jueves, 23 de junio de 2016

LA VUELTA AL MUNDO: La ciudad que venció á la noche - segunda parte



Por VICENTE BLASCO IBAÑEZ
"La vuelta al mundo de un novelista" - Vol. I, 1924/1925

I. LA CIUDAD QUE VENCIÓ Á LA NOCHE
(Segunda parte)

Cuando vi Nueva York por primera vez me imaginé caído en otro mundo, en un planeta de gentes que habían logrado vencer las leyes de la gravitación y jugueteaban con ellas. Contemplando los grupos de «rascacielos», edificios tan altos que muchas veces hunden su cumbre en los vapores de la atmósfera, los creí por un momento obras de gigantes, algo extraordinario y quimérico, más allá de las limitadas fuerzas de nuestra especie. Luego, al considerar que eran creación de pobres hombres como nosotros, con iguales debilidades e ilusiones, sentí orgullo de pertenecer al género humano, que, no obstante su debilidad física, puede realizar, gracias a su inteligencia, tales maravillas.

Nueva York en los años 20
Para mí, Nueva York es una de las ciudades más hermosas de la tierra; hermosa a su modo, con una belleza colosal, soberbia, audazmente despreciadora de muchos cánones estéticos venerados en el viejo mundo con la inmutabilidad de los dogmas religiosos.
No digo que este arte, especialmente americano, deba servir de modelo al resto de la tierra, ni deseo que todas las ciudades sean como Nueva York. La vida es la variedad. Igualmente resulta desesperante encontrar en todas las latitudes falsas catedrales góticas o imitaciones del Partenón. Pero me enorgullece como hombre la existencia de un Nueva York con sus audaces edificios, atropelladores de los obstáculos que esclavizaron durante siglos al constructor; con sus torres gigantescas que después de hincar las raíces en profundidades no alcanzadas por los árboles archicentenarios se lanzan en busca del cielo.

Nueva York en los años 20
Hay en el viejo mundo construcciones tan altas como las de Nueva York, pero aisladas y excepcionales. Lo que en Europa representa una altura extraordinaria, que atrae la peregrinación de los admiradores, es aquí el nivel corriente de los edificios principales de un barrio. La Torre Eiffel todavía resulta actualmente más alta que los «rascacielos» norteamericanos. Pero esta torre es un andamiaje metálico, algo que parece provisional, sin la majestad imponente y sólida de los edificios neoyorquinos.

Fotografía aérea de la Exposición Universal de París de 1889, 
por la cual  fue construida la torre Eiffel de 330 metros de altura,  por Gustave  Eiffel
La gran metrópoli del mundo moderno ha creado un arte, leal reflejo de su concepción de la vida. Es algo grandioso, atrevido, rectilíneo, que hace pensar en el empuje sobrehumano de los inventores, los cuales solamente realizan sus descubrimientos atropellando los respetos, disciplinas y convenciones que encadenan a sus contemporáneos.
Los artistas que abominan del ferrocarril por su fealdad, pero llorarían de pena si los obligasen a viajar a pie, como en otros tiempos; los que ensalzan las sobriedades poéticas de la vida primitiva en habitaciones con prosaica luz eléctrica, calefacción central y vulgares aparatos higiénicos, cuando quieren sintetizar lo horrible de la vida moderna, nombran a Nueva York, que los más de ellos sólo conocen por referencias. Y el rebaño panurguesco de los esnobs, para simular delicadezas estéticas, maldice igualmente un arte vigoroso y franco, reflejo característico del pueblo que más estupendos milagros lleva realizados en la época presente por su deseo de mejorar nuestra existencia material.

Times Square, Nueva York, años 20

Esta ciudad que parece construida para otra raza más grande que la humana hace pensar en Babilonia, en Tebas, en todas las aglomeraciones enormes de la historia antigua, tales como nos imaginamos que debieron ser y como indudablemente no fueron nunca.
Hay calles en Nueva York que apreciarían en Europa como de aceptable anchura y parecen aquí modestos callejones, profundas grietas, a cuyo fondo no podrá llegar nunca el sol. Tan enorme es la altura de sus edificaciones laterales, que obliga a elevar los ojos, echando atrás la cabeza con una violencia precursora del vértigo.

