lunes, 15 de octubre de 2018

La Dama errante



El siguiente artículo es un fragmento de la décima conferencia, la titulada "El misticismo batallador de los españoles", de una serie de conferencias impartidas por Vicente Blasco Ibáñez en Argentina, en el año 1909.

V. Blasco Ibáñez en el Club español de Buenos Aires, en junio del 1909

Señoras y señores:
Lo confieso: jamás he empezado una conferencia con tanta preocupación y tanto miedo. Quizá una gran parte de vosotros venís con el preconcepto de que aprovecharé esta oportunidad para insistir en las ideas en cuya defensa he gastado tanto entusiasmo y tanta energía. No es así. Hablaré de altos personajes históricos que son santos, dejando a un lado mi juicio sobre la santidad, para hablar sólo de sus características humanas y del ambiente en que actuaron.
Otra parte del público pudiera preguntarme por qué he elegido este tema en que hablaré de personas que no se ajustan a las doctrinas de que he sido siempre sostenedor.
Respondo: porque esta conferencia era imprescindible entre las que he venido dando acerca de España, pues hablaré en general del misticismo, una de las germinas manifestaciones del alma española.

Comprendo que esta es, de todos modos, una conferencia de peligro; no saldré incólume, sino como los toreros cuando luchan con un toro superior a sus condiciones. Quedaré «alcanzado», pues me encuentro en esta ocasión entre dos escuelas antagónicas, y aunque pretenda sostenerme en el «justo medio», por no hablar como un predicador, seré atacado por unos;  y por no hablar como un escéptico, seré atacado por otros.
Pero sé también que en la vida de todo pensador, de todo artista, hay algo más repugnante que la adulación, y es la cobardía, y que debe importársele menos del juicio general  que de sus propias ideas, manifestándolas con sinceridad.
Digo, pues, como los creyentes: Suceda lo que Dios quiera ¡ y entro en la conferencia...

***

Para comprender bien a Santa Teresa de Jesús, hay que conocer Ávila, la ciudad en donde vivió, y que tienta a los escritores y artistas. 
Alzase Ávila en una llanura ligeramente ondulada, inmensa, como la pampa argentina, océano de tierra que se besa con el océano del ciclo en los amplios horizontes, sin que la línea oscura de una colina o de una arboleda oculten esa conjunción grandiosa. En tal inmensidad, la distancia, en vez de disminuir los objetos, los agranda: un cordero, en la perspectiva, aparece un caballo, un caballo un elefante, un hombre, un gigante.
Ávila. Vista general, hacia 1900
Esta fantasía óptica contribuye no poco en la imaginación para hacerla creer prodigios, y no deja de ser a la larga una buena escuela para santos. 
Las llanuras inmediatas de Ávila presentan otra particularidad: están  sembradas de  masas de basalto negro, como esos bloques de las pirámides egipcias, y que nadie las creería obra de la naturaleza. Diríase al verlas que una familia de gigantes se ha entretenido en apedrearse con riscos. En su amontonamiento informe, semejan dragones espantosos, seres prehistóricos, rostros de monstruos que asustan al caminante con su mueca espantosa. Esas masas de piedra contribuyen al ambiente de leyenda, y así se comprende que aún hoy, Ávila viva en un ambiente legendario. 
Es esta ciudad una de las pocas de España que conservan su recinto amurallado, circundándola 85 torres con almenas. 

Ávila. Vista general. 1870
El verdadero nombre de Ávila es Ávila de los Caballeros, y esas torres son de palacios señoriales, y véanse coronadas de grifos, de animales heráldicos, de emblemas nobiliarios. Cada palacio es una muralla, un poderoso bastión, que así cada hidalgo contribuía a la defensa de la ciudad. Su misma catedral parece una fortaleza, en donde los muros y hasta las torres están almenadas. Sus adornos inspiran la idea de la leyenda; leones de mármol, con cadenas, y grandes cachiporras, cual la de Hércules, pues Hércules fue quien, según la tradición, fundó esa ciudad.

