Otro relato de guerra escrito por Vicente Blasco Ibáñez para
la revista La Esfera fue publicado en el número 49 del 5 de diciembre 1914. Es un relato emocionante que narra un triste suceso propio de
aquella guerra cruel, ocurrido el día 3 de septiembre de 1914.
En un lenguaje
sencillo y muy ilustrativo, el autor no solamente presenta al artista y sus
circunstancias en el momento del trágico suceso, sino que también conduce al lector
hacia el extenso mundo interior de la sensibilidad del personaje. Además,
sutilmente, induce a reflexionar sobre el ensueño de todo artista por tener su
propia casa que lo abrigue y lo defienda, la casa amada a la cual transmitir
lentamente parte de su alma.
ECOS DE LA GUERRA: LA CASA DEL ARTISTA
Una de las victimas más simpáticas y heroicas de la presente
guerra, es un músico: Alberico Magnard. Su padre fué el afortunado periodista
Magnard, restaurador de Le Figaro, un parisién burlón y escéptico que se reia
de las «grandes palabras» que entusiasman á los hombres y los llevan á morir
por idealismos patrióticos y políticos.
Alberíco Magnard (1865 – 1914) |
Algunos artistas no reconocen importancia ni realidad á lo
que se halla fuera del círculo de sus aficiones. Su entusiasmo absoluto y exclusivo,
tiene mucho de religioso. El título de «sacerdotes del arte» se hizo para
ellos. Si les dicen que la humanidad va á desaparecer en breve plazo, lo
lamentan y siguen trabajando. Si alguien les anuncia que el mundo puede
estallar en una catástrofe sideral, ven en esta profecía la necesidad urgente
de terminar la obra que llevan entre manos, y se enfrascan de nuevo en su
labor. Pero que les digan que los hombres pueden vivir sin música, sin pintura
ó sin poesía, que las artes no son necesarias para la existencia de la
humanidad y se erguirán indignados, con la cólera del fanático ante un
sacrilegio ó la extrañeza del que escucha un absurdo irritante.
Alberico Magnard era de éstos: inofensivo y pacífico, como
todo hombre que pone su pensamiento por encima de las nubes; distraído é
indiferente á cuanto le rodeaba, como los espíritus concentrados que se
escuchan y tienen sus sentidos vueltos hacia el interior.
Amaba su arte con un fervor de asceta. Huía del mundo cual
si temiese que sus ideales se ensuciasen al ponerse en relación con la
muchedumbre. Una ópera suya, Berenice,
había conseguido éxito. Pero el compositor, después de este contacto con el
público, se retiró á la amada soledad, poblada de caricias inmateriales, de
relámpagos sonoros, de bellezas impalpables.
La casa que A. Magnard compró en 1904, en
Baron-sur-Oise,
donde se retiró con su esposa e hija
|
Vivía en el campo, en una casa con amplio jardín, á dos horas
de ferrocarril de la gran ciudad, pudiendo escuchar por la tarde los conciertos
de París y escribir por la noche bajo el pálido redondel de la lámpara,
mientras entraba por la ventana la respiración acre del bosque, el hálito de la
tierra en descanso, los trinos de los pájaros del misterio y sobre la alfombra
iba avanzando la luna, tímidamente, sus sandalias de plata.
Tener una casa propia, una casa adornada lentamente, con
arreglo á los gustos é ilusiones, es el ensueño de todo artista.
El pobre bohemio, para olvidar las penalidades de su
miseria, se entretiene proyectando la vivienda del porvenir, la casa que tendrá
algún día, cuando sea rico y célebre.
Los más bellos y esplendorosos palacios que pudo concebir la
mente humana, se han construido en las buhardillas ó los bancos de los paseos,
á lo largo de las noches invernales, por obra de una imaginación apoyada en un
estómago vacío.
El millonario puede poseer una casa magnífica con sólo tirar de su cartera, y el palacio surgido rápidamente de la nada, como las construcciones de las hadas y los efrits en Las mil y una noches, tiene algo de todos: del arquitecto, del carpintero, del mueblista; de todos, menos de su dueño.
