por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Dibujos: ESTEVAN
Retirado de los negocios
después de cuarenta años de navegación con toda clase de riesgos y aventuras,
el capitán Llovet era el vecino más importante del Cabañal, una población de
casas blancas de un solo piso, de calles anchas, rectas y ardientes de sol,
semejante á una pequeña ciudad americana.
La gente de Valencia que veraneaba allí, miraba con
curiosidad al viejo lobo de mar, sentado en un gran sillón bajo el toldo de
listada lona que sombreaba la puerta de su casa. Cuarenta años pasados á la
intemperie, en la cubierta de su buque, sufriendo la lluvia y los rociones del
oleaje, le habían infiltrado la humedad hasta los mismos huesos, y esclavo del
reuma, permanecía los más de los días inmóvil en su sillón, prorrumpiendo en
quejidos y juramentos cada vez que se ponía en pie. Alto, musculoso, con el
vientre hinchado y caído sobro las piernas, la cara bronceada por el sol y cuidadosamente
afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la
puerta de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija e imperativa, ojos de hombre
habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitán Llovet,
la leyenda sombría que flotaba en torno de su nombre.
Había pasado su vida en continua lucha con la marina real
inglesa, burlando la persecución de los cruceros en su famoso bergantín repleto
de carne negra que transportaba desde la costa de Guinea á las Antillas. Audaz
y de una frialdad inalterable, jamás le vieron vacilar sus marineros.
Contábanse de él cosas horripilantes. Cargamentos enteros de
negros arrojados al agua para librarse del crucero que le daba caza; los
tiburones del Atlántico acudiendo á bandadas, haciendo hervir las olas con su
fúnebre coleteo, cubriendo el mar de manchas de sangre, repartiéndose á
dentelladas los esclavos, que agitaban con desesperación sus brazos fuera del
agua; sublevaciones de tripulación contenidas por él sólo á tiros y hachazos;
raptos de ciega cólera en los que corría por cubierta como una fiera; hasta se
hablaba de cierta mujer que le acompañaba en sus viajes, y que desde el puente
fué arrojada al mar por el iracundo capitán, después de una disputa por celos.
Y junto con esto, inesperados arranques de generosidad: socorros á manos llenas
á las familias de sus marineros. En un arranque de cólera era capaz de matar á
uno de los suyos; pero si alguien caía al agua, se arrojaba para salvarle, sin
miedo al mar ni á sus voraces bestias. Enloquecía de furor si los compradores
de negros le engañaban en unas cuantas pesetas, y en la misma noche gastaba
tres ó cuatro mil duros celebrando una de aquellas orgías que le habían hecho
famoso en la Habana. «Pega antes que habla», decían de él los marineros, y recordaban
que en alta mar, sospechando que su segundo conspiraba contra él, le había
deshecho el cráneo de un pistoletazo.
Aparte de esto, un hombre divertidísimo, á pesar de su cara
fosca y su mirada dura. En la playa del Cabañal la gente reunida á la sombra de
las barcas reía recordando sus bromas. Una vez dio un convite á bordo al
reyezuelo africano quo le vendía los esclavos, y viendo borrachos á la negra
majestad y sus cortesanos, hizo como el negrero de Merimee: desplegó velas y
los vendió como esclavos. Otra voz, viéndose perseguido por un crucero
británico, desfiguró su buque en una sola noche, pintándolo de otro color y
cambiando la arboladura. Los capitanes ingleses tenían datos en abundancia para
conocer el buque del audaz negrero: pero como si no tuvieran nada. El capitán
Llovet, como decían en la playa, era un gitano del mar y trataba su barco como
á un burro de feria, haciéndole sufrir transformaciones maravillosas.
Cruel y generoso, pródigo de su sangre y de la ajena, duro
para el negocio y manirroto para el placer, los negociantes de Cuba le habían
apodado el Capit in Magnífico, y así
seguían llamándole los pocos marineros de su antigua tripulación que aún
arrastraban por la playa las piernas reumáticas, tosiendo y encorvando el
pecho.
Casi arruinado por empresas comerciales, al retirarse de la trata se había metido en su casa del
Cabañal viendo pasar la vida ante su puerta, sin otra distracción que jurar
como un condenado cuando el reuma lo hacía permanecer inmóvil en su asiento.
Por una respetuosa admiración venían á sentarse en la acera algunos de aquellos
vejestorios que habían recibido de él en otro tiempo órdenes y palos, y juntos
hablaban con cierta melancolía de la gran
calle, como el capitán llamaba al Atlántico, contando las veces que habían
pasado de una acera á otra, de África á América, corriendo temporales y
chasqueando á los polizontes del mar.
