Blasco Ibáñez es uno de los pocos escritores que no pueden ser juzgados serenamente, con frialdad crítica. La generación que vivió con él tiene el espíritu y la carne encendidos en las luchas que su nombre levantaba. Blasco, todo pasión, nos ha dejado la herencia de esta pasión. Se le quiere o se le odia. Pero su obra no permite esa admiración amable, bañada de indiferencia, que escolta a ciertos autores prudentes.
En Blasco no es posible separar al hombre del escritor. La
obra y la acción son en él la misma cosa, se funden en una misma página. Y
quizás se equivoquen quienes crean que los años fatigarán las tempestades que
él ha puesto en movimiento. Creo que su nombre las seguirá formando, como las forman
todavía hoy los nombres de Víctor Hugo y de Zola. Ante el hecho humano de
Blasco Ibáñez nadie puede permanecer indiferente.
Miomandre lo compara a una fuerza torrencial que nos
arrastra. La imagen es exacta. Los hombres de hoy y de mañana están ya cogidos
en su torbellino y no se escaparán. He ahí el homenaje que la posteridad
reserva a Blasco Ibáñez.
Era como una fuerza de la naturaleza. Y, muerto, lo sigue
siendo. Quienes se acerquen a él con sentido crítico realizarán una proeza tan
inútil como quien quiera analizar un rayo en el momento de la descarga.
Recuerdo, especialmente, con qué magnífica indiferencia
recibía cuanto se decía sobre él. A veces leía artículos dedicados a sus obras,
pero no porque esperase con ansiedad el juicio ajeno, sino porque el autor de
aquel trabajo le interesaba como escritor. Igual lo hubiese leído de estar
dedicado a otro novelista, si la firma era la misma. Lo evidente era el
desinterés por el halago o la mordedura.
Blasco, que tenía una cultura asombrosa, que era un gran
investigador de historia, que conservaba en su memoria increíble la lectura,
como reciente, de millares de volúmenes; que había visto y vivido lo que otros
sólo habían leído, que tenía un gran respeto por todos los trabajadores
intelectuales, cualquiera que fuera su escuela o su tendencia, no era hombre
que podía encerrarse en un determinado círculo cultural. Escribía, como
respiraba, por necesidad, como si con ello cumpliese una función ineludible de
la existencia. Vivía para la acción y escribía para el pueblo, para todos.
He ahí la diferencia con ciertos autores que sólo escriben
para literatos y que están condenados a la degeneración de las uniones
consanguíneas.
Lo que se ha dicho sobre la ambición de gloria, el orgullo
de las riquezas y la vanidad personal de Blasco Ibáñez ha sido una pura
majadería.
Blasco fué uno de los hombres de sentimientos más naturales
e inocentes. Era un mediterráneo exaltado. Ignoraba el valor exacto del dinero.
Despreciaba absolutamente a los aduladores. No hablaba de sus novelas una vez que
las había escrito. Las olvidaba. La fama, la fortuna que éstas le
proporcionaban eran el pasado. Y Blasco jamás volvió la vista atrás.
Conviene insistir sobre este punto para desvanecer una
creencia injusta. Todos los escritores tienen un sentido escenográfico de la
vida. Se saben contemplados por millares de espectadores. Tratan de satisfacer
la curiosidad de la clientela contándole las cosas, sus cosas más íntimas y
personales. En la obra de todo escritor hay una profunda estela autobiográfica,
que descubre la idea importante que tuvo el autor de su propia existencia.
Pues bien: Blasco Ibáñez es el escritor que menos huella
autobiográfica deja en sus novelas. He ahí una prueba decisiva de su
desinterés, de su humildad profunda.
Si alguien hubiese dicho un día a Blasco:
—Don Vicente, es usted el centro del mundo.
Blasco hubiera contestado sencillamente:
— Créame que no le concedo importancia.
Lo que ocurre es que Blasco era la acción hecha hombre; era
la vida misma. Y la vida y la acción son intransferibles y se resisten al
secreto.
Blasco había recorrido el mundo con ímpetu, dejando en todas
partes las huellas y el ruido de sus pisadas. Quienes, sin comprenderlo,
contemplaban el espectáculo grandioso de su marcha, podían pensar:
—Estas huellas y este ruido los deja para nosotros.
No; ni para ellos ni para él. Era, simplemente, que Blasco
no podía caminar con más sigilo. Llevaba consigo el impulso de sus ideales, de
su pasión, dé su entusiasmo, de su salud alegre, de su fuerza, de su valor.
Por eso Blasco continúa su vida después de muerto.
CARLOS ESPLA
París, febrero - 1928.
El articulo fue publicado por el periódico El Heraldo de Madrid, en su numero del 28 de febrero de 1928, cuando se cumplía un mes de la muerte de V. Blasco Ibáñez.
La figura de Blasco continúa viva y su obra permanece vigente
e inmune al paso del tiempo.
Hoy, después de tantos años, siguen sonando las huellas y el ruido de sus pisadas. El
tiempo no ha fatigado las tempestades que
él ha puesto en movimiento. Su pasión por la vida, su entusiasmo, su fuerza, su valor, sus
ideales… el auténtico torbellino
desatado hace más de un siglo atrae, atrapa y arrastra.
Muchísimas gracias, después de casi un siglo , parece mentira que este artículo exprese tan bien el sentimiento de admiración y desconcierto que nos genera su obra y su vida.
ResponderEliminarSi, es sorprendente...
EliminarA lo largo del tiempo algunos han intentado dejarlo en el olvido, han criticado su vida o han infravalorado su obra y otros han inventado legendas o han confundido sus mensajes… pero pocos han logrado acercarse a la figura real de Blasco y han comprendido su gran complejidad.
Afortunadamente, en la actualidad existe la tendencia de corregir los errores del pasado, de redescubrir a Blasco, de reivindicarlo y situarlo a la altura que le corresponde dentro de la historia universal.
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