El artista forma la casa amada, lentamente, con su propio jugo.
Es semejante á esos moluscos que fabricas con sus secreciones el caparazón que
los abriga y defiende. Cada adorno, cada mueble, representa un pensamiento, un
recuerdo, una ilusión realizada. Los muros parecen vivir una existencia de
reflexivo silencio; los muebles respiran; los cuadros hablan; los crujidos
nocturnos de la madera, la leve agitación de los tapices, denuncian un alma
misteriosa oculta en los objetos inanimados. Es el alma del dueño que se ha
trasmitido en parte á la envoltura.
Todo artista glorioso, tuvo su vivienda adorada y cuidada como
la mejor de sus obras. Víctor Hugo se improvisó mueblista, para adornar con
armarios y sitiales góticos el vacío blanco de sus viviendas marineras en
Jersey y Güernesey.
La casa de Medan de Emilio Zola, fué tan famosa como sus
novelas. Alejandro Dumas (padre), aplicó largos años su inagotable facultad
imaginativa al planeamiento de un palacio más portentoso que los de su héroe
Montecristo. Y pasamos por alto las instalaciones de los pintores célebres, á
partir de Rubens. Algunos se arruinaron por dedicar todas sus ganancias al
adorno del hogar, sin acordarse de que la vida impone otras necesidades.
La mansión blanca llamada Marine Terrace fue el hogar del exilio de la familia Hugo en Jersey entre 1852 y 1855. |
Hauteville House, donde Hugo vivió en Guernsey |
La residencia de Emile Zola en Medan, cerca de París |
Casa habitada por la familia Dumas |
Balzac á pesar de su realismo de novelista, resultó el más
portentoso y fantástico de los constructores. La casa fué su eterna preocupación.
La construyó imaginariamente, muchas veces, tal como la había soñado en algunas
de sus novelas, amontonando riquezas y exquisiteces, con la prodigalidad del
que no tiene que pagarlas.
Luego, cuando en fuerza de ahorros, apuros y deudas, pudo construir el ansiado edificio, suplió con la fantasía lo que la parquedad de recursos le negaba. Su dinero y su crédito se agotaron en las obras de construcción.
No tuvo con qué adornar las frías y blancas habitaciones. Pero un artista puede saltar los obstáculos de la triste realidad. Sus únicos muebles eran, la mesa de trabajo y un busto que representaba su cabeza, vulgar y genial á la vez. Un pedazo de carbón le bastó para decorar el resto de este palacio del hambre. En el piso del estudio escribió con grandes letras: «Tapiz de seda de Smirna». En una pared: «Cuadro de Rafael de 300.000 francos». En otra: «Cuadro de Rembrandt». Todas las magnificencias imaginadas en el primer capítulo de La peau de chagrín, cubrieron como por encanto la vivienda, aún no pagada completamente.
Luego, cuando en fuerza de ahorros, apuros y deudas, pudo construir el ansiado edificio, suplió con la fantasía lo que la parquedad de recursos le negaba. Su dinero y su crédito se agotaron en las obras de construcción.
No tuvo con qué adornar las frías y blancas habitaciones. Pero un artista puede saltar los obstáculos de la triste realidad. Sus únicos muebles eran, la mesa de trabajo y un busto que representaba su cabeza, vulgar y genial á la vez. Un pedazo de carbón le bastó para decorar el resto de este palacio del hambre. En el piso del estudio escribió con grandes letras: «Tapiz de seda de Smirna». En una pared: «Cuadro de Rafael de 300.000 francos». En otra: «Cuadro de Rembrandt». Todas las magnificencias imaginadas en el primer capítulo de La peau de chagrín, cubrieron como por encanto la vivienda, aún no pagada completamente.
