Tarde de toros en Valencia, Vicente Blasco Ibáñez en 1906 |
El 12 de mayo de 1917, se estrenaba en el Teatro de la
Zarzuela de Madrid la película «Sangre y Arena», dirigida por Vicente Blasco
Ibáñez y Max André; considerada la primera adaptación cinematográfica
de la novela homónima de Blasco, tuvo mucho éxito internacional en aquella época. (Ver: El Cinematografista - parte 1)
V. Blasco Ibáñez en España, durante el rodaje de su película
“Sangre y arena” en agosto del 1916
|
A continuación se reproduce un fragmento del respectivo prólogo escrito en París, en septiembre de 1917.
Porque hice «Sangre y Arena», el amigo Hoyos me pide un prólogo para «Los toreros de invierno». Ignora mi compañero de letras que yo, que escribí la novela del toreo, gusto muy poco de las corridas de toros y de las gentes que en ellas intervienen. No soy enemigo de la llamada fiesta nacional por considerarla sanguinaria. Otros pueblos buscan su recreo en diversiones más bárbaras y mortales. El animal humano necesita de vez en cuando despojarse de las vestiduras que le ha puesto encima la civilización. Quiere volver a sus orígenes dándose un baño de sangre y bestialidad, y es inútil oponerse a esta regresión atávica.
Si me gustan poco las corridas de toros es porque las
encuentro aburridísimas, de una monotonía aplastante.
Cuando, de tarde en tarde, voy a la plaza para acompañar a un extranjero, celebro el espectáculo policromo y agitado del graderío, la teatral salida de la cuadrilla y los lances del primer toro. El segundo me divierte menos, el tercero me hace bostezar, y cuando sale el cuarto, saco un periódico o un libro que a prevención he traído en un bolsillo. Tengo la sospecha de que a la mitad del público le ocurre lo mismo. No hay más que ver la cara estúpida, el paso desalentado, la risa forzada de muchos espectadores cuando salen de la plaza.
Cuando, de tarde en tarde, voy a la plaza para acompañar a un extranjero, celebro el espectáculo policromo y agitado del graderío, la teatral salida de la cuadrilla y los lances del primer toro. El segundo me divierte menos, el tercero me hace bostezar, y cuando sale el cuarto, saco un periódico o un libro que a prevención he traído en un bolsillo. Tengo la sospecha de que a la mitad del público le ocurre lo mismo. No hay más que ver la cara estúpida, el paso desalentado, la risa forzada de muchos espectadores cuando salen de la plaza.
La alegría de las corridas de toros es un prejuicio
nacional. Nos enseñaron de pequeños que son muy divertidas, y lo repetimos como
una verdad indiscutible, para que lo repitan luego nuestros hijos. Ningún español
ha podido formarse un concepto propio y racional de esta fiesta. Muy pocos
recuerdan cuándo vieron la primera corrida. Nos llevan a los toros muchas veces
antes de saber hablar. Luego, la parodia de esta diversión constituye uno de
nuestros juegos infantiles.
Total: que cuando empezamos a darnos cuenta de lo que nos rodea y a querer explicarnos sus causas y virtudes, el respeto al circo taurino y la fe en sus delicias, están ya anclados en nosotros, como algo anterior que escapa a todo razonamiento y toda crítica.
Total: que cuando empezamos a darnos cuenta de lo que nos rodea y a querer explicarnos sus causas y virtudes, el respeto al circo taurino y la fe en sus delicias, están ya anclados en nosotros, como algo anterior que escapa a todo razonamiento y toda crítica.
He pasado una parte considerable de mi vida asistiendo a
corridas de toros y aburriéndome.
Alguna vez (muy de tarde en tarde) la monótona
fiesta se ha hecho trágica, y mi aburrimiento se ha trocado en cólera al ver la
hipocresía del público. «¡Pobre muchacho!», gemían los espectadores a la salida,
lamentando la mala suerte del esbelto gañán, vestido de seda y oro, que había
rodado por la arena, llevándose al vientre las manos ensangrentadas para
contener el escape de su bandullo.
V. Blasco Ibáñez en la Plaza de toros de Valencia;
probablemente en 1906.
|
Y los mismos que emitían estos lamentos de plañidera,
gritaban horas antes contra la víctima, porque el instinto de la conservación
le impulsaba a defenderse, dudando con lenguaje grosero de su integridad
masculina, haciendo suposiciones injuriosas sobre la honradez de su desconocida
madre.
