domingo, 11 de octubre de 2015

LOS NUEVOS COMPAÑEROS - lectura dominical



Hace unos 100 años, "la moda lo chic" era la preocupación y la obsesión constante de los nuevos ricos, la burguesía emergente, las estrella del joven cine, la aristocracia decadente y todos aquellos que con una existencia cómoda, aburrida y errante se implicaban en la competencia social de los caprichos y las extravagancias, para demostrar  o aparentar que tienen más que los demás, movidos por un deseo malsano de originalidad.
Desde entonces, algunas cosas han cambiado; algunos animales supuestamente, tienen nuevos papeles sociales, familiares o “laborales”, tienen más derechos.
También, se dice que algunos humanos han ganado nuevos derechos sociales pero la mayoría hemos perdido la capacidad de decidir libremente, de actuar con el sentido común, humano y natural, en cuanto a nuestra existencia y el futuro.
En cambio, ha aumentado el número de nuevos ricos con sus caprichos y sus extravagancias…  Los demás insisten en admirarlos y si pueden, imitarlos.
En los años 20, Vicente Blasco Ibáñez (el mejor novelista, en mi opinión…) publicaba en la revista La Esfera, un bello artículo ilustrado por Rafael de Penagos (el mejor ilustrador, según mi gusto…), que representa una verdadera estampa de la alta sociedad en la Costa Azul de aquella época.

En el post de hoy deseo compartir aquel artículo, como simple lectura dominical (si alguien tiene tiempo para leerla...).

LOS NUEVOS COMPAÑEROS

Texto: Vicente Blasco Ibáñez
Ilustración: Rafael de Penagos


Hace pocos días hablé con el director de uno de los “palaces” más célebres y caros de la Costa Azul, y este personaje representativo de nuestra época, que tiene automóvil propio, cobra más sueldo que un primer ministro, es amigo de varios reyes y estrecha confianzudamente las manos de los millonarios de Europa y América, me dijo así:
- Una nueva preocupación aflije ahora á los hoteleros. Muchos clientes llevan con ellos un animal, y estas bestias nos dan más trabajo que las personas.
Pensé inmediatamente en los perros, no pudiendo comprender cómo este famoso personaje los consideraba una novedad en la vida de los hoteles.
La Costa Azul es el lugar de la tierra donde abundan más los perros. Los hay á docenas en los “palaces”, en las casas, en los paseos, en los lugares más apartados de la ribera ó la montaña. Hacen imposible un largo y silencioso recogimiento ante la Naturaleza. Cuando se cree uno solo y empieza a saborear la calma rumorosa del paisaje, sumido en profunda paz, suena al lado el grotesco ladrido de algún gozque, último amor de su dueña envejecida, y con la rapidez de un reguero de pólvora inflamada este ladrido se dilata, se multiplica al correr hacia el infinito, pues de todas partes empiezan a contestarle otros aullidos, atiplados o graves, de perros de salón, perros de pescador, perro de granja o perros que tiran de su cadena junto a las verjas de los jardines elegantes.
En este pedazo de Francia, tierra de retiro invernal, donde de cada diez personas que buscan el sol siete hablan inglés y tres solamente francés, la dama vieja con su perrito es el eterno personaje que da valor humano al panorama.
Bien sabido es lo que representan, generalmente, las respetables señoras que viven durante el invierno en la Costa Azul y pasan la primavera en Florencia. Aunque sean de distintos idiomas y naciones, todas resultan iguales. Todas poseen una peluca rubia, una dentadura postiza, una novela inglesa “muy moral”, que nunca acaban de leer, pues aunque la cambien, siempre dice lo mismo…. Y un perro.
A causa de ellas, los hoteleros, que tienen de vez en cuando sus asambleas internacionales en alguna ciudad de Suiza (lo mismo que los diplomáticos de la Sociedad de las Naciones se reúnen en Ginebra), se han visto obligados a ocuparse del perro y sus molestias, combatiendo su existencia por medio del impuesto.
Hace algunos años, los perros, que siempre habían vivido gratuitamente en los hoteles, fueron tasados en dos francos diarios. Ahora pagan cinco, y en ciertos “palaces” diez y hasta quince francos, sin que haya influido esto en su disminución. Al contrario: tener perro en un hotel de lujo significa un gasto considerable; cuesta más que costaba antes de la guerra el mantenimiento de un cristiano, y denuncia gran riqueza en su dueño.
Pero el personaje célebre sonríe despectivamente al oírme hablar de perros. ¿Quién se acuerda de estos animales?... Han pasado de moda y únicamente pueden interesar a las gentes desorientadas que siguen un retraso de varios años los adelantos de nuestra época.
Los altos lebreles de Rusia, estrechos, sedosos, distinguidos e imbéciles; el perro policía, feroz y de una agresividad inteligente; el “lulú de Pomerania”, pequeño y lanudo como un manguito con patas y ojos; los gozques liliputienses, capaces de tener por casa un saquito de mano, todas estas bestias privilegiadas, que cuestan miles de francos y eran acogidas antes con palmoteos y gritos femeninos de entusiasmo, resultan actualmente un regalo vulgar, bueno para los burgueses que no se enteran de lo que es chic.
-Otros animales- añade- son ahora los acompañantes de moda, especialmente de la mujer.
Estas palabras vienen de un hombre en íntimo contacto con la humanidad privilegiada que llega de todas partes a la Costa Azul, vive unos meses en ella y vuelve a esparcirse por el mundo. Nadie puede conocerla mejor… Y me hacen ver, repentinamente, con una concreción luminosa, imágenes que se habían deslizado antes por mis ojos, sin que yo las retuviese.