Y el pobre grande hombre las veía, las admiraba, cuando al
levantar los ojos de las cuartillas y acariciarse el corto bigote con las
barbas de la pluma, iba pasando de la bella realidad de la novela a la triste
mentira de la vida ordinaria.
El compositor Magnard, había realizado sus deseos de artista. Las ventanas de su casa aspiraban el verde de los campos, el oro del sol, la humedad susurrante del agua, la sombra fugitiva de la nube, el aletear del pájaro que raya con sus alas el cristal azul del cielo y devolvían después este oxígeno poético en forma de murmullos armónicos, balbuceos de piano que duda antes de formular frases completas, una respiración musical, infiltrando el alma del hombre en la paz rumorosa de la naturaleza.
Las noticias de un mundo remoto no consiguieron turbar este
diálogo entre el artista y sus creaciones: ¡La guerra!... Un gesto de contrariedad
del músico, pero no por esto deja de sentarse al piano. ¡El enemigo que se
acerca!... La conversación entre el hombre y la melodía sigue sin
interrumpirse. ¡Los ulanos que llegan!... Calla el piano repentinamente, el
compositor se pone de pie y mira en torno, como un hombre que despierta.
Todo el vecindario huye. Junto á las paredes de la casa ha
pasado una corriente de familias en fuga, de madres que lloran tirando de sus
hijos, de animales domésticos que participan del general terror, de carretas
enganchadas á toda prisa, con montones de muebles y ropas en informe revoltijo
de catástrofe.
A lo lejos flamean los pueblos bajo un dosel de humo y
pavesas. La guerra se ha perfeccionado. Hasta hace poco los enemigos,
procediendo rutinariamente, se limitaban á alojarse en las casas invadidas,
viviendo á costa del vecindario. Una civilización superior que sabe extraer del
pasado las buenas enseñanzas, acaba de disipar estos errores, haciendo la
guerra con arreglo á las gloriosas prácticas de la época de las cavernas. El
enemigo se lo come y se lo bebe todo; envía á su familia lo que queda; incendia
la casa considerándola inservible, y fusila á los habitantes para que no sufran
al verse sin techo. El terror es una
garantía de victoria.
Alberico Magnard, mira sus cuadros, sus libros, la mesa en la que deposita como en una cuna sus melodías nacientes, el piano que es su voz, los divanes en cuyos almohadones ha descansado tantas veces su cabeza cargada de musicales ensueños.
Campesinos de los alrededores de Malinas dirigiéndose en triste éxodo a la ciudad de Amberes, último baluarte de la defensa belga |
Refugiados belgas huyendo de los alemanes, agosto 1914 |
Soldados belgas recogiendo los cadáveres, mientras que los vecinos ven arder sus hogares incendiados por las tropas invasoras |
Alberico Magnard, mira sus cuadros, sus libros, la mesa en la que deposita como en una cuna sus melodías nacientes, el piano que es su voz, los divanes en cuyos almohadones ha descansado tantas veces su cabeza cargada de musicales ensueños.
Que los hombres se maten en pleno campo, si tales su gusto.
¡Pero trastornar con sus pasos de hierro el silencioso recogimiento de la casa
del artista! ¡Encender la pipa con pedazos de sus partituras, meter las
espuelas en sus muebles, instalarse ante el amado instrumento para teclear
canciones de cuartel!... ¡Ah, no!
El músico, tímido y pacífico, se yergue como un cordero
enloquecido, al que hubiesen inyectado el virus de la rabia.
Resuena ante la casa el galope de una invasión de jinetes.
Golpes en la puerta, que cede y se viene abajo. Al pie de la escalera está el
músico empuñando el revólver. ¡Héroe absurdo y grandioso! Un hombre contra todo
un cuerpo de ejército que ocupa el pueblo. Esta hazaña sólo puede intentarla un
artista ensimismado que despierta, un soñador que vivió al margen de la
realidad.
Levanta la mano y dispara. Cae un ulano... Después cae otro.
