domingo, 8 de febrero de 2015

Los dos soldados


El mejor corresponsal español de la Primera Guerra Mundial fue Vicente Blasco Ibáñez. Su primer relato de guerra, titulado Los dos soldados, fue publicado el 24 de octubre 1914, en el número 43 de la revista LA ESFERA.  

En el articulo que presenta este relato, la redacción de la revista incluye la fotografía de Blasco Ibáñez e indica la vuelta del escritor, después de seis años "de silencio" literario.


Vicente Blasco Ibáñez - La Esfera, no. 43, 1914



En este número comienza á colaborar en las publicaciones de "Prensa Gráfica", una de las más altas y gloriosas figuras de nuestra literatura contemporánea. El ilustre novelista Vicente Blasco Ibáñez, es nuestro corresponsal en la guerra europea. Después de seis años de un silencio absoluto que las letras españolas lamentaban, esta es la segunda vez que Vicente Blasco Ibáñez vuelve á comunicarse con el público de Europa y América. La primera fué con su reciente novela "Los Argonautas", donde vibra el estío cálido y donde su visión exacta de las multitudes se manifiesta en toda la madurez del talento del maestro. Esa misma visión clara y amplia, ese mismo estilo cálido y vibrante son los que hallarán nuestros lectores en , las crónicas que para " Prensa Gráfica " escribirá Vicente Blasco Ibáñez y que serán como capítulos de una gran novela trágica.


                                              (revista LA ESFERA, número 43, 
                                                    24 de octubre 1914)




LOS DOS SOLDADOS

Estamos en mitad de la tarde. El tren rueda pesadamente por una línea del Sur de Francia. La locomotora tira y recula como un buey jadeante, casi vencido por la pesadez del arrastre. Cada vez que intenta reanudar su marcha muje como si pidiese auxilio. Se estremecen los vagones, bajo el lirón brutal é inútil; chocan los topes estrepitosamente como en una colisión; tiemblan los vidrios y se resquebrajan. Es un tren militar, un tren interminable; vagones y vagones que sirvieron hasta hace poco para el transporte de animales de carnicería, y ahora llevan hombres vestidos de colores y caballos, todos revueltos; plataformas rodantes sobre las cuales la lona de las fundas marca aristas de cajones repletos de proyectiles, curvas de férreas ruedas, redondeces prolongadas y esbeltas de cañones con la boca en alto, cual si fuesen telescopios. Y en este convoy tardo y pesado, como una concesión misericordiosa, que no da derecho á impaciencias ni protestas, van enganchados varios coches de viajeros.
En todas las estaciones hay heridos. Unos, convalecientes, apoyados en un bastón ó con el brazo cruzado sobre el pecho; otros que llegan de la guerra, entrapajados, vacilantes, delatando en su macilento exterior el invisible y profundo rasguño, la oculta carne fresca y sangrante. Muchos, sobre el uniforme polvoriento, yerguen sus cabezas adornadas con puntiagudos cascos prusianos, ó gorros de pelo de la guardia sajona. Son despojos de guerra, orgullosos testimonios de que el primer poseedor de dichas prendas ya no existe. Tal vez á la misma hora otros heridos, peliblancos, de fuerte mandíbula y orejas despegadas, bajan en las estaciones del otro lado del Rin, ostentando kepis rojos y cascos rematados por cabelleras de crines. El homicidio heroico tuvo siempre la misma tendencia á adornarse con los despojos del vencido. En otros tiempos sólo se satisfacía apoderándose del cráneo del adversario; luego se contentó con la cabellera; ahora se limita a apropiarse el tapa-cabezas.

