LA PARED
CUENTO VALENCIANO
por VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Dibujos: Méndez Briga
Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta ó en
las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían
mirado! ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menos pensado
el pueblo sufriría un nuevo disgusto.
El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz á los
mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios,
de una casa á otra recomendando el olvido de las ofensas.
Casi en las puertas do Valencia, en el risueño pueblecito que desde la orilla del río miraba á la ciudad con los redondos ventanales de su agudo campanario, repetían aquellos bárbaros, con un rencor africano, la historia de luchas y violencias de las grandes familias italianas en la Edad Media.
Habían sido grandes amigos en otro tiempo; sus casas, aunque situadas en distinta calle, lindaban por los corrales, separados únicamente por una tapia baja.
Una noche, por cuestiones de riego, un Casporra tendió en la huerta de un escopetazo á un hijo del tío Rabosa, y el hijo menor de éste, porque no se dijera que en la familia no quedaban hombres, consiguió, después de un mes de acocho, colocarle una bala entre las cejas al matador.
Desde entonces las dos familias vivieron para exterminarse, pensando más en aprovechar los descuidos del vecino que en el cultivo de las tierras. Escopetazos en medio de la calle; tiros que al anochecer relampagueaban desde el fondo de una acequia ó tras los cañares ó ribazos cuando el odiado enemigo regresaba del campo; alguna vez, un Ribosa ó un Casporra camino del cementerio con una onza de plomo dentro del pellejo, y la sed de venganza sin extinguirse, antes bien extremándose con las nuevas generaciones, pues parecía que en las dos casas los chiquitines salían ya del vientre de sus madres tendiendo las manos a la escopeta para matar a los vecinos.
Después de treinta años de lucha, en casa de los Casporra sólo quedaba una viuda con tres
hijos, mocetones que parecían torres de músculos.
En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil en su sillón de esparto, con las piernas muertas por la parálisis, como un arrugado ídolo de la venganza ante el cual juraban sus dos nietos defender el prestigio de la familia.
En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil en su sillón de esparto, con las piernas muertas por la parálisis, como un arrugado ídolo de la venganza ante el cual juraban sus dos nietos defender el prestigio de la familia.
Pero los tiempos eran otros. Ya no era posible ir á tiros
como sus padres en plena plaza á la salida de misa mayor. La Guardia civil no
les perdía de vista; los vecinos les vigilaban, y bastaba que uno de ellos se
detuviera algunos minutos en una senda ó en una esquina, para verse al momento
rodeado de gente que le aconsejaba la paz. Cansados de esta vigilancia que
degeneraba en persecución y se interponía entre ellos como infranqueable
obstáculo, Casporras y Rabosas acabaron por no buscarse, y
hasta se huían cuando la casualidad les ponía á frente.
Tal fué su deseo de aislarse y no verse, que les pareció
baja la pared que separaba sus corrales. Las gallinas de unos y otros, escalando
los montones de leña, fraternizaban en lo alto de las bardas; las mujeres de
las dos casas cambiaban desde las ventanas gestos de desprecio. Aquello no
podía resistirse; era como vivir en familia, y la viuda de Casporra hizo que sus hijos levantaran la pared una vara. Los vecinos
se apresuraron a manifestar su desprecio con piedra y argamasa, y añadieron
algunos palmos más a la pared. Y así, en esta muda y repetida manifestación de
odio, la pared fue subiendo y subiendo. Ya no se veían las ventanas; poco después
no se veían los tejados; las pobres aves de corral estremecíanse en la lúgubre
sombra de aquel paredón que las ocultaba parte del cielo, y sus cacareos
sonaban tristes y apagados a través de aquel muro, monumento del odio, que
parecía amasado con los huesos y la sangre de las víctimas.
Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin
agredirse como en otra época, pero sin aproximarse: inmóviles y cristalizadas
en su odio.
Una tarde sonaron á rebato las campanas del pueblo. Ardía la
casa del tío Rabosa. Los nietos
estaban en la huerta; la mujer de uno de éstos en el lavadero, y por las
rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en
aquel infierno que rugía buscando expansión, estaba el abuelo, el pobre tío Rabosa, inmóvil en su sillón. La nieta
se mesaba los cabellos, acusándose como autora de todo por su descuido; la
gente arremolinábase en la calle asustada por la fuerza del incendio. Algunos,
más valientes, abrieron la puerta, pero fué para retroceder ante la bocanada de
denso humo cargada de chispas que se esparció por la calle.
— ¡El agüelo! ¡ El
pobre agüelo! gritaba la de los Rabosas
volviendo en vano la mirada en busca de un salvador.
Los asustados vecinos experimentaron el mismo asombro que si
hubieran visto el campanario marchando hacía ellos.
Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más palabras se arrojaron como salamandras en el enorme brasero. La multitud les aplaudió al verles reaparecer llevando en alto, como á un santo en sus andas, al tío Rabosa en su sillón de esparto. Abandonaron al viejo sin mirarle siquiera, y otra vez adentro.
Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más palabras se arrojaron como salamandras en el enorme brasero. La multitud les aplaudió al verles reaparecer llevando en alto, como á un santo en sus andas, al tío Rabosa en su sillón de esparto. Abandonaron al viejo sin mirarle siquiera, y otra vez adentro.
— ¡No, no! gritaba la
gente.
Pero ellos sonreían siguiendo adelanto. Iban á salvar algo de
los intereses de sus enemigos. Si los nietos del tío Rabosa estuvieran allí, ni se habrían movido ellos de casa. Pero
sólo se trataba de un pobre viejo al que debían proteger, como hombres de
corazón. Y la gente les veía tan pronto en la calle como dentro de la casa,
buceando en el humo, sacudiéndose las chispas como inquietos demonios,
arrojando muebles y sacos para volver a meterse entre las llamas.
Lanzó un grito la multitud al ver á los dos hermanos mayores
sacando al menor en brazos. Un madero, al caer, le había roto una pierna.
— ¡Pronto, una silla!
La gente, en su precipitación, arrancó al viejo Rabosa de su sillón de esparto para
sentar al herido.
El muchacho, con el pelo chamuscado y la cara ahumada,
sonreía, ocultando los agudos dolores que lo hacían fruncir los labios. Sintió
que unas manos trémulas, ásperas con las escamas de la vejez, oprimían las
suyas.
— ¡Fill meu! ¡fill meu!
gemía la voz del tío Rabosa, quien se
arrastraba hacia él.
Y antes quo el pobre muchacho pudiera evitarlo, el paralítico
buscó con su boca desdentada y profunda las manos que tenía agarradas y las
besó, las besó un sin número de veces, bañándolas con lágrimas.
Ardió toda la casa. Y cuando los albañiles fueron llamados
para construir otra, los nietos del tío Rabosa
no les dejaron comenzar por la limpia del terreno cubierto de negros escombros.
Antes tenían que hacer un trabajo más urgente: derribar la pared maldita. Y empuñando
el pico, ellos dieron los primeros golpes.
Publicado el 26 de agosto de 1899, en la revista Blanco y Negro, numero 434.
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