En verano, los días que no apretaba el dolor y las piernas estaban fuertes, bajaban á la playa, y el capitán, enardecido á la vista del mar, desahogaba sus dos odios. Odiaba á Inglaterra por haber oído silbar más de una vez las balas de sus cañones. Odiaba la navegación á vapor como un sacrilegio marítimo. Aquellos penachos de humo que pasaban por el horizonte eran los funerales de la marina. Ya no quedaban sobro el agua hombres del oficio: ahora el mar era de los fogoneros.
En los días tempestuosos del invierno, siempre le veían en
la playa con la nariz palpitante olfateando la tormenta, como si aún estuviera
sobre cubierta preparándose á resistir el tiempo.
Una mañana lluviosa vio correr la gente hacia el mar, y allá
fué él, contestando con gruñidos á la familia, que le hablaba de su reuma.
Entre las negras barcas encalladas en la orilla destacábanse sobre el mar, lívido
y cubierto de espumarajos, los grupos de blusas azules, las faldas ondeantes
por el vendaval, con las que se
resguardaban de la lluvia las mujeres. Lejos, en la bruma que cerraba el
horizonte, corrían como ovejas asustadas las barcas pescadoras, con la vela
casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles
saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de doblar la punta del
puerto, amontonamiento de peñascos rojos barnizados por las olas, y entre los
cuales hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado mar.
Una barca desarbolada iba como pelota de ola en ola hacia la
siniestra punta. La gente gritaba en la playa viendo á los tripulantes tendidos
en la cubierta, anonadados por la proximidad de la muerte. Se hablaba de ir
hasta la barca, de echarla un cabo, de atraerla á la playa; pero los más
audaces, mirando las olas que se desplomaban llenando el espacio de polvo de
agua, callábanse atemorizados. La barca que saliera daría la voltereta antes de
mover un remo.
—A ver: ¡gente que me siga! Hay que salvar á esos pobres.
Era la voz ruda é imperiosa del capitán Llovet. Se erguía sobre sus torpes piernas, la mirada brillante y fiera, las manos temblorosas por la cólera que le infundía el peligro. Las mujeres le miraban asombradas; los hombres retrocedían, formando ancho corro en torno de él, que prorrumpió en juramentos, agitando sus manos como si fuera á cerrar á golpes con toda la chusma. Le enfurecía el silencio de aquella gente como si estuviera ante una tripulación insubordinada.
— ¿Desde cuándo el capitán Llovet no encuentra en su pueblo hombres que le sigan al mar?
Lo dijo rugiendo como un tirano que se ve desobedecido; como un Dios que contempla la huida de sus fieles. Hablaba en castellano, lo que era en él señal de ciega cólera.
—Presente, capitá,—gritaron
á un tiempo unas cuantas voces temblonas. Y abriéndose paso, aparecieron en el
centro del corro cinco viejos, cinco esqueletos roídos por el mar y las
tempestades, antiguos marineros del capitán Llovet, arrastrados por la
subordinación y el afecto que crea el peligro afrontado en común. Avanzaron,
unos arrastrando los pies, otros con saltitos de pájaro, alguno con los ojos
muy abiertos mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil, todos
temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada
sobre dobles pañuelos arrollados á las sienes. Era la vieja guardia corriendo á
morir junto á su ídolo. De los grupos salían mujeres y niños, que se arrojaban
sobre ellos queriendo detenerles.
—¡Agüelo!—
gritaban los nietos.—¡Pare!—gemían las
mocetonas. Y los animosos vejetes, irguiéndose como los rocines moribundos al oír
el clarín de las batallas, repelían los brazos que se anudaban á sus cuellos y
piernas, y gritaban, contestando á la voz de su jefe:—Presente, capitá.
Los lobos de mar, con su ídolo al frente, abriéronse paso
para echar al mar una de las barcas. Rojos, congestionados por el esfuerzo, con
el cuello hinchado por la rabia, sólo consiguieron mover la barca y que se
deslizara algunos pasos. Irritados contra su vejez, intentaren un nuevo esfuerzo;
pero la muchedumbre protestaba contra tal locura, y cayó sobre ellos,
desapareciendo los viejos arrebatados por sus familias.
—¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque lo mato!—rugía el
capitán Llovet.
Pero por primera vez aquel pueblo, que le adoraba, puso la
mano en él. Le sujetaron como á un loco, sordos á sus súplicas, indiferentes á
sus maldiciones.
La barca, abandonada de todo auxilio, corría á la muerte
dando tumbos sobre las olas. Ya estaba próxima á los peñascos, ya iba á
estrellarse entre torbellinos de espuma; y aquel hombre que tanto había
despreciado la vida del semejante, que había nutrido á los tiburones con tribus
enteras y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, revolvíase
furioso, sujeto por cien manos, blasfemando porque no le dejaban arriesgar la
existencia socorriendo á unos desconocidos, hasta que, agotadas sus fuerzas,
acabó llorando como un niño.
El artículo fue publicado el 7 de octubre de 1899, en la revista Blanco y Negro
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