Heridos franceses ostentando un casco prusiano y un gorro de guardia sajona tomados por ellos en el campo de batalla
En el departamento de primera clase hay un ambiente penoso, cierta vacilación en las miradas, un susurro tímido en las palabras, lentas, con largos intervalos de silencio. En vano penetra á raudales el sol de la tarde por entre las verdes cortinillas; inútilmente trazan sus redondeles de oro las avispas aleteantes que vienen de las viñas cercanas. Permanecemos como una familia congregada á altas horas de la noche, en la penumbra de una habitación, junto al lecho de alguien que acaba de morir. Un matrimonio de Nimes viene de Biarritz de ver á su hijo herido. El padre, viejo tartarín, de aguda perilla, lucha con el silencio general para repetir una vez más la buena suerte del muchacho; una granada que cae sobre su espalda, estando tendido en la trinchera, y no estalla por haber chocado en las blanduras de la mochila. El mozo sanará de su fuerte conmoción. Lo asegura el padre con orgullo de familia. Es de buena raza. ¡De una estirpe de héroes!
En un rincón, una señora, vestida de negro, mira sin escuchar, con los ojos perdidos en el infinito de la inconsciencia, llevándose á los párpados, de vez en cuando, sus dedos enguantados, como si el cosquilleo del polvo fuese á hacerla llorar. Un señor viejo, con traje gris, llama la atención por una corbata de luto, flamante, comprada tal vez en el mismo día. Lee obstinadamente un periódico, sin desdoblarlo, sin que sus ojos pasen de una columna á otra: siempre fijos en la misma línea, sin verla tal vez... De tarde en tarde suspira. Piensa sin duda en lo que dirá dentro de poco al llegar á su casa. Elabora mentalmente, como un orador camino del mitin, las atenuaciones preparatorias con que debe contestar á las primeras preguntas de la madre y los hermanos.
Alguien viene con nosotros que no se deja ver y se hace sentir; alguien que proyecta sus manos de sombra sobre caras y periódicos; y se interpone como un vidrio ahumado ante el paisaje hirviente de sol, blanco de polvo, verdoso por el reflejo de las viñas. El invisible viajero congela las palabras y oprime los pechos. Se sienten deseos de llorar á alguien, sin saber á quién. Nada importa que la calidad de extranjero nos coloque al margen de la desgracia. La muerte ha abandonado su madriguera de sombras y aletea en el aire. ¿Cómo permanecer en egoísta indiferencia, cuando llora medio planeta?...


Aldeana belga entregando provisiones a los soldados de su país
que marchan a reforzar la línea de combate

La tristeza nos hace pensar con cierto rubor en las necesidades materiales de la vida. Es difícil adquirir algo en los restoranes de las estaciones. Los trenes, cargados de hombres, barren con su paso incesante hasta la última corteza de pan. Hay que mantenerse con los comestibles traídos previsoramente. El almuerzo en las rodillas, sobre manteles de periódicos, tiene algo de ágape fúnebre. Se come con los dedos untados de grasa; se bebe en el gollete de las botellas. lnumerables veces se repite, para excusar esta falta de comodidad, la frase que ahora está en todos los labios:  “A la guerre comme a la guerre”.
El matrimonio de Nimes y yo cambiamos ofrecimientos y víveres. Los demás viajeros permanecen impasibles, silenciosos. La dama enlutada sigue mirando á ninguna parte, con los oíos empañados, enormes, trágicos. El señor de la corbata negra continúa su lectura tenaz en el periódico, inmóvil, y suspira.


Pasan ante el tren, en las interminables paradas de las estaciones, señoras y niñas ostentando la Cruz Roja en un brazo. Empujan ante ellas carritos con líquidos y comestibles. Van en busca de los heridos viajeros.
—¿Caldo?... ¿Limonada?... ¿Chocolate?...
Sus voces toman cierta expresión de tristeza y despecho. En vano insisten: nadie acepta sus ofrecimientos. Los heridos llegan hartos de las estaciones anteriores.
A lo lejos, en la cabeza del tren, donde van los hombres y ¡os caballos, estalla un rujido de entusiasmo formado por centenares de voces. Las mujeres arrojan flores á los soldados. La muchedumbre azul y roja que marcha á la gloria, que marcha á la muerte, da vivas, entona la Marsellesa, lanza el último requiebro á las muchachas que responden enviando besos. El griterío se unifica. Un canto simple de melodía ingenua, un coral de cuartel entonado por pechos de bronce, se esparce sobre los andenes de la estación y los campos solitarios.

C'est l'Alsace et la l.orraine.
C'est l'Alsace? qu'il nous faut.
Oh! Oh! Oh! Oh!