En España— donde varias docenas de escandalosas mentiras
forman la base del credo nacional —, algunos fabricantes de frases han llamado
a la fiesta de los toros «la fiesta del valor» y «la escuela del valor».
¿El valor de quién...?
Yo no he visto nunca en el redondel más que un valiente: el
toro.
Siento por este animal una gran admiración artística. Es la
imagen elegante y majestuosa de la fuerza. Su aplomo y altivez recuerdan al
patricio romano, conquistador del mundo. Otros animales son más esbeltos y vistosos,
pero él tiene la gracia recogida y vigorosa de las bestias que casi ha
suprimido el cuello, la parte más frágil de todo organismo. Su cabeza forma una
masa con el cuerpo, como en el elefante, como en los peces veloces, como en
todos los animales-arietes. Una injusticia de la opinión vulgar, repetida durante
siglos, le proporciona la aureola simpática de los grandes calumniados. Las
gentes, no viendo más que sus cuernos, le convierten en símbolo de los hombres
pacientes y engañados. Y mientras tanto, él, en el silencio de las dehesas, se
bate por amor, a cornada limpia, horas y horas, con fiera tenacidad, terminando
su pelea únicamente cuando intervienen pastores y cabestros, o cuando muere.
Este es el único valiente que existe en el redondel. Ataca derecho, como los héroes, y de
engaño en engaño, la malicia humana le va arrancando las fuerzas, la sangre,
los pedazos de cuero, hasta que, hecho un guiñapo, sudando escarlata, con el
hocico en la arena y las piernas vacilantes, se atreve el hombre a acercarse
por primera vez a su testuz, contoneando las caderas y echándolas de majo.
Después de este pobre héroe, impulsivo y engañado, existen
varios semivalientes: los toreros.
Yo sólo creo a medias en el valor de los actores del
redondel. Es un valor convencional, incompleto, frágil, producto de la afición,
del hambre, del deseo de disfrutar las comodidades de la riqueza, del ansia de
gloria que sienten los iletrados con más vehemencia que los cultos. La prueba
de lo quebradizo e inconstante de este valor, es lo poco que dura. Cincuenta mil
duros en el Banco, o simplemente el sabor de la primera cornada, convierten al
antiguo suicida en un conejo pronto a la fuga. Además, por regla general, el héroe
que desafía a los cuernos se siente menos inclinado a desafiar a los hombres.
Su coraje necesita el redondel, el aplauso, las trampas y engaños del oficio.
En este país de guerras y corridas de toros, no conozco un torero que haya sido
célebre por sus hazañas bélicas. Convertido en soldado, estoy seguro de que no
irá más allá del albañil, del mozo de campo o del oficinista, y aun tal vez se quede
detrás de ellos, por la costumbre profesional «de hurtar el cuerpo...»
Sangre
y arena, novela de V. Blasco Ibáñez publicada por F. Sempere y Co. 1908 Ilustración: Viscai |
Detrás de estos medio valientes está el inmenso y cobarde
público, el canalla de catorce mil cabezas que, en las horas de la tarde dedicadas
a la digestión, celebra la agonía de la más noble de las bestias, pide a gritos
nuevos caballos para contemplar sus chorizos colgantes, que expelen sangre
obscura y boñigas sueltas, e insulta a los hombres que instintivamente huyen de
la muerte, mientras paladea la villana y cruel voluptuosidad de contemplar el
peligro desde un lugar seguro.
¡La escuela del valor...! «Ver los toros desde la barrera»
es una frase corriente que significa astucia, inercia, egoísmo, explotación del
esfuerzo ajeno, y que muchos admiran como un resumen de la sabiduría.
Tal vez nuestros mayores males y defectos provienen de esta
fiesta de cobardía colectiva que se titula «escuela del valor», de que nos acostumbran de
niños a ver los peligros ajenos desde un lugar seguro, dándonos además el
derecho de criticar, con aire de héroes, lo que no osaríamos hacer nunca por
puro miedo.