Libro de caballería del siglo XVI 
Allí, en el siglo XVI, existía un hidalgo llamado Rodrigo de Ahumada, de ilustre nobleza y escasa renta. Su esposa, noble también, y muy devota, cuando no rezaba en la catedral o hilaba en el amplio salón de su casa, alternaba los libros piadosos con los de caballería, y esto indica cuánto en esta ciudad estaban difundidas esas lecturas...
Un buen día, un hermano de Ahumada se sorprendió en la mitad de un camino, al divisar a dos pequeños que marchaban cogidos de la mano, y cuyo continente, a pesar de sus pobres vestidos, revelaba la nobleza de su familia. Avanzó al paso de su caballo y al cruzarse con ellos vio que eran sus sobrinos Teresa y Rodrigo, que iban... ¿A dónde? i A Marruecos, a la capital del rey moro! ¿Para qué?  ¡Con la esperanza de que los sacrificaran por la gloria de Jesús!... Ello no resultaba tan raro en aquella época, cuando los grandes como los pequeños, se ilusionaban leyendo de continuo los libros de caballería. Los niños fueron conducidos por su tío a la casa.
Teresa, aprendió a leer y a escribir, aprendió labores, y quedó aún en su infancia huérfana de madre. En sus libros, la santa ha referido las dudas y vacilaciones que experimentó para, abrazar el estado religioso. Bueno es advertir que nunca fue triste ni melancólica, sino de natural alegría y de alma expansiva.
En medio de su majestad evangélica y triunfal, de fundadora de orden religiosa y tan severa cual de los carmelitas—y las Carmelitas—Descalzas, obsérvanse siempre en ellas dos manifestaciones que recuerdan su infancia: es alegre sin chocarrería y chistosa con elegancia. A pesar de ser monja denota también sus preocupaciones aristocráticas, del abolengo. En algunas de sus cartas, en vez de Teresa de Jesús firma Teresa de Ahumada. 

Convento de la Encarnación, en Ávila
En su primera juventud sintió las tentaciones del mundo, y cuenta en sus autobiografías cómo influyó en su ánimo una prima suya, afanosa de galas y cortejos, y cuánto simpatizó con uno de sus primos. Pero tales influencias fueron pasajeras. Su verdadera afición la llevó a entrar en el convento de la Encarnación, en Ávila, donde los rigores de la vida conventual, las abstinencias y las disciplinas, aunadas a su edad temprana, la abaten en crisis que se ha pretendido explicar equivocadamente.
Usando la palabra que nos sirve para definir ciertas enfermedades que no conocemos, se ha dicho que Santa Teresa era una histérica. No es cierto; los doctos hombres que han investigado luego la vida de la monja, prueban que no es así. Prueban que no era una histérica cuando sufre sus crueles ataques en los que llega a morderse la lengua; no lo es, tampoco, cuando va por toda España, recorriendo sus polvorientas carreteras y llegando a todas las ciudades para fundar conventos.
No es una histérica la que como ella dice á las monjas: seamos mujeres varoniles y luchemos con fe y energía.

San Francisco de Borja (1510-1572)
Influyó mucho en la vida de Santa Teresa, cierta visita que recibió estando en el convento de la Encarnación en Ávila. Fue esta la del que luego había de ser San Francisco de Borja, descendiente de los Borgias, caballero de la Corte de Carlos V, que un día al ver el cadáver de la emperatriz, que él adoró siempre idealmente, comprendió lo deleznable de la vida y se hizo sacerdote.
Esta visita y el contacto con  los jesuitas que se habían establecido en Avila hicieron que Teresa acrecentándose su tesón y fuerza de voluntad, acometiese la gran empresa con que siempre soñara.
Esta monja, de tan soñador espíritu, encontró estrecho su claustro, necesitaba salir de su encierro. Soñó con fundar una orden nueva, soñó que la orden de Carmelitas Calzadas a que pertenecía, no llenaba bien su cometido, quería instituir la de Carmelitas Descalzas y ser ella la fundadora de la orden.
Pero para acometer esta empresa precisábase dinero y ella carecía en absoluto de numerario. Entonces recibió un auxilio con el que jamás contara.
Un hermano suyo estaba en el Perú con destino oficial, había venido a ese rico imperio mandado por sus reyes como persona de confianza, y este hermano le mandó auxilios en metálico que le sirvieran para fundar el convento de San José en Ávila. Esto fue a modo de lo que hoy llamamos en política una disidencia, produciendo en Ávila un verdadero escándalo.

Convento San José, en Ávila, la primera fundación de Santa Teresa
Recordemos aquellos tiempos en que sólo había templos, conventos y oraciones, en que no existía otra distracción que los quehaceres familiares, el rezo, la devoción, en que aún no habían aparecido los teatros, y comprenderemos lo que significaba la creación de un nuevo convento. Formáronse partidarios de uno y otro bando, su nombre empezó a conocerse en Ávila, en Toledo, en Madrid, y poco a poco se fue conociendo por toda España. Cuando hubo fundado el convento, soñó más; Santa Teresa, no era la monja del claustro: se explica su figura diciendo que fue don Quijote con toca, fue la dama errante.