Tren de reservistas alemanes saliendo de Potsdam, para la línea de fuego
De pronto se abre la portezuela y un grupo de mujeres y mozos de estación izan, como si fuese un fardo, á un soldadito que apenas puede moverse.
Una dama corpulenta, la dueña del restorán, dirige  maternalmente la instalación del herido. Sus ojos amorosos, cuando no vigilan los detalles de esta instalación, se vuelven hacia él, con una simpatía lacrimosa. ¡Pobre mujer! Tal vez piensa en un pedazo de sus entrañas, cuidado y acariciado durante veinte años, que ahora sirve de blanco en las batallas. Tal vez su esterilidad de obesa, admira en este soldadito al hijo que no tuvo nunca.

El herido carece de billete de primera clase, pero no importa. Los servicios funcionan ahora con cierto desorden, faltos de vigilancia superior. Ella ha dado de almorzar al pobre muchacho, no sabe ya que regalo hacerle, y de acuerdo con los empleados de la estación decide que vaya en primera hasta Tolosa.
Este soldadito lleva un pie en una alpargata y otro forrado de trapos hasta media pierna; pero tan voluminosa la envoltura, tan rellena de algodones y cruzada de vendajes, que parece la redonda pata de un elefante blanco. Un empleado sostiene su mochila. El conserva en una mano lo que no debe abandonar nunca un infante francés: un par de borceguíes pesados, claveteados, que todavía guardan pellas de barro de los campos del Norte. Al entrar vacilante sobre un pie, coloca junio á mis narices estos navíos de cuero, y así permanece unos instantes, próximo á desplomarse. “ A la guerre comme a la guerre». Lo sentamos.  Su pie herido queda lejos del suelo, en doloroso pesadez, y la buena mujer se agita buscando el remedio. ¡Un taburete!... ¡Una maleta nuestra, si es preciso!

Corre un mozo de la estación y vuelve á los pocos Instantes con un gran paquete de diarios de París, atado y sellado, que coloca bajo el pie. «¡Que tengan paciencia los suscriptores! Poco importa que se queden un día sin leer.» Y perseverando en esta actitud arrolladora, empujan, desordenan y echan al suelo una parte de los equipajes, para colocar dos mochilas y varios paquetes.


Traslado de los heridos desde el tren al Hospital
Me fijo en el soldadito que se ha sentado junto á mí. al lado de la ventanilla. Parece un niño. Es débil, de miembros delicados y una blancura anémica. A pesar de la pátina que da la existencia al aire libre, tiene una palidez de hostia. Se ve que en su cuerpo no queda más sangre que la indispensable para la vida. Puede ser que perdiese mucha al quedar su pie destrozado por el estallido de una granada. Tal vez es un hijo único y enfermizo, por cuya salud delicada velaron los viejos padres, hasta que la guerra lo arrancó de su lado. Sus ojos azules tienen una candidez de doncella. En su rostro empieza á florecer una barbilla de oro, como producto descuidado de la vida de campaña y de hospital, en la que no es fácil afeitarse todos los días. Parece uno de esos Cristos dolorosos y amables que conmueven á las almas simples con los dulces colores del cromo. La pálida sonrisa de sus labios exangües agradece las miradas de la dueña del restorán.
—¡El marsouin! ¿Dónde está el marsouin?...
Pregunta con ansiedad por su compañero de viaje, un soldado de infantería de marina herido como él. Y el marsouin llega á todo correr:
— Voila mon vieux! Estaba en la cabeza del tren saludando á unos amigos.
Es un soldado maduro y de aspecto vigoroso. Su herida oculta (un bayonetazo en un hombro) le priva de la conmiseración que afluye por entero á su camarada. Parece un buen diablo, atrevido, servicial y simpático; uno de esos hijos de familia, de mala cabeza, que acaban por sentar plaza en la infantería de las colonias, dejando en paz á los parientes. Al ladear su kepis obscuro, descubre una calvicie prematura. Su voz oxidada, arrastrándose bajo el alero de unos bigotes rojos, revela largos estudios comparativos entre el ajenjo de los cafés de Argelia y el que se sirve en las cantinas del Tonkin, Dakar y Tananarive. Su mirada, fraternal y maliciosa á la vez, acaricia al compañero. El marcha á Tolón para incorporarse á un regimiento que vuelve á la guerra; su camarada regresa á la casa paterna para convalecer. El marsouin, fuerte y hábil, acompaña á su amigo exangüe con aires de nodriza, contento de la simpatía que inspira, dispuesto á recoger las migajas de la compasión general.
—¡Fuma, mi viejo!—dice apenas el tren vuelve á ponerse en marcha.
Lía un cigarro, lo enciende, se lo pasa al dolorido compañero sentado frente á el, como si éste sintiera en las manos el mismo entorpecimiento que en el pie. Hay en sus atenciones la ternura interesada del empresario, cuidando de un tenor que vale una fortuna.
—¡Come, gallardo mío!—repite varias veces, ofreciéndole un saco de papel lleno de uvas.