El pelotón de invasores hace fuego y Magnard cae á su vez sobre los dos cadáveres,
pudiendo ver, con los ojos vidriosos de la agonía, las primeras llamas que
corren sobre los papeles, se remontan por las cortinas, lamen los pies de los
muebles...
Los invasores, irritados, arrojan su cadáver en la gran
hoguera que forma la casa.
El músico se consume, se volatiliza, lo mismo que los
antiguos paladines quemados sobre su escudo, en una pira de guerreros despojos.
El piano y las partituras se marchan con él, como trofeos de heroísmo.
Vive el insigne novelista á la derecha del paseo de la Castellana, muy cerca del Hipódromo, en un pintoresco hotelito de planta baja, cuya fachada irregular se abre en ángulo al fondo de un pequeño jardín… El despacho del maestro es grande y de forma irregular, con dos ventanas abiertas sobre el jardín, ante un grupo de árboles. Al fondo hay varios estantes cargados de libros; unos retratos de Maupassant, de Zola, de Balzac y de Tolstoy, parecen presidir la estancia; los cuatro están juntos, y existe entre sus frentes pensativas, atormentadas por el esfuerzo mental, una rara y dolorosa armonía. Adornan las paredes muchos objetos antiguos y varios apuntes primorosos de Joaquín Sorolla. Todo ocupa su sitio; las figurinas, los tapices y los muebles aparecen colocados, sin duda, donde deben estar, y, sin embargo, yo siento á mi alrededor algo extraño, un latido caliente y febril de impaciencia, como si la alfombra y los cuadros y los sillones y los viejos bargueños que decoran la habitación, participasen, en virtud de inexplicables magnetismos, del recio y prolongado alboroto espiritual del escritor.
Parece que Blasco Ibañez no estaba muy a gusto en aquella casa; hacia el final de la entrevista, comentaba:
Cuando la compró, la villa constaba de tres pabellones
rodeados de un amplio jardín. Con el entusiasmo que siempre lo ha caracterizado, Blasco Ibáñez fue ampliando y transformando el lugar a su gusto, adicionando
nuevos edificios y realizando obras de embellecimiento muy originales. Allá, vivió los siguientes seis años, los últimos de su vida y trabajó apasionadamente hasta el final, rodeado por el inmenso jardín mediterráneo con elementos predominantemente valencianos.
En una carta que Blasco Ibáñez le escribe el 8 de febrero de 1926 al periodista español, José Montero Alonso, comentaba:
Fontana Rosa no es una casa. Es un jardín enorme, con ocho edificios, y este jardín de naranjos, limoneros, palmeras y rosales, —una parte de él en plano, y el resto remontándose por los primeros declives de los Alpes Marítimos—, lo voy ensanchando todos los años con la adquisición de las propiedades colindantes. Hoy tiene rincones que son de una naturaleza bravía y otros, sonrientes y cultivados, como los naranjales de Valencia. Este vasto jardín que llegará no sé hasta dónde, es para mí un instrumento de trabajo, más que una propiedad de lujo. Puedo dedicar a mi labor el día entero sin necesidad de salir de mi casa. Cuando me canso de trabajar salgo al jardín, que veo a todas horas desde los ventanales de mi biblioteca, subo larguísimas escalinatas hechas de azulejos valencianos, contemplo desde una gran altura el Mediterráneo, el viejo Menton, el Cap Martin; a mi izquierda las vecinas costas de Italia, y después de este largo trago de sol, de azul mediterráneo, de aire en el que se mezclan la sal marina y el olor de las mimosas y otras flores de los Alpes, desciendo a la biblioteca (edificio aislado) para continuar mi trabajo.
Sus biógrafos afirman que las últimas palabras del escritor valenciano antes de morir fueron: "Mi jardín..."
Ruinas de la casa de Albéric Magnard
Lucien Denis Gabriel Albéric
Magnard residía con su familia en Baron (Oise).
