. La puerta está pintada de verde, un verde viejo;
detrás de la verja hay otra lámina, del mismo color, que impide ver lo que hay
dentro. En lo alto, campean, a la
izquierda, el busto de Balzac; en el centro, considerablemente más grande, el
Cervantes; a la derecha, el de Dickens, los tres a base de azulejos de Manises
en los que predomina el azul. Y el nombre de la villa: Fontana Rosa. Y el deseo
de Blasco Ibáñez: El jardín de los novelistas.
Esto mismo se repite, debajo de Balzac, en francés; debajo de Dickens,
en inglés. A la izquierda, en la pared, hay una larga lápida: sobre ella, el
perfil de Blasco Ibáñez, en bronce; luego, una larga prosa oficial hace memoria
de que allí vivió y murió don Vicente Blasco Ibáñez y de que, en octubre de
1933, el Gobierno francés decretó solemnes honras fúnebres por el novelista.
Asomas, por encima de las tapias, unos cipreses. Hay mucho silencio y mucha
soledad. De vez en cuando chirría una cigarra.
Me alejo unos pasos. Aquí fue donde el regimiento alpino
rindió honores militares cuando salía para siempre en cuerpo de Blasco Ibáñez
metido en el ataúd; descendió, cuesta abajo, por ahí. A la puerta de Fontana
Rosa –me doy cuenta ahora– hay, derribado, un enorme cubo de basura; revolotean,
zumban, unas moscas. Por todas partes hay el encendimiento de las flores.
Precisamente enfrente de Fontana Rosa hay otra villa, sencilla, pulcra,
deliciosa, que se llama «Ville des Fleurs».
Me acerco a la puerta y llamo, a golpe de puño: no hay
timbre, no hay campanilla. Aguardo. Aguardo en vano. Y vuelvo a golpear. Miro,
por una rendija; veo el pabellón que fuera de la servidumbre; veo más allá, la
residencia de Blasco. Y veo una molla, no una alfombra, de hojas secas,
cobrizas. Tres gatos rojos mantienen una silenciosa tertulia estúpida. Un coche –un «Peugeot» gris– está abandonado allí. Golpeo con los puños, con los pies;
nadie contesta. El taxista me observa. No puedo contener la excitación. Cojo
una piedra y doy con ella contra el metal, furiosamente, muchas veces. En vano.
Todo en vano. Me irrita la luz. Me irrita esta paz. Me irrita este silencio. Me
lo cargaría todo. Impotente, me agarro a los hierros. Esta es mi última
tentativa de entrar en la Fontana Rosa. Y no me abre nadie. Y no hay nadie. Y
casi lloro y digo más de un taco.
Se me acerca el taxista. Comprueba por las rendijas, lo que
yo había visto. A rebato, con la piedra, con los pies, golpeo la puerta. Salen
probablemente escandalizados, de Ville
des Fleurs. Le preguntan al taxista qué pasa. Entré en la conversación. Me
creen familia de Blasco. No. No soy de su familia. Insinúan delicadamente la
posibilidad de que sea familia ilegitima. Ni hablar. Soy valenciano. He
admirado y he llegado a querer, como
algo propio, a Blasco Ibáñez. Y hay más silencio alrededor. Lo han comprendido
todo. El taxista me pone una mano en el hombro, me atrae hacia sí. La señora de
Ville des Fleurs ha salido con un
platito y un vaso de agua. Pero yo he de seguir. Yo he de entrar en Fontana
Rosa.
El taxista, rápido, se sitúa junto a la tapia, se inclina y
pone las manos como un estribo para que yo suba y trepe tapia o puerta de
arriba. Un niño de Ville des Fleurs
indica un sitio; el taxista corre hacia él. Espero. Lentamente, la puerta de
Fontana Rosa se abre para mí solo. El
taxista ha entrado por la parte trasera, donde la tapia ha caído o ha sido
derribada, ha quitado la burda estaca que mantenía cerrada la puerta y ha
abierto. Creo que se ha cuadrado, por lo menos ha estado en posición de firmes,
mientras yo, muy indigno, muy despacio, con mucha emoción, con mucho temor, con
mucha vergüenza, entro en Fontana Rosa, avanzando en el mar de hojas secas que
casi me alcanza las rodillas.