Soldados franceses dando de beber a unos prisioneros alemanes
Su hambre atrasada le infunde cierta elocuencia al relatar pomposamente los obsequios de que los dos son objeto. Iban en el tren de la mañana y la señora del restorán, al fijarse en el compañero, les obligó á bajar, interrumpiendo su viaje. Un almuerzo de generales. Platos innumerables, frutas, tabaco..., ¡hasta vino lacrado! E insiste en esta condición del vino, como si fuese la prueba más concluyente de la valía del almuerzo.


¡Gran cosa la guerra! Las personas se vuelven mejores; todos parecen de la misma familia. Las mujeres, que antes no le miraban á uno, sonríen, dan las manos, envían besos; los señores condecorados saludan, pagan el café' y algunas veces obsequian con tabaco. El marsouin se exalta al recordar su vida de combate. Desea volver al campo de batalla; abomina del hospital cómodo y las dulzuras de la convalecencia. Su hombro, que guarda aún la huella de la culata, ansia el estremecimiento del lebel al dispararse. Le hace falta la áspera voluptuosidad de la pelea al aire libre, del peligro arrostrado á cada segundo; las horas de trinchera hundido en el fango, haciendo fuego contra un enemigo invisible; las bromas del batallón ante las granadas que llegan; la lotería de la muerte, jugada de minuto en minuto.