El 3 de septiembre de 1914
su casa fue incendiada por los alemanes.
|
Comentario:
En aquel frío invierno de 1914 cuando escribió este artículo,
Blasco Ibáñez vivía en Francia, probablemente en la calle Davioud de Passy (París), participando con su pluma
en la Gran Guerra. Este relato refleja una realidad muy singular, la que el autor percibe a través de sus
sensaciones y observaciones. Capta y sintetiza lo que el considera esencial según
su prisma y se lo presenta al lector en un lenguaje fluido y sencillo, como
pinceladas de un cuadro donde la descripción de cada detalle va ilustrando con gran realismo aquel mundo.
En una carta dirigida en 1918 a Julio Cejador y Frauca, Blasco Ibáñez, con su habitual sinceridad, comenta su visión personal acerca de la obra artística :
"Entre la
realidad y la obra que reproduce esta realidad existe un prisma luminoso que
desfigura las cosas, concentrando su esencia, su alma y agrandándolas: el
temperamento del autor. Para mí, lo importante en un novelista es su
temperamento, su personalidad, su modo especial y propio de ver la vida.
…la obra de arte habla al sentimiento, a todo lo que en
nosotros forma el mundo de lo inconsciente, el mundo de la sensibilidad, el
mundo más extenso y misterioso que llevamos en nosotros.
En escritores como yo —viajeros, hombres de acción y
movimiento—, la obra es producto del ambiente. Reflejamos lo que vemos. El
mérito es saber reflejar. Yo produzco mis novelas según el ambiente en que
vivo, y he cambiado de fisonomía literaria con arreglo a mis cambios de
ambiente, aunque siendo siempre el mismo.
Lo importante es ver las cosas de cerca y directamente,
vivirlas, aunque sólo sea un poco, para poder adivinar cómo las viven los
demás."
En el relato arriba presentado se refleja la personalidad del autor, su propio
modo de ver la vida y sus valores. Con una breve mirada sobre la vida del
novelista, es fácil comprender que para el “Tener una casa propia, una casa
adornada lentamente, con arreglo á los gustos é ilusiones, es el ensueño de
todo artista”. Además, consideraba que “El artista forma la casa amada, lentamente,
con su propio jugo. Cada adorno, cada mueble, representa un pensamiento, un
recuerdo, una ilusión realizada.” Sabemos que finalmente Blasco Ibáñez como “todo artista glorioso,
tuvo su vivienda adorada”, pero mucho más tarde.
Unos doce años antes de escribir este relato, el escritor valenciano tuvo la ilusión de construir su primera "casa del artista", el original chalet en la playa de la Malvarrosa de Valencia, en aquella época, una playa solitaria, con mucha vegetación, situada a ocho kilómetros de la ciudad.
Unos doce años antes de escribir este relato, el escritor valenciano tuvo la ilusión de construir su primera "casa del artista", el original chalet en la playa de la Malvarrosa de Valencia, en aquella época, una playa solitaria, con mucha vegetación, situada a ocho kilómetros de la ciudad.
En el año 1901 Blasco Ibáñez era un novelista conocido; había publicado gran parte de sus novelas regionales, denominadas de ambiente valenciano, alcanzando mucho éxito con La barraca (1898) y también era el "político más popular" de Valencia. Este año, en el lapso de tiempo entre dos de sus novelas, Entre naranjos y
Sónnica, la cortesana, mandó a construir su chalet de la Malvarrosa. La construcción del edifico con fachada hacia el
mar y un amplio jardín, a cargo del maestro de obras Vicente Bochonsfue, fue complicada por la escasa consistencia del subsuelo que obligó a levantar los cimientos en varias
ocasiones.
Parece que el escritor intervino mucho en la concepción de
su casa probablemente con la intención de darle un acento neoclásico o
pompeyano, propio de finales del siglo XIX, considerándolo en sintonía con los valores de la vieja
cultura mediterránea.