Medina del Campo. Vista general, 1864 (Auguste Muriel)
Así como don Quijote no dormía pensando en los inocentes que necesitaban el auxilio de su brazo. Santa Teresa sólo vivía pensando en establecer templos y templos. Lo dice ella en sus escritos: «cada día que pasa los luteranos nos quitan un templo, yo quiero fundarlo para que no falte la casa de Dios».
Recorriendo siempre España, encuentra en sus excursiones un sacerdote aficionado a sus reglas y su orden que tiene algún dinero, unas «blanquillas» como ella dice, y funda, acompañada de otra monja el convento de Medina del Campo, entrando a la casa en que había de establecerse la nueva fundación religiosa a deshoras de la noche, atravesando caminos y calles medrosas y exponiéndose a una desgracia, pues que en sus alrededores vagaban los toros que habían de lidiarse en la corrida del día siguiente.

Y esta que fue llamada por un nuncio, la monja andariega, de una casucha hace un templo, su compañero coloca en un mal altar el sacramento y a la mañana siguiente los vecinos asombrados se encuentran con un nuevo convento. Convento en el que, como la misma Santa Teresa dice, podían las monjas oír el sacrificio de la misa sin salir de sus celdas y presenciándola por las rendijas y grietas de las viejas paredes y carcomidas puertas.
¡A qué seguir! Podría contaros muchas otras fundaciones hechas por la santa, con las que se demuestra su carácter quijotesco, pero sería repetir episodios y alargar demasiado esta conferencia.

Obras de Santa Teresa, edición del 1674
Hay, sin embargo, algo que contaros y que ella dice en una de sus páginas, describiendo una noche en Salamanca y que hace recordar a Guy de Maupasant.
Va, en efecto, una noche a Salamanca ocultamente, y llega a una casa solamente habitada por estudiantes. El dueño los arroja a la calle pata dar posada a la santa y a una compañera de viaje, y quedan solas las monjas en aquel caserón, palacio antiguo, que hace pensar en cuentos de brujas. En esa página por ella escrita así lo dice.
Metiéronse las pobres mujeres en una habitación donde se habían tendido unos puñados de paja, llenas sus paredes de grietas y sus ventanales rotos, por los que entraba el viento silbando y bramando, haciendo pensar en apariciones de almas y fantasmas. Era la noche de Ánimas; todas las campanas de la ciudad doblaban hiriendo el espacio con sus melancólicos tañidos, llevando el pavor y el miedo a los ánimos más templados. La monja compañera de Santa Teresa pensaba en los estudiantes, en que podían volver, en que quizás las echarían y así lo comunicaba a la Madre Teresa de Jesús; ésta la consolaba, la reducía con sus consejos y su fortaleza;  pero tal era el pavor de aquella monja, que llega a decirle: «Y si yo me muriera, ¿qué harías vos con un cadáver toda la noche?»
Santa Teresa vuelve a sus consejos, y al fin le dice: «Durmamos, hermana, desechad esos temores y que Dios sea con nosotras».

Lo característico de todas estas idas y venidas por las carreteras y caminos de España, de esta monja, es su voluntad de hierro, su fuerza, esa fuerza innata en todas las mujeres, que les hace no tener ni conocer el miedo al ridículo; los hombres sentimos miedo por el ridículo, la mujer no. La mujer sólo teme el qué dirán, cuando pueden atacar a su prestigio de mujer honrada.
Muchas veces en la vida, lo que no hace el marido lo hace la mujer; pues bien, esa era la suerte de Santa Teresa, y por eso recorrió toda la península en aquella época en que los caminos los llenaban hombres de todas clases y, por cierto, no modelos de caballeros honrados y galantes.
Imaginaos los conflictos que tendría que vencer, imaginaos su santa inocencia y sus grandes deseos de fundar conventos y templos donde los hombres adoran a Dios, su amor puro y casto.
Manuscrito de Santa Teresa