¡Dios!... Quisiera callar, por pudor, por estricto pudor, el
descuido, el desaseo, la mierda que hay en Fontana Rosa. Nadie lo puede
imaginar. Y esto es lo que Blasco Ibáñez quería que, a su muerte, fuera el
jardín de los novelistas… Esto era el sueño que acariciaba con más íntima
fruición Blasco Ibáñez, mientras sentía sobre él, sobre su vida, sobre su obra,
la tibieza final del sol de la gloria, del sol de los muertos… Esto… Esto.
Aquí está la glorieta donde Blasco Ibáñez se sentaba con su
mujer y sus visitas de más postín. Dos gastados peldaños suben hasta ella. Aquí
está el busto de Cervantes, en bronce, sobre una columnita; aquí, como respaldo
del asiento, está, en chillones azulejos rojos, un compendio del «Quijote»…
¡Qué inútil, qué desesperado amor a España el de Blasco Ibáñez!...
No he querido sentarme. He sentido, legitimo, el deseo de
robar. He sacudido la columna que sostiene el busto de Dostoyevski, pero la
mala zorra de la piedra no ha cedido. Y he roto a llorar. No podría ya más;
compréndanlo. He roto a llorar mirando
alrededor los bustos de Zola, de Víctor Hugo, de Dostoyevski … He roto a llorar
mirando tanto abandono, tanto porquería, tan poco amor por la memoria de Blasco
Ibáñez. Y otra vez me ha puesto la mano en el hombro el taxista, maravillado y
asqueado de cuanto hay allí y de cómo se encuentra.
He entrado en una especie de garaje o de hangar, donde, sin
duda, estuvo el cine particular del novelista. He salido otra vez. De un
puñetazo ha cedido una madera. He mirado, allá arriba, la prodigiosa terracita
desde la cual Blasco Ibáñez dominaba, en una extensa panorámica, Menton,
Mónaco, Montecarlo… Y persianas desvencijadas y rotas, y montones de
basura domésticas y ventanas abiertas y
cayéndose.
De pronto he advertido, bajo mis pies, un estremecimiento;
bajo mis pies y en las maderas, en los cristales. He esperado en silencio. He
roto en un grito:
– ¡El tren!
Era el tren, sí; se ha escuchado el silbido. Era el tren del
primer capítulo de «Los enemigos de la mujer», solo que sin soldados, sin
gritos, sin voces. Era el tren que cruzaba los más humanos relatos de la guerra
hechos por Blasco Ibáñez –algunos de «El préstamo de la difunta», algunas
páginas de algunas novelas. A estas horas Blasco Ibáñez, con don Jaime de
Borbón y Josep Plá, bajaban a Menton, al Casino, y se iban a comer.
Se pierde, subterráneo, en la lejanía, hacia Italia, el
silbido insensato del tren. Y me quedo más solo. O me siento más solo.
Me vuelvo. El taxista, de espaldas, pero al acecho, está
meando. Sorprendido, suplica:
– «Pardon monsieur»
La emoción, el nerviosismo, se ha ido por ahí. Bueno.
Recorremos la teoría de bustos, Víctor Hugo, Zola. El Dostoyevski
admirable; observa todo, con unos ojillos sutiles como cuchillos. Son los ojos,
quizá, de haber «visto» «Los hermanos Karamazov», «Crimen y castigo», «Los
endemoniados»… Por aquí paseaba y se sentía seguro… aquí sí que se sentía
seguro don Vicente Blasco Ibáñez.