El chalet de la Malvarrosa, vivienda de Vicente Blasco Ibáñez, 1902 |
El jardín del chalet de Vicente Blasco Ibáñez en la
Malvarrosa, 1902
|
El llamado “palacete” de la Malvarrosa fue inaugurado en
agosto de 1902 y aunque el edificio no estaba totalmente terminado, el escritor
se trasladado allá con su familia. Las obras de albañilería y el trabajo de los escultores en las cariátides de la terraza, realizadas por el artista Rafael Rubio Rosell, continuaron por varios meses más.
Esta terraza cubierta, inspirada en el Pórtico de las Cariátides del Erecteón en la Acrópolis de Atenas, decorada con frescos de estilo pompeyano y presidida por una imponente mesa de mármol de Carrara sostenida por unos grifos de estilo helenístico, fue el lugar predilecto del novelista de donde contemplaba el mar que tanto le inspiraba.
Esta terraza cubierta, inspirada en el Pórtico de las Cariátides del Erecteón en la Acrópolis de Atenas, decorada con frescos de estilo pompeyano y presidida por una imponente mesa de mármol de Carrara sostenida por unos grifos de estilo helenístico, fue el lugar predilecto del novelista de donde contemplaba el mar que tanto le inspiraba.
1902, Blasco Ibáñez en su chalet de la Malvarrosa |
1902, Blasco Ibáñez en su chalet de la Malvarrosa
|
Blasco Ibáñez junto a su familia en la terraza del chalet de
la Malvarrosa, 1902
|
Blasco Ibáñez con su familia en el jardin del chalet de
la Malvarrosa, 1902
|
Instalado en su nuevo estudio con el ventanal mirando al mar, Blasco Ibáñez escribe las
primeras páginas de Cañas y barro. También en este mismo sitio nacen sus
siguientes novelas: La catedral (1903), El intruso (1904), La Bodega (1905) y
La Horda (1905). Parecía haber encontrado el mejor sitio para su actividad
literaria pero en realidad no fue así.
Estaba muy implicado en los conflictos políticos que lo perturbaban permanentemente.
Blasco Ibáñez en su estudio del chalet de la Malvarrosa, 1902 |
Publicado en la revista ABC, numero 56, de 2 de octubre 1903 |
En esta casa que había construido con
gran ilusión, buscando el silencio y la tranquilidad, teniendo ante sí la magia
del mar, permaneció apenas tres años. El verano de 1905 fue el último pasado en
su chalet de la Malvarrosa; a final del año,
debido a los múltiples desengaños y al cansancio político, decidió trasladarse a Madrid, donde se dedicaría sólo a la literatura y a promocionar sus obras.
En el marco de una entrevista con el escritor valenciano, publicada en 1910 por Eduardo Zamacois, dentro de la serie Mis Contemporáneos, el autor describe así la casa de Blasco Ibañez en Madrid :
Vive el insigne novelista á la derecha del paseo de la Castellana, muy cerca del Hipódromo, en un pintoresco hotelito de planta baja, cuya fachada irregular se abre en ángulo al fondo de un pequeño jardín… El despacho del maestro es grande y de forma irregular, con dos ventanas abiertas sobre el jardín, ante un grupo de árboles. Al fondo hay varios estantes cargados de libros; unos retratos de Maupassant, de Zola, de Balzac y de Tolstoy, parecen presidir la estancia; los cuatro están juntos, y existe entre sus frentes pensativas, atormentadas por el esfuerzo mental, una rara y dolorosa armonía. Adornan las paredes muchos objetos antiguos y varios apuntes primorosos de Joaquín Sorolla. Todo ocupa su sitio; las figurinas, los tapices y los muebles aparecen colocados, sin duda, donde deben estar, y, sin embargo, yo siento á mi alrededor algo extraño, un latido caliente y febril de impaciencia, como si la alfombra y los cuadros y los sillones y los viejos bargueños que decoran la habitación, participasen, en virtud de inexplicables magnetismos, del recio y prolongado alboroto espiritual del escritor.
