viernes, 13 de septiembre de 2019

de Aguilar

Manuel Aguilar Muñoz (1888 – 1965), 
fundador, en 1923, de la empresa M. Aguilar, Editor.




Manuel Aguilar Muñoz 
(Tuéjar, Valencia, 1888 – Madrid, 1965), uno de los más importantes editores españoles del siglo XX, publicó sus memorias en 1963, bajo el título Una experiencia editorial.
A través de una amena lectura, el autor relata su intensa actividad como editor y librero, su difícil lucha para mejorar y difundir la cultura, a cuál dedicó más de cuatro décadas de vida.


Ese mítico personaje se había iniciado en el mundo del libro siendo casi un niño; con 12 años de edad, entró a trabajar como “chico para todo” en la Editorial Sempere, de Valencia, de la que Vicente Blasco Ibáñez era el director y copropietario.
Rememorando aquella época, Manuel Aguilar escribía:


Un amigo de mi padre consiguió que en la Casa Editorial Sempere, de Valencia, obtuviese yo el empleo de «chico para todo». Acababa de cumplir los doce años. Curtido ya por el trabajo y la Naturaleza, no me preocupe de analizar aquel «para todo», cuya vaguedad, ciertamente, podía causar algo de inquietud. El trabajo era el único medio de vivir en Valencia. Con muchos ensueños y un hatillo de ropa, bajé desde las montañas, crucé las vertientes de viñedos y algarrobos, entré en los vergeles de la vega valenciana y me asome al azul Mediterráneo.

Valencia hacia 1900
Mi incorporación a la ciudad representó, notoria, más casualmente, el primer contacto con lo que sería mi definitivo futuro. ¿Estaba escrito que había de ser editor? Mi camino hacia la profesión y la empresa fue largo de caminar—como el célebre de Tipperary—y accidentado.
Ocurrió en 1901. Desde el primitivismo tranquilo de las altas serranías caí en la Editorial Sempere. Empleo deliberadamente ese verbo caer, porque la impresión recibida fue por el estilo de la que sufre quien está contemplando un río caudaloso y es lanzado de golpe al centro de las aguas. Había un desnivel de siglos entre mi procedencia y el lugar al que arribaba.
La Editorial Sempere, en aquellos años, se encarnaba en Vicente Blasco Ibáñez. 

Vicente Blasco Ibáñez con los miembros de la redacción del periódico El Pueblo, año 1900 (apox.) 
El la dirigía y vivificaba, como hizo más adelante con otras editoriales de Madrid y Valencia. Había en él una dualidad poco frecuente: la del escritor-editor. Creo, sin vacilar, que el editor que Blasco llevaba dentro proporcionó al escritor algunos de sus éxitos más sonados.
 Aquella dualidad existió en la primera etapa de la historia del libro. Esta ofreció tres variedades: el impresor-editor, el librero-editor y el autor-editor. Y alguna vez aparecía el traductor-editor, como aquel que Cervantes hizo que Don Quijote conociese en Barcelona, imprimiendo por su propia cuenta, la versión que había escrito de La Bagatelle.
La Editorial Sempere presentaba un cruce de autor-impresor-editor, perfectamente desconocido y, en cualquier caso, indescifrable para mí.
Valencia hacia principios del siglo XX. 

Viví en una casa situada en el centro de aquella Valencia de primeros del siglo, a cargo de unos parientes muy lejanos. Mi salario era de quince pesetas mensuales, a las que algunas veces podía añadir unas monedas, muy escasas, que sin periodicidad me enviaban mis padres a la mano, por medio de convecinos o amigos que llegaban a la capital. Aun en tales días, a pesar de la baratura de los alimentos y de que la cocina de mi hospedaje no se basaba en la opulencia ni en el refinamiento, el precio que yo pagaba por la cama, la mesa y la ropa limpia y cosida, era muy bajo. Para compensar esa pequeñez aquellas buenas gentes pasaban el verano en nuestra casa de Tuéjar.
Carecía yo de otras necesidades que las del sustento y el techo. El espectáculo de la ciudad, llena de colorido, muy pintoresca y amena; del Grao y de la Malvarrosa; de la huerta adyacente, con sus innumerables barracas a la vera de los arrozales, bastaba para llenar mis horas libres. Es decir, las que no estaban ocupadas por el trabajo y por la pasión de lector. Esta podía satisfacerla sin tregua y sin gasto.
¿Leía yo la literatura de la Editorial Sempere que, según supe más adelante, despeluznaba a la intelectualidad exquisita y a las clases conservadoras? Pues sí: la leía toda, y digo mal, pues la devoraba. Sin comprenderla, como es natural. Pero