«– He ganado muchísimo dinero con mis novelas…» ¡Y el que se
gana todavía, don Vicent!
Aquel Blasco Ibáñez, que tenía peseta a peseta, tan temprano
y tan arraigado, el sentido de la «propiedad inmobiliaria» –la Malvarrosa, Fontana Rosa… ¡Qué desastrado
final de sus casas (Fontana Rosa, la Malvarrosa)! Y en un vulgar nicho de
Valencia, sus restos, y eso gracias a la rápida gestión de un gobernador,
Solsona, harto de ver ¡cinco años! Aquel ataúd dando vueltas por el «depósito»
y sin recibir sepultura.
¡Dios! Son demasiadas cosas juntas. Esto no se hace. La
cabeza me va a estallar. Me agarro la cabeza. Pero he de seguir. He de apurar
toda la amargura, toda la tristeza, toda la vergüenza, toda la desolación. Todo
este cáliz. A zancadas, a zancadas de borracho o de moribundo, recorro, en una
y otra dirección, todo el jardín. ¿Jardín?
En sus últimos años, Blasco –lo escribió– se pasaba a
veces semanas sin salir de su casa, prácticamente paseando por «su» jardín,
porque se dedicaba afanosamente a escribir. Sabía que la muerte podía, iba a
subir, inesperadamente, por esta cuesta; sabía que entraría como Pedro por su
casa. Le irritaban los ladridos de los perros de doña Elena.
«Estos perros», lo ha recordado J.L. León Roca. Miro el pabellón donde vivía,
donde escribía, donde se lo llevó la muerte, arrancándolo de los brazos
súbitamente maternales, de su criada, mientras él, con la mano, torpemente,
buscaba todavía las gafas en la mesita de noche, como si con ponérselas, no se
fuera a morir. ¿Qué habrá sido de sus gafas, de su pluma? Todo eso son, ya,
virguerías.
Ahora sí. Ahora –no podía ya más– me he sentado en uno de
los peldaños. El taxista, de pie, me ofrece un pitillo. Rechazo, obstinado, con
la cabeza. Procuro ser amable; levanto la cabeza y le sonrío. Pero él no me ve;
él mira estupefacto, aquella ordenada belleza de bustos, de posibles rosales,
de problemáticos jazmines, de sólidos cipreses, con una perplejidad
indescriptible. Tampoco él lo entiende. Esto no hay quien lo entienda.
La puerta de Fontana Rosa sigue abierta. En el suelo, la
estanca vulgar que la aseguraba. En seguida, el armatoste del coche. Me hice la
ilusión, al principio, de que quizás fuera el que utilizó Blasco. Entiéndanme: pensé que se rendía «un» culto familiar a Blasco… Los tres gatos me observan
sentados en el mismo sitio.
Brilla, enfrente, en la basura, debajo de las hojas secas.
Me abalanzo. Me sigue el taxista. Escarbamos afanosamente como si fuéramos a
desenterrar a alguien.
Es otro coche, enterrado en aquel estercolero. Sonrío. Da
pena, da asco.
«Nada me falta. Todo lo que deseé ha llegado para mí; en
mayor o en menor cantidad, pero ha llegado. Ni uno sólo de los ensueños de mi
ambición y mi envidia, cuando era joven, dejó de realizarse…» Y cae el sol. No
es el sol de los muertos, tibio y leve…es un sol crispado de agosto; es un sol
colérico y reivindicativo que quizás convoca a los muertos a ponerse en pie.
Pero este muerto mío, este Blasco Ibáñez, no puede ponerse en pie y echar a
andar, lleno de agujeros.
Toda la ilusión, toda la larga tensión, toda la emoción, se
ha roto en mí, me ha roto los nervios y lloro y sudo mientras sigo mirando. Me
sorbo los mocos, luego me paseo estúpidamente el pañuelo, en un puñado, por la boca
seca, por las mejillas, por las narices. Noto como si aquella mañana no me
hubiera afeitado. Es lo que ocurre.