En la vida española todos quieren estar en las gradas, por
ser lo más cómodo, lo menos peligroso, lo que permite el libre ejercicio de la
maledicencia y de la crítica. Sólo los ilusos y los desesperados bajan al
redondel. Cuando surge un conflicto internacional, la muchedumbre grita con
entusiasmo: « ¡Viva la guerra...!» Pero que vayan los otros. Cuando se cansa de
un régimen, se pregunta: « ¿Cuándo vendrá la revolución...?» Pero que la hagan
los otros. Todos contemplan, esperan y juzgan desde la barrera; pocos bajan y se
mueven.
En los juicios y simpatías nacionales vibra el mismo
capricho inestable, la misma falta de fijeza y de lógica, que conmueven con ráfagas
de locura al público del circo. El aplaudido de ayer es silbado hoy y será
glorificado mañana, sin que sus actos sean diferentes; los entusiasmos se
distribuyen con una equidad de mujer histérica; los peones de mala suerte dan
todos sus esfuerzos sin llamar la atención; los embusteros graciosos arrancan
con un falso gesto granizadas de aplausos y hacen contraerse a las masas con
epiléptico entusiasmo: los hombres inspiran más fanatismo que los hechos; media
plaza cambia insultos con la otra media, mirando cada cual a su héroe que está
en el redondel y creyéndolo superior al de los otros, cuando todos ellos se
entienden y profesan a sus adoradores un desprecio común; el más humilde mirón
se cree capaz de hacer las cosas mejor que el que está abajo, pero no desciende
al terreno, y sigue en su asiento seguro, para poder continuar dando consejos.
¡Oh, diversión taurina, imagen de un pueblo falto de
tenacidad, amigo del quietismo, de las comodidades y de la crítica, que gusta de
las emociones que proporciona la lidia de los toros..., pero toreándolos otros,
y no quiere abandonar por un momento el seguro de la barrera...!
Recuerdo la súbita revelación que tuve hace años de la pequeñez
heroica de esta fiesta. Vino a visitarme en Madrid un profesor de una
Universidad célebre de los Estados Unidos, y lo llevé, como es de rigor, a
presenciar una corrida.
Vista interior de la Plaza de toros de Valencia, siglo XIX
|
Este hombre de ciencia es a la vez un hombre de acción, un Roosevelt
de la Cátedra, jinete, boxeador, aficionado a las cacerías peligrosas y a las
exploraciones de países misteriosos. Presenció atento todos los incidentes de
la corrida, frunciendo las cejas rubias sobre sus lentes de miope. De vez en cuando
dejaba caer una palabra de aprobación: «;Muy bien...!» «¡Verdaderamente interesante...!»
Pero se adivinaba que una idea nueva le roía el interior de la frente.
A la salida habló:
— Muy interesante la fiesta, pero algo monótona... ¿No sería
mejor soltar los seis toros de una vez, para torearlos al mismo tiempo...? El
espectáculo resultaría más corto, pero ¡qué emocionante! ¡Cómo podrían esos
mozos lucir su valor...!
Admiró al «yanke» como un gran sabio. Había dado forma
concreta a la vaga causa que me ha hecho aburrirme en las corridas desde que
era niño. ¡Los seis toros de una vez...!
Cuando las corridas sean así, volveré a la plaza. Y asistiré
todavía con más puntualidad si me garantizan que los seis toros saltarán la barrera,
metiendo sus cuernos tendido arriba. Yo soy un mal alumno de la «escuela del
valor», llevo años faltando a sus clases, y puedo huir sin vergüenza alguna. Pero
me gustaría ver cómo los millares de estudiantes que asisten fervorosamente a
cátedra todos los domingos han aprovechado las enseñanzas heroicas aprendidas
en el duro asiento del graderío, rumiando cacahuets y llamando «hijos de pulga»
a los catedráticos.
Hola, soy Mª Amparo López, colaboradora de la Fundación Centro de Estudios Vicente Blasco Ibáñez, me gustaría que me facilitaras una dirección de correo electrónico para poder estar en contacto contigo, ya que veo lo interesante que es tu trabajo.
ResponderEliminarEl mail de la fundación es fundacionblascoibanez@gmail.com, y precisamente hoy estrenamos página web en la siguiente dirección: www.fundacionblascoibanez.com
Estaría bien enlazar tu blog a la web.
Me pongo en contacto por aquí ya que no he encontrado otra forma de hacerlo.
Muchas gracias por adelantado.