Blasco Ibáñez con sus hijos, en su residencia de Madrid |
Parece que Blasco Ibañez no estaba muy a gusto en aquella casa; hacia el final de la entrevista, comentaba:
Me aburre esta casa — exclama de pronto, como hablando
consigo mismo — ; es incómoda, triste... La compré porque no hallé entonces
nada mejor. Pero el año próximo mandaré derribarla, y en este mismo solar
levantaré otra á mi gusto.
Realmente este proyecto no se cumplió.
Mucho más tarde fue cuando logró tener una casa a su gusto: Fontana Rosa, su última "casa de artista".
En el otoño de 1921, cuando era un hombre muy rico debido a su éxito internacional como novelista, encuentra en la Costa Azul, en Menton, una villa que databa del siglo XIX y decide instalarse allá con su segunda esposa, Elena Ortuzar (Chita). Lejos de su Valencia natal, la llamó Fontana Rosa en recuerdo a su primera casa de la Malvarrosa, dos sitios unidos por el mismo mar, el Mare Nostrum.
Realmente este proyecto no se cumplió.
Mucho más tarde fue cuando logró tener una casa a su gusto: Fontana Rosa, su última "casa de artista".
En el otoño de 1921, cuando era un hombre muy rico debido a su éxito internacional como novelista, encuentra en la Costa Azul, en Menton, una villa que databa del siglo XIX y decide instalarse allá con su segunda esposa, Elena Ortuzar (Chita). Lejos de su Valencia natal, la llamó Fontana Rosa en recuerdo a su primera casa de la Malvarrosa, dos sitios unidos por el mismo mar, el Mare Nostrum.
Vista desde Fontana Rosa, Menton (Francia), residencia de Blasco Ibáñez en los años veinte. |
Blasco Ibáñez y Chita en el jardin de Fontana Rosa |
Fontana Rosa - Pabellones de la villa |
V. Blasco Ibañez en la Fontana Rosa |
En homenaje a sus escritores favoritos, creó lo que denominó El jardín de los novelistas: en los senderos del jardín, sobre altos pedestales se alzaban los bustos en bronce de diez grandes artistas de la literatura, los que más admiraba el novelista, Cervantes, Balzac, Dickens, Flaubert o Dostoievski. Según Blasco Ibáñez, Fontana Rosa
iba a ser un bello lugar de retiro y estudio para los escritores de todo
el mundo.
Monumento dedicado a Cervantes en Fontana Rosa |
En una carta que Blasco Ibáñez le escribe el 8 de febrero de 1926 al periodista español, José Montero Alonso, comentaba:
Sus biógrafos afirman que las últimas palabras del escritor valenciano antes de morir fueron: "Mi jardín..."
Nota: De las imágenes que ilustran el texto del relato, solamente
la primera corresponde al artículo publicado en la revista La Esfera; las
demás, han sido asociadas en esta
entrada para ampliar la ilustración del texto, según criterios personales.
Un texto maravilloso el que nos ofreces, Marga.
ResponderEliminarEs claro, me parece a mi, que Vicente se identifica con Alberico. Y eso le imprime mayor fuerza al relato consiguiendo lo que más me gusta de él. A medida que voy leyendo, me voy metiendo más y más en la narración. Lo malo (o lo bueno) es que cuando se termina, siempre queda un sentimiento de "querer más".
Preciosa casa la de Menton, propia de un rico. Pero con el gusto de un artista, claro.
Abrazos, Marga!!!
PD: Gracias por estas entradas y este blog.
Muchas veces, en la obra de Blasco Ibáñez se tiene la sensación de “sentir al autor” identificado total o parcialmente con sus personajes. Es fascinante encontrar esta relación y pretender comprenderla. En mi blog, intentaré alcanzar precisamente este punto y tratar de explicarlo según mi opinión. Así que siempre “habrá más”.
EliminarLa casa de Menton, tiene su larga historia que poco a poco voy descubriendo y aclarando... Después, la compartiré.
Un abrazos desde Valencia (nuevamente, en Valencia...) !!!