La imaginación se resiste en el primer instante a concebir tales construcciones como obra de los humanos. Más bien las cree algo anterior a la presencia de nuestra especie sobre el planeta. Recuerda también a ciertas montañas que horadaron y ahuecaron los trogloditas en los siglos más oscuros de la Historia, convirtiéndolas en templos subterráneos o en ciudades-cuevas.


Cuando llega la noche no hay aglomeración humana, no la ha habido nunca, que ofrezca el aspecto mágico de esta urbe, en cuyo seno fue sujetado y Domado el cuerpo impalpable de la electricidad, encadenándolo para siempre a las necesidades del hombre.
Nueva York de noche, años ´20 -´30

Madison Square de noche, Nueva York, 1920


Los grandes edificios, con sus millares de ventanas iluminadas, son inmensos tableros de ajedrez, rojos y negros, que se estiran hacia las nubes. Las quimeras soñadas por los cuentistas orientales se realizan en esta metrópoli que muchos creen inaccesible a toda sensación de belleza.

Sobre los tejados, el anuncio industrial crea un mundo fantástico que parece lanzar un reto a las exigencias de la realidad y a la tranquila sucesión de las horas. Las hadas nocturnas de Nueva York, volando en alturas sólo frecuentadas en otras partes por las águilas, van colgando del negro terciopelo del espacio figuras y adornos de fuego, pavos reales de plumaje multicolor, tropas de duendes que gesticulan mirando a las estrellas o les guiñan un ojo maliciosamente, mujeres de luz que, sentadas en un columpio, se balancean con la cabellera suelta por encima de los astros; toda una fauna y una flora de Las mil y una noches, nacida regularmente con los primeros latidos de la luz sideral y que se borra con la aurora, haciendo levantar sus cabezas a la muchedumbre circulante por las profundas grietas de las avenidas, orladas de puntos de luz.
Times Square de noche, Nueva York, 1925
Fotografía aérea de Londres en los años 20

Hasta hace poco, Londres era la ciudad más grande del mundo. Ahora la ha sobrepasado Nueva York. El eje de la historia humana, que durante siglos fue trasladándose de una a otra nación, siempre dentro de Europa, ha cruzado el mar, y está actualmente en la ribera occidental atlántica.
Asombra el movimiento de este centro humano, su riqueza, su actividad. La Aduana de Nueva York percibe mayores tributos que muchos gobiernos europeos de importancia. El director de su puerto, "imple funcionario municipal, tiene una actuación más amplia y poderosa que la de muchos ministros de Marina.

Subterráneo en el Río Hudson












Hablando con un individuo del Municipio de Nueva York, noté la sonrisa de conmiseración con que comentaba los trabajos enormes realizados por el gobierno americano en el canal de Panamá. El Ayuntamiento de Nueva York acomete empresas más difíciles y más costosas que el famoso canal, sin darse importancia, sin ruido de publicidad, como si emprendiese una vulgar operación de policía urbana.

El lecho del Hudson, en cuyas profundas aguas anclan los buques más grandes del mundo, lo ha perforado repetidas veces para líneas férreas y tubos de «metropolitano» que ponen en comunicación a Nueva York, por debajo de este obstáculo que parecía invencible, con la orilla fronteriza, perteneciente al inmediato estado de Nueva Jersey.

Como Nueva York ocupa una isla, tiene al otro lado un brazo de mar que la separa de Brooklyn, simple barrio, más grande que muchas capitales célebres de Europa. Para unir ambas orillas se construyó hace años el famoso puente de Brooklyn, maravilla de la industria humana, que hizo hablar al mundo entero en el momento de su inauguración.