En cuanto a Santa Teresa, considerada en su estilo literario, no creáis que ella sea un modelo clásico. Tenía pocas letras. Una vez le escribía la priora de un convento, hablandolo de asilos. Y la fundadora de la orden contestábale: « ¿Qué es eso de asilos? Sea usía menos letrera y dediqúese á cosas convenientes».
No fue en realidad una escritora; escribía lo que pensaba claro, pero de cualquier manera, con una espontaneidad que recuerda a la de Ovidio, cuando, castigado porque hacía versos por el autor de sus días, le contestó en verso, sin querer, que no los haría más. Le ocurría como á Tolstoi, que siempre escribe para maldecir el arte y la literatura, y lo dice en forma admirable. Aborrecía á las mujeres literatas, y las obras que hizo fueron para sus monjas, para doña Luisa Mascareñas y para la duquesa ele Alba. Nunca pensó que sus libros llegaran á imprimirse, y de ahí esa espontaneidad y naturalidad sumas de todos sus escritos, en la prosa como en la poesía. Por especiales circunstancias de la ciudad en que se educó Santa Teresa, y porque la evolución del castellano no se había perfeccionado todavía, su lenguaje, propio de Castilla la Vieja, es diverso al de los autores que residían en Castilla la Nueva, como Cervantes, Lope, Quevedo y otros muchas. Santa Teresa decía naidelicióndispusicióncirimoniatraiga mesmosigurohaiga, palabras hoy no admitidas, pero que le eran en ciertas manera propias. Y le ocurría como al más grande de vuestros escritores, Sarmiento, que no tenía ortografía, pero sabía escribir. Ortografía tienen todos los maestros de escuela, pero no todos son escritores. Algo así ocurrió a Santa Teresa, dando motivo a que fray Luis de León se irritara por las correcciones que las hacían los editores, quitando a sus frases su expresiva sencillez. No era, pues, clásica.
Escribió infinidad de cartas de lenguaje popular, no tabernario, sin duda, pero sí en el castellano rudimentario de los vecinos de Ávila, y en esas cartas, cuando se dirigía a las monjas, hay plebeyismos cual las palabras que he citado, y frases minuciosas como para hacerse entender bien. Pero en sus obras «Camino de Perfección», «Castillo Interior» y otras, su astro se arrebata, se enciende, vuela y resulta en su encantadora espontaneidad una inmensa artista. Tiene toda la gracia de la salud moral en el primer libro que relatando su vida escribió, por mandato de su confesor.

Llamado camino de perfección, edición 1588

Ana de Mendoza y de la Cerda, 
princesa de Éboli (1540 - 1592)
Las señoras de la corte pidiéronle ese libro para conocerlo, y lo prestó ella a la duquesa de Alba y a doña Luisa Mascareñas. Esta lo leía sola; pero había en la corte una dama, la princesa de Evoli, delgada, menudita, fina, movediza, vivaz y graciosísima, que era a la manera de un vistoso colibrí, la única persona que desarrugaba el ceño de Felipe II, llevando como un rayo de sol a aquel carácter lóbrego como una caverna. Y esa señora, al ver que doña Luisa Mascareñas y la duquesa de Alba admiraban a la monja que escribía y que iba de ciudad en ciudad y de aldea en aldea fundando conventos, creyó deber imitar a esas otras damas de la nobleza y se hizo amiga de la fundadora, a quien perturbaba con sus revolteos de faldas y con la mirada brillantísima de sus ojos, que para mayor gracia eran uno azul y el otro negro. Deseó conocer la vida de la santa, que le dio su libro, y a las cuatro o cinco páginas se cansó de la lectura, abandonándolo a los pajes, que se reían del manuscrito. La de Evoli sintió capricho por fundar algún convento ella también, y aunque a Santa Teresa le era poco simpática, accedió a que le ayudara a fundar un convento de su orden en el pueblo de Pastrana. Murió el paciente marido de la de Evoli, llamado Ruy Gómez de Silva, y su viuda se entregó al mayor dolor y entró en el convento. Santa Teresa exclamó: «Monja la princesa, se acabó el convento». La de Evoli púsose ceniza en la cabeza el primer día y lloró desesperada; el segundo se lo pasó en el locutorio, y al tercero ya exigía que las monjas le hablaran puestas de rodillas, porque ella era de alta alcurnia.
Santa Teresa rompió sus relaciones con la de Evoli. Esta, en venganza, la denunció a la Inquisición, culpándola de actos heréticos, y así fue como la mujer más notable que ha tenido la Iglesia católica estuvo sufriendo bajo el poder inquisitorial no menos de nueve años, hasta que por fin reconocieron su inocencia. Había adquirido tanta fama como propagandista, que a tiempo de producirse la lucha entre las carmelitas calzadas y las descalzas, un nuncio, hablando de Santa Teresa, dijo que iba en devaneos por el mundo.

