sábado, 10 de junio de 2017

Su primera peseta


Vicente Blasco Ibáñez en 1913, en Parìs
El siguiente artículo apareció el 20 de mayo de 1916, en el primer numero de La Semana, una revista madrileña que publicaba noticias, crónicas, entrevistas de temática variada y también una serie bajo el epígrafe «¿Cómo y cuándo ganó usted su primera peseta?», en la que un personaje importante contaba su historia. 
Blasco Ibáñez fue elegido para iniciar la novedosa serie, y aunque no se especifica en que momento y circunstancias escribió su relato, probablemente lo hizo en una fecha próxima a la publicación, ya que durante aquel mes, el novelista mencionaba en su correspondencia la intención de colaborar con algunas revistas de Madrid.
Unos años antes, en 1913 Blasco había renunciado a su "proyecto agrícola" en Argentina y arruinado, decidia regresar a Europa:
«Una mañana, a la hora en que se ve la vida bajo su aspecto verdadero, con todo su relieve, sus contornos y sus formas, me dio vergüenza mi situación. Ganar una fortuna es tarea que exige toda una existencia. .. ¿Valía mi sacrificio la pena de efectuarlo? Aunque hubiese de llegar a ser algún día un capitalista auténtico, se podía perdonar el bollo por el coscorrón…y lo que yo no podía admitir era la renuncia definitiva a la literatura».

Una vez más, la vida le enseñaba el camino que debía seguir, el de escritor.
En 1914, establecía su residencia definitiva en París, y fundando en Valencia la Editorial Prometeo, decide dedicar todo su tiempo al buen funcionamiento de la empresa y a la literatura. Aprovechando el tema de la Gran Guerra Europea, comienza a escribir numerosas crónicas, reportajes, algunos relatos o cuentos e inicia una nueva serie de novelas.
En la primavera de 1916 aparecía en las librerías de España «Los cuatro jinetes del Apocalipsis», su primera novela inspirada en el evento bélico y antes de comenzar «Mare Nostrum», la siguiente de la serie, Blasco escribió un surtido de cuentos y unos artículos para revistas españolas y argentinas. El articulo que se reproduce a continuación pertenece a esa época.
Faltaban más de dos año para que el gran éxito literario de sus obras le convirtiese en un hombre rico.


¿Cómo y cuándo ganó usted su primera peseta?

Mi primera peseta fué doble y me la dió la Iglesia.
Para los que conocen mis ideas esto exige una pronta explicación.
Tenía yo nueve años, estaba en un colegio de Valencia. El maestro de música había formado un coro con los alumnos de mejor voz, y entre ellos figuraba como tenor el que esto escribe. Por algún tiempo creí que lo era. Luego, los años el tabaco (empecé fumar los ocho, todavía no he terminado), fueron obscureciendo mi voz.
Vicente Blasco Ibáñez en, 1876, a la edad de nueve años
Yo amo la música tanto o más que la literatura;  pero siempre, me inspiró el solfeo un horror, sólo comparable, al que siento ante los números y las fórmulas algebraicas. Tampoco pude, con todo mi entusiasmo musical, aprender tocar el piano. El maestro se cansó de repelarme el cogote por mi torpeza de dedos, y cerré el método de Eslava en la lección 15; me acuerdo perfectamente.
Fracasé lastimosamente como pianista y compositor; pero esto no me impidió, conseguir mis éxitos como artista vocal. En una fiesta del colegio cantamos el segundo acto del Fausto, de Gounod. Yo triunfé sobre la muchedumbre del coro, por la energía con que presentaba a Mefistófeles la cruz de mi espada de madera.
Luego, durante nueve tardes, fuimos la iglesia parroquial de San Bartolomé a cantar el mes de María. Su órgano era famosísimo en aquella época: creo que el primero que se conoció en España, con «voces humanas» otros registros modernos.
Apenas el infeliz pasante se libraba del martirio de escoltamos, emprendíamos una carrera loca, escaleras arriba, con acompañamiento de empellones, patadas algún que otro mojicón. La vanidad de cada uno consistía en llegar antes que los demás las alturas del órgano. El organista era un sacerdote llamado D. Marcelino, que tenía cierta semejanza fisonómica con Rossini. El pobre señor había de distraer su atención del doble teclado, para vigilar los duendes, invasores de sus dominios.
Mientras llegaba la hora de los cánticos, nos disputábamos el honor de poner en movimiento los fuelles, sustituyendo al ayudante, nos entreteníamos introduciendo bolas de papel en las tuberías armónicas, nos apoderábamos traidoramente de la petaca del cura para fumar un pitillo, que iba pasando de boca en boca.
Después, con la gravedad de artistas que comparecen ante el público, avanzábamos, solfa en mano, hasta la balaustrada del órgano, en cuyo borde había encendidos algunos cabos de vela.
Los altares eran pirámides de luces. Flores por todas partes, con la profusión del mayo valenciano, con la exuberancia visual del catolicismo levantino, último refugio de la alegría helénica. Abajo, una masa compacta de público piadoso compuesto en su mayor parte de mujeres: caras de palidez de camelia encuadradas por la mantilla; ojos negros, grandes, profundos, aureolados de azul; pechos de latentes y apretadas turgencias; susurros misteriosos de batistas interiores al arrodillarse o sentarse las devotas. Un perfume de fiesta pagana subía hasta nosotros en cálidas bocanadas; un olor de pétalos de rosa, de incienso, de jazmín, de cera, de carne firme blanca, exparciéndose en el ambiente primaveral como los capullos de los jardines.