Me acuerdo de la hora cálida y elegante del Mediodía, cuando circulan los extranjeros por los muelles de Menton, las terrazas de Monte Carlo, el Paseo de los Ingleses, en Niza, y las explanadas del puerto de Cannes. Pasan señoras con la sombrilla japonesa en la diestra, llevando sobre un hombro o en un codo el papagayo amaestrado que las acompaña en sus viajes, 
Otras tiran de una cadenilla al término de la cual marcha un mono a gatas o se apoya en las manos traseras, irguiendo su cabecita orejona y piramidal sobre la capucha de un hábito hecho con tela de casulla. Otras damas, más jóvenes y de arrogancia deportiva, acarician con la punta de su bastón el gato montés, la zorra, el lobito, la pantera o el pequeño tigre que las sigue a todas partes, como en otros tiempos el perrillo faldero.

Estos son los camaradas de viaje que pueden dejarse ver. El célebre hotelero me habla de otros que se quedan en casa, o sea los que permanecen ocultos en el cuarto del “palace” y obligan a los criados a realizar a toda prisa limpieza de la habitación, si es que no se quedan a la puerta vacilantes y medrosos: lagartos soñolientos, hundidos en algodones que les sirven de cama; tortugas, que surgen lentamente del abrigo del sofá; reptiles de piel en cuadricula (molestos de nombrar), que al sentir la caricia del rectángulo de sol de la ventana prolongado hasta su cesto, se desenroscan, levantan la tapa de junco y, dilatando sus anillos, empiezan a subirse por las patas de los muebles.
Como ahora la gente viaja más que en otras épocas y dar la vuelta al mundo es diversión que nada tiene de extraordinario, las personas andariegas y caprichosas, movidas por un deseo malsano de originalidad, escogen los más extraños camaradas para su existencia cómoda, aburrida y errante.

Un recuerdo me conmueve de pronto interiormente, con esa emoción explosiva que acompaña los descubrimientos inesperados.
Me veo, noche antes, en la fiesta de un gran hotel de Niza. Bailan las parejas bajo una lluvia de serpentinas y papelillos dorados. Los domésticos van de mesa en mesa ofreciendo objetos de cotillón. Las gentes se adornan con ellos grotescamente.
Graves señores, de solapa condecorada, han tocado sus cabezas con sombreros de payaso, crestas de gallo o plumajes índicos, todo de papel de seda.

V. Blasco Ibáñez y su esposa con los señores Errazúriz , en la Riviera Palace de Montecarlo, año 1927
Señoras que llevan sobre el pecho un millón en perlas o brillantes ostentan orgullosas en su peinado las diademas de lata o las sombrillitas de cartón que acaba de darles el maitre d´hotel. Entre baile y baile la gente devora. La acidez vegetal del champán derramado en los manteles se mezcla con la acidez humana de las axilas sudorosas.

   Una comida en el Café de París, Monte Carlo, 1927
En una mesa frente a la mía cena un joven solitario de aspecto “exótico”. Va vestido, indudablemente, por un sastre de Londres; pero, a pesar de su correcto smoking, evoca el recuerdo de islas paradisíacas de Asia, bosques de canela, pagodas de rumorosas campanillas, a causa de la indolencia de sus movimientos y el color de su rostro. Puede ser hijo de europeo y de oriental; puede haber nacido en Inglaterra y tener la cara ensombrecida por la causticidad de la atmósfera del trópico. Si se desnuda este joven, perezoso y atlético, tal vez muestre una blancura femenina, alterada únicamente por la máscara de cobre que baja hasta la mitad de su cuello. Con la mano derecha atrapa en el aire las bolas de colores que le envían de las mesas inmediatas, y las devuelve sin esfuerzo.


Su mano izquierda permanece inmóvil y caída sobre un plato con restos del postre. Algo vive y se agita debajo esta mano… Lo recuerdo ahora claramente; lo veo como si aún lo tuviese ante mis ojos. Una cabecita de tortuga se mueve entre los dedos y el borde de porcelana. Avanza, husmeando los restos del postre dulce; luego se oculta… 

V. Blasco Ibáñez en Sudamérica, 
en una toldería de indios matacos del Gran Chaco. 
Año 1909
Conozco esta cabeza triangular; conozco su lengua de hijo bifurcado; conozco sus ojos salientes, que parecen empañarse de blanco al descender el velo cartilaginoso de sus parpados. Yo he vivido en las selvas de América, rotulando por primera vez un suelo virgen durante millones de años. Mi casa era un “rancho” de estacas y barro. Un doméstico indio untaba con ajo las patas de mi catre para que no subiesen por ellas los reptiles que cazan de noche y se introducen en las viviendas buscando la sociedad del hombre. Al romper el día, antes de calzarme las botas altas de cuero de cerdo, había que ponerlas boca abajo. Por si alguno de estos visitantes de había adormecido en su interior. Más de una vez, al encender luz en plena noche, sorprendí por un momento esta misma cabeza en un agujero del techo o del suelo.

El gentleman, de repente, parece olvidar la fiesta y se lleva, sonriendo, su mano izquierda a la cara. Un sopo  frío, algo así como una caricia “del otro mundo”, debe pasar por el bigote recortado.
No ha querido dejar a su amiga arriba, en la habitación que ocupa en el hotel. Teme por ella y la ha traído a la fiesta, enroscada en un brazo. Se asoma suavemente por el puño de la camisa; se apoya en el borde del plato; busca, golosa, las dulzuras fabricadas por los hombres, que su dueño le ofrece disimuladamente.
Así, tal vez, corre el mundo este gentleman de rostro color canela, yendo de gran hotel en gran hotel…
Un mal vecino de cuarto.

Nota: Las tres fotografías no corresponden al artículo publicado en la revista La Esfera; han sido asociadas en esta entrada para ampliar la ilustración del texto, según criterios personales.

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