Nueva York - La construcción del Puente de Brooklyn entre 1870 y 1883


La primera vez que estuve en Nueva York me apresuré a visitar el puente del que tanto oí hablar en mi niñez. Noté que todos lo mencionaban con indiferencia, como algo que ha sido célebre y ve luego arrebatada su fama por otras novedades.
Al pasar por él me expliqué tal frialdad. El puente de Brooklyn ya no es una maravilla única. Casi resulta una vejez en este país donde todo cambia en el curso de diez años. Vi desde su larguísima y múltiple plataforma otros puentes más audaces y más hermosos, tendiéndose como brazos férreos de una orilla a otra y dejando entrever por los filamentos de sus redes colgantes un deslizamiento continuo de trenes, tranvías, automóviles y filas de peatones, iguales por la distancia a una leve hilera de puntos.
Los puentes de Brooklyn y Manhattan  de Nueva York, 1916 - Foto: Irving Underhill.
Los llamados «rascacielos» ofrecen desde su meseta superior un espectáculo inolvidable. Los dos cursos acuáticos que se deslizan, por ambos lados de la ciudad, estrechándola como un triángulo para confundirse pasado su vértice en la bahía enorme, están arado~ sin descanso por las quillas de innúmeras embarcaciones que se entrecruzan y se alejan. Tienen la densidad pululante de los insectos primaverales que se mueven tejiendo una tela invisible sobre la superficie de las charcas olvidadas. Los dos brazos líquidos, a causa del incesante movimiento de sus buques, ofrecen el aspecto de esas grandes avenidas en las que van y vienen sin reposo centenares de automóviles.

Vista aerea de Manhattan, Nueva York, agosto, 1924


Varios puentes de más de un kilómetro de longitud se lanzan sobre el agua de azul grisáceo, como barras de tinta china pendientes de filamentos sutiles, para que resbale sobre su cara superior, de ribera a ribera, todo un mundo microscópico.

En la bahía, limitada por costas gibosas como lomos de cachalote, la isla que sirve de zócalo a la Estatua de la Libertad parece un juguete, un pisapapeles, flotando sobre las aguas.

Vista desde Nueva York, años 20


Son docenas, son a veces más de cien, los buques de diversos calados y arboladuras que llegan de todos los puntos cardinales de la tierra o abren el abanico de sus rumbos hacia horizontes misteriosos, detrás de cuyo telón de brumas se ocultan nuevas costas y nuevos puertos. Parece que no quede en el planeta otra tierra que ésta y el resto de la humanidad viva sobre buques, necesitando venir a descansar sus pies sobre el único fragmento de corteza sólida
.
RMS Lusitania llegando a Nueva York 
en su viaje inaugural, 13 de septiembre 1907


















Desde Building World, Nueva York, años  1920

Desde tal altura los ojos abarcan kilómetros y kilómetros de superficie terrestre sin encontrar un campo, algo que recuerde la vida rústica, que es la de la mayoría de los humanos. Se ven arboledas enormes, pero son de parques, de barrios-jardines, y estas islas de verdura se hallan encerradas por el oleaje de tejados que se pierde en el horizonte y del que emergen como picos submarinos las masas cuadrangulares de los «rascacielos».


Cada uno de dichos edificios es un mundo, más grande y complicado que los mayores paquebotes. Para completar su semejanza con uno de estos cosmos flotantes, todos ellos tienen una enorme máquina de vapor destinada a las necesidades comunes de calefacción, alumbrado, etcétera, añadiendo su chimenea torrentes de humo blanco a las inmediatas nubes. Aun en días serenos, cuando el cielo es límpido y la bahía toma un color azul de Mediterráneo, existe sobre la ciudad una ligera neblina dorada por el sol: el vapor que lanzan los «rascacielos» por sus tubos de trasatlántico.
Nueva York en los años  1920
Manhattan de noche, Nueva York, 1913



Cuando cierra la noche, los propietarios de estos edificios inmensos iluminan su terraza final o los templetes que les sirven de remate con focos invisibles de potente luz, azulados, verdes o rojos.

La masa del edificio sube y sube en la sombra, pues transcurridas las primeras horas de la noche quedan cerradas sus filas de ventanas. Pero allá en lo alto, cual islas quiméricas que flotasen sobre las tinieblas del sueño, ve el transeúnte los remates luminosos de las torres. Como guardan ocultos sus focos eléctricos, parecen bailados por una manga luminosa, de trayectoria invisible, que viene de un sol oculto en la noche, más allá de nuestras pobres miradas.