La Iglesia de San Bartolomé en 1900
Y nosotros, agitados por emociones que no podíamos comprender, estremecidos por cosquilleos todavía inexplicables, entonábamos nuestros dulces motetes, aterciopelados, voluptuosos, mecedores como serenatas napolitanas. Muchos años después, al leer en Aristófanes otros autores griegos la descripción de las Tesmóforias, fiestas en honor de las diosas, a las que sólo asistían las mujeres, me he acordado del mes de María en la parroquia de San Bartolomé.
Pero el diablo, envidioso de los ángeles que cantaban en las alturas, rondaba en torno de ellos, sugeriéndoles las más perversas intenciones. Caían sobre la muchedumbre devota los papeles de música con ruidoso aleteo, que cortaba las plegarias. Otras veces una vieja emitía un aullido al ver cómo se apagaba en su mantilla un cabo de cirio caído de la baranda del órgano. Embajadas de protestas caminaban de la sacristía al colegio. Y cuando al día siguiente, después de la misa, el director, llevando todavía las migajas del chocolate matinal en el pecho de la sotana, procedía a la averiguación del crimen sacrílego, todos mis compañeros, miserables acusones, incapaces de solidaridad, contestaban a coro: «Blaaasco ha siiido».
Empezábamos a perder el recuerdo de estas nueve tardes de diversión, cuando el maestro de música nos hizo comparecer ante una mesa adornada con una pequeña columna de monedas blancas...  Y empezó el reparto: dos pesetas por cantor. Salimos a menos de real por función; la Iglesia no se corría mucho al retribuir loores María. Pero nosotros quedamos estupefactos ante la inesperada evidencia de que nuestras gargantas valían dinero.
Mi madre se alarmó al verme entrar con dos pesetas en la mano. Presentía un enorme atracón de dulces, una enfermedad..., la muerte.
  Yo te las guardaré. Las iras gastando poco a poco.
¡Pobre mamá! No sabía lo que le esperaba al hacerse depositaria de mi fortuna.
Consideré necesario ir al teatro todos los domingos por la tarde. « ¡Qué menos puede hacer un hombre que gana dinero! ».

Ramona Ibáñez Martínez, 
la madre de Vicente Blasco Ibáñez
Me reí en adelante de la vieja sirvienta, más temible que mi madre, que se oponía siempre todos mis caprichos. «Puedo hacer lo que me dé la gana; para eso he ganado dinero». En Carnaval me disfrazaba de demonio, alquilando en una ropería el vestido más costoso; en cada estación exigía nuevos trajes, ante el menor intento de resistencia, exclamaba amargamente: «Y las dos pesetas?»... Una tarde, jugando con unos amiguitos en mi casa, rompí todos los cristales de un balcón. En otro tiempo hubiese temblado, con la certeza de los escobazos que me esperaban. Pero ahora me erguí como un gran señor: «Que venga el cristalero y le paguen con lo mío»...
Años después, cuando frecuenté la Universidad para fingir que estudiaba el derecho y descolgar un título de abogado, todavía vivían las dos pesetas. Mamá me echaba en cara mi vida de vagabundo romántico, aficionado a huir de las clases para recorrer los senderos de la huerta o tenderme en la orilla del Mediterráneo la sombra de una barca; predisposición a comprometerme en barullos revolucionarios; mi audacia al escribir en los periódicos cosas atrevidas, que me hacían sentar en el banquillo de los criminales cuando aún no tenía la edad necesaria para ser condenado; mi avidez amorosa, que me impulsaba tener un tiempo ocho o diez novias, perdiendo el día entero en coloquios de balcón a calle, poéticos y sublimes, que hacían reír a todos los vecinos. Nunca llegaría ser una persona grave y decente (Notario o Registrador de la propiedad, por ejemplo). Me auguraba un porvenir de miseria. Y yo respondía con dignidad:
  Acuérdese, mamá, que los nueve años ya ganaba dinero.

Luego he tenido amores con la Fortuna. Unas veces ha acudido cariñosa a mis citas, otras me ha sido infiel. He ganado algo más de dos pesetas, con mis libros con mi tenacidad de hombre de acción, que sólo reconoce en el mundo un obstáculo insuperable... administrar. Al otro lado del Océano firmé un día un cheque de 800.000. Este pedazo de papel me pareció lo más interesante de mis novelas.
Pero de todas las cantidades ganadas en el curso de mi existencia, por enorme que hayan sido, ninguna ha durado tanto, ni me ha proporcionado placeres tan intensos, como las dos pesetas guardadas por mi madre.

 Vicente Blasco Ibáñez

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