 —On s'amuse, monsieur—afirma melancólicamente, como si lamentase una felicidad perdida—. Se divierte uno mucho.
Los proyectiles de la artillería anuncian su presencia con un ruidoso abejorreo. Se les ve venir. Y los compañeros ríen. «¡Atención á la derecha!» «¡Ojo, que este va para la izquierda!» Y muchos, al sentirse despedazados, gritan:  “Touché...”  Además hay la gran fiesta, la carga á la bayoneta; el coronel que avanza, tremolando su kepis en la punta del sable como los generales de la Convención; la masa de hombres que corre tras de él entonando á coro La Marsellesa, los alboches que intentan hacer frente y al final huyen; las puntas de acero que perforan los pechos con un crujido de correas partidas, de puños desgarrados, de costillas rotas; crac... crac.
—¡On s'amuse, monsieur!— repite el colonial—. Se siente uno más grande que en tiempo de paz; lo mismo que si viviese dos veces.
¡Y el ruido!... Este bravo duerme mal desde que ha vuelto al silencio de la vida ordinaria. Le zumban los oídos al faltarle el estrépito monstruoso que arrullaba sus noches de trinchera; estrépito de erupciones y de crujidos del suelo, semejante al de un planeta en formación.
El soldadito exangüe habla á su vez, con una voz sorda, incolora, que él parece no oír. Sus orejas deben zumbar también, pero con el dolor de los tímpanos quebrantados. ¡El cruel estruendo que suena y suena dentro del cráneo, y persistirá á través de las noches, como una pesadilla! No es el estampido de los cañones antiguos con su eco en escala descendentes, semejante al de los truenos. Es un crujido espeluznante, agudo y seco, de algo que se rompe instantáneamente; el crac de un monumento que se dobla y cae en un segundo; el chasquido de una tralla gigantesca que azota á los planetas. Este sonido que equivale á un zarpazo parece agrietar la piel, resquebrajar los huesos, hacer añicos el cristal de los ojos. ¡Y se repite! ¡Se repite treinta veces en un minuto, conmoviendo los cerebros hasta la locura!...
El pobre soldadito parece hombre de letras. Tal vez es bachiller. La guerra le habrá sorprendido en sus estudios de maestro de escuela. ¡Quién sabe si es un seminarista! Sus ojos cándidos, casi femeniles, parecen agrandados por una visión de esparto que persiste imborrable en su retina... La granada que se anuncia con zumbido de aeroplano; una explosión enorme, monstruosa; la tierra que se levanta formando surtidores, algo semejante á un canastillo de fuente; columnas de humo amarillento; obscuridad momentánea. Y luego, como una banda de cachorros súbitamente engendrados por la muerte en las entrañas del humo, los cascos del proyectil que se esparcen, que zumban, gritan y caracolean. ¡Sangre, piltrafas, rugidos! Unos guardan en su caída una serenidad teatral: “Compañeros, véngame”. Otros se tientan los miembros partidos, las sangrientas ventanas abiertas en su carne, y antes de cerrar los ojos, murmuran como una profesión de fe:  “¡Viva la patria! ¡Viva la república!”... Y nadie puede moverse. Hay que esperar en el mismo sitio la llegada del proyectil siguiente... y luego otro... y otro. El compañero se desploma sobre su vecino con la inercia grotesca de un fardo de ropas, de un monigote macabro. La sangre se esparce corno roja aspersión sobre las caras inmediatas. Caen cuerpos súbitamente decapitados, sin que nadie alcance á ver de dónde fué la cabeza. La mano que intenta enjugar las mejillas de sangre caliente, tropieza con fragmentos pegajosos de masa cerebral... Y esto dura horas que son años, mañanas que parecen siglos. Los cuerpos, faltos de espacio para caer, se enfrían erguidos en la trinchera, mientras se prolonga el combate. Enjambres de moscas, salidas nadie sabe de dónde, se apoderan de los cadáveres. Agonizan los heridos, cada vez más blancos... ¡más blancos!, mientras se ensancha por abajo, alrededor de sus piernas dobladas, el círculo de tierra sangrienta. Entornan los ojos, doblan la cabeza, murmuran el supremo llamamiento de un dolor que convierte á los hombres en niños: «¡Mamá!... ¡Mamá!».
Y la mirada del soldadito toma un brillo acuoso al evocar eslos recuerdos. El también ha gritado: «¡Mamá!» viendo entre las nieblas del sufrimiento á la pobre campesina francesa que desde hace dos meses no puede dormir, que se levanta antes del amanecer, calienta el pan, barre la casa, da de comer á las gallinas, todo automáticamente, y se  pregunta con angustia: «¿Dónde estará mi hijo? ¿Qué será de mi pequeño?».
Termina la tarde; empieza á anochecer. El marsouin enciende su pipa, apoya los pies en la banqueta de enfrente y se adormece satisfecho. Es el soldado profesional, el guerrero contento de su suerte, que se instala en el alojamiento de ocasión como si fuera su casa natalicia, hace reír á los niños, ayuda á la patrona, enamora á la criada, y entra en la cocina para husmear los buenos bocados.
El soldadito se adormece también, con un sopor de enfermo. Su cabeza de Cristo doloroso, va inclinándose sobre mi hombro, como una flor marchita. ¡Pobrecito! Huele á pelo grasiento, á ropa sudorosa y fría, á carne deshilachada, á jugos vitales resecados. No importa: ¡duerme, soldadito! Tú eres más grande que yo y te debo agradecimiento. Has dado tu sangre por la patria, oponiéndote al avance del enemigo.
Bastó el supremo llamamiento de tu madre grande, hollada por el invasor avanzando como la oleada de fuego que vomita el cráter, para abandonarlo todo, para renunciar á todo, con abnegación sublime, y ofrecer tu pecho á la metralla... ¡Eres un héroe, soldadito!
El tren empieza á rociar en la sombra, poblada de pesadillas y fantasmas. Las cepas parecen tiradores encogidos. Las arboledas obscuros regimientos. El rosario de vagones se entrechoca produciendo un estrépito de cañoneo lejano. Y sobre el ruido de los hierros y la velocidad agrandada por la noche, parece elevarse una canturria dolorosa, un lamento de agonía: «¡Mamá!... ¡Mamá!»


Texto e imágenes del articulo publicado en la Revista LA ESFERA, numero 43, año 1914
- Autor: Vicente Blasco Ibañez
- Foto: Novella

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