***
Muge por última vez el Franconia, anunciando que va a partir. La orquesta es cada vez más incoherente y estrepitosa en sus ritmos danzantes. Cantan a gritos los músicos, pareciéndoles poco los instrumentos para su ruidosa función. La muchedumbre saluda con aclamaciones los movimientos preliminares de la partida del buque.



Ya han sido retiradas las pasarelas que lo unían a los tres pisos del embarcadero de la Cunard.
Sus primeros movimientos estiran y rompen la telaraña de cintas que ha ido tejiéndose en el espacio libre. Empiezan a flotar en el agua muerta grandes bolas de papeles de colores. Se agitan brazos, pañuelos y banderas. Cada vez es más ancha la faja líquida entre la pared inmóvil del edificio y la pared metálica del vapor, que al moverse despierta al agua, haciéndola huir por sus costados.

El Franconia inicia su marcha retrocediendo. Resbala lentamente por la popa, fuera del corral acuático. Quiere salir al Hudson, donde virará, poniendo su proa hacia mares más azules, hacia cielos limpios de la neblina que esfuma en estos momentos las altas torres de Nueva York, dándoles un aspecto de recortes de papel gris sobre un fondo de otro gris más pálido.
Corre la muchedumbre hacia los balconajes terminales del embarcadero que avanzan sobre las aguas libres. Allí son los últimos saludos, los mayores alaridos de despedida, las agitaciones más epilépticas de brazos, sombreros y lienzos de colores.

Despedida del  Normandie en los años 30


Saludan la popa del navío que se desliza junto a ellos; después la estructura central de este pueblo flotante; últimamente, la proa que se aleja, se detiene poco después, como si reflexionase, y acaba por ladearse, recobrando su verdadero funcionamiento, que es el de avanzar partiendo las aguas.
«¡Adiós los que vais a dar la vuelta a la tierra!», parece gritar con su confuso vocerío la muchedumbre que llena los balconajes inmóviles. Dentro del buque todas las barandas de las cubiertas están orladas de gente. Hasta los tripulantes y la numerosa servidumbre se asoma a las barandillas para presenciar esta despedida.

La ciudad de los sueños por Karl Struss, 1925



La música continúa sonando, con una cadencia que incita a mover los pies. Las parejas, por momentos más numerosas, bailan y bailan. Una idea fúnebre me obsesiona en medio del sonoro regocijo. ¿A quién le tocará morir de todos los que vamos en este buque, amos y servidores?..

Porque es indudable que alguno de nosotros va a quedar en el camino. No se da la vuelta al planeta, desafiando tantos mares, tantos países de fiebre y la inadaptación a tan diversas temperaturas, sin que alguien caiga. La Aventura, diosa seductora y cruel, acepta la aproximación de sus devotos, pero exigiéndoles el tributo de alguna víctima.


***
La parte más interesante de Nueva York se desarrolla de pronto ante mis ojos, el vértice del triángulo, la llamada ciudad baja, donde están los Bancos, las oficinas célebres.
Edificios de numerosos pisos, que en otra parte serían admirados como gigantescas construcciones, se encogen aquí, con la humildad de una casita rústica, al pie de los palacios-montañas.
Puerto de Nueva York en el año 1923

¡Adiós, ciudad en la que todo es desmesurado, más allá de las ordinarias dimensiones humanas, virtudes y defectos, generosidades y miserias; donde todo se renueva incesantemente y el desinterés heroico sucede al egoísmo brutal, así como-l-a triunfante verdad reemplaza al testarudo error!


El insigne novelista D. Vicente Blasco Ibañez, a bordo del vapor Franconia, á su partida de Nueva York para continuar su viaje alrededor del mundo. Le acompañan en el grupo el Dr. Irving Livingston, los esposos Meadow y Mr. Kennedy, distinguidas personalidades del mundo.
Foto. Atlantic
¡Adiós, urbe de los milagros, patria de magos, creadores de los más asombrosos inventos de nuestro siglo; poetas de la acción, que despreciasteis la palabra «imposible», trabajando con la fe de los antiguos alquimistas para transmutar el ensueño quimérico en realidad luminosa!

¡Adiós, Nueva York, que venciste a la noche!

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