Estoy en la puerta de la casa, propiamente, en la que Blasco
Ibáñez vivió y murió. Un empujón y entro. Pero me detiene un último y muy casto temor.
No; esto no. Hubiera sido como destapar un ataúd con un muerto muy querido
dentro. No; esto no.
Las manazas del taxista parecen dispuestas; hubiera bastado
una indicación y se hubiera cargado la puerta. No; esto no…No.
A espaldas de la casa, está desmochada, una tapia. Hay
señales de trabajo como de excavaciones. Un poco más allá hay una grúa
amarilla. En el suelo, empaquetadas, hay unas muestras de tierra. Luego me
dirán los vecinos que quizás van a venderse unas parcelas. Yo no lo sé. Luego
me dirán que el Gobierno francés quiso salvar todo esto – ¡el
Gobierno francés! – y no se llegó a un
acuerdo. Yo no lo sé. Luego me dirán que alguien, probablemente inglés, robo, hace unos
meses, los bustos de Shakespeare y de Dickens, Y sonreiré. Yo también pude
robar cuanto hubiera querido en Fontana Rosa. Pero no lo hice. No lo podía
hacer. Eso, que lo hagan otros. Que lo haga otro que no piense nada más que en
la belleza de los bustos o en el peso de la chatarra. Eso yo no lo puedo hacer.
Pero cualquier día lo hará cualquiera.
Me encamino a la puerta como si saliera de un cementerio,
como si regresara de un doloroso entierro. Crujen las hojas secas bajo mis
zapatos. Levanto los ojos y delante de mí veo a unas señoras, a unos niños. Son
los vecinos de antes. Intento sonreír. Pero no les engaño. No nos decimos nada.
Dejo mi mano en la cabeza de un niño. El taxista, con la rapidez expeditiva de
un sepulturero, cierra la puerta –¡cómo me irrita este chirrido!– Me llevo
las manos a los oídos. Atranca otra vez la puerta. Esto se ha acabado. Como en
un cementerio, como en un entierro, doy la mano a estas buenas gentes. Una
vieja señora, que probablemente, niña aún, conoció a Blasco Ibáñez, retiene mi
mano en las suyas unos segundos, unos minutos, unas horas. La miro en los ojos.
En sus ojos hay fortaleza, la fortaleza que el silencio me pide. Intento
sonreír. Probablemente me sale una mueca desvencijada. Me meto en el taxi.
Arranca el coche, como el coche de los muertos, muy
despacio. Miro por última vez, a mi izquierda, Fontana Rosa. Esto se ha
acabado… Me despiden saludándome sin palabras, con la mano. Bajo la cabeza. Pero
no es el dolor. O no es el dolor sólo; es la vergüenza, es el asco. Estoy
dispuesto a pedir perdón de lo que yo no hice. Las palabras están demás. Calla
el taxista. Aplicado al volante, mirando enfrente –pero a mí no me engaña– me
alarga, sacándolo de no sé dónde, su cajetilla de «Gitanos». Cojo un cigarrillo
y fumo. Esto se ha acabado.
por VICENT ANDRES ESTELLES,
(publicado en septiembre de 1973)
En 1973, cuando el autor de este artículo visitó Fontana Rosa, habían pasado 43 años de la muerte de Blasco. Es un artículo emocionante, triste, desolador... sobre una realidad que pocos conocieron o conocen.
Ahora, casi medio siglo después de su dolorosa experiencia, somos otros los que, igual a él, admiramos y hemos llegado a querer, como algo propio, a Blasco Ibáñez. Y precisamente, en estos calurosos días de verano del 2020, nos embarcaremos en una nueva aventura: ir a conocer la actual Fontana Rosa, con la ilusión de lograr captar sensaciones, imagenes e impresiones singulares, y luego, compartir –vía Internet: en el blog, las redes sociales, etc.– para todos los interesados.