Otro gran amigo de la santa fue San Juan de la Cruz, poeta eminente del catolicismo.
Diré como lo conoció: quería la Madre Teresa hacer una fundación de hombres. Un día se presentaron a ella dos frailes. El uno era grande, alto, fornido, pudiera decirse que gigante de los frailes; el otro, por el contrario, chico y menudo, sonrosado, de rostro soñador. Era aquel fraile grande Eveti; el otro San Juan de la Cruz, y al comunicarles sus deseos, exclamó la santa: «Ya tengo fraile y medio».

San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús

Santa Teresa quería a Juan de la Cruz como madre amantísima, era mucho mayor que él; el fraile la adoraba con pasión férvida, ideal y divina. Y a tal punto, que cuando estaba perseguido y encerrado en los calabozos de la Inquisición de Toledo, recordaba siempre, en medio de sus tormentos, a su santa, y preguntaba si ella había sido también perseguida.

Santa Teresa de Jesús. Óleo siglo XVII,
anónimo (copia de José Ribera)
No creáis en esa Teresa que algunos os han presentado, no; Teresa era alegre, con la alegría sencilla del artista, del escritor que después de su trabajo desea expansión y recreo.
En San José de Ávila se enseñan las castañuelas, panderos y otros instrumentos que ella se complacía en enseñar a tocar a sus compañeras de claustro, en los ratos de ocio. Ella dijo que las almas santas necesitaban santas alegrías. 
Santa Teresa, al hacerse una figura europea, ha pasado por las descripciones de todos los artistas, especialmente de los franceses, que la hicieron una dama medioeval, de cara larga y pálida, de mirar triste, de manos de cera. No es verdad.
Yo estuve en la casa donde se crió la santa, he visto su báculo y, aunque no soy bajo, me queda sobrado. He visto una suela de sus sandalias, y es harto pequeña. Era lo que se llama en castellano una buena moza.
Tengo el retrato que hace de ella el padre Rivera, su contemporáneo, y en que parece verse a la santa: alta, agraciada, de ojos no grandes, pero tampoco pequeños, de sonrosado color y cabello castaño, algo rizado.
El padre Gracián, su confesor, añade que no fue fea y que el único retrato que se conserva de ella lo hizo a los 60 años, y por orden suya, un fraile pintor muy malo que había en un convento de Sevilla y que le llamaban fray Juan de las Miserias. Y aquí una anécdota que demuestra bien a la mujer, aunque sea santa. Cuando Santa Teresa vio su retrato terminado, dijo a fray Juan: «Dios te perdone, hermano, lo que me has hecho sufrir para pintarme fea y legañosa». 
Y es que la mujer, como las bellas artes, deben siempre ser hermosas.

Santa Teresa de  Jesús.
vista por Fray Juan de la Miseria
La fama de Teresa de Jesús se había difundido: ya sabéis lo que sucede a los que quieren sobrevivir. Las grandes figuras no se enteran de que decaen sus facultades, por eso veréis que los últimos días de los grandes hombres son días tristes. El mundo parece harto de su gloria. Después de muerto renace la gloria y el respeto.
Las mismas superioras vivían en continua batalla con esta vieja que se metía en todo y todo quería arreglarlo, y hasta se desataban en improperios. Un confesor la denunció nuevamente, aunque sin resultado, a la Inquisición. Entretanto, Teresa de Jesús, que en una caída se había roto un brazo y seguía, manca y todo, visitando unos y otros conventos, fue enviada, con una compañera, á Alba de Tormes. Durante el viaje sufrió frío, pasó veinticuatro horas sin comer, y al poco tiempo de llegar al convento, se murió. Así terminó su vida la que la Iglesia había de santificar llamando Santa Teresa de Jesús.
Y diré lo que representa para la literatura Santa Teresa. Grandes literatas ha habido, pero las supera esta escritora, por no tener cono ellas ni el artificio de la profesión ni el deseo de renombre. En la inteligencia de esta mujer, quizá la más grande inteligencia de mujer, todo es tan suyo como la vegetación de las montañas. Es inmortal Santa Teresa y se ha difundido su obra, inmortal también, pero que fue tan del momento, tan de la naturaleza, como el canto del ruiseñor, que no sabe siquiera si le oyen; como el aroma de la flor, que lo esparce sin advertir que encanta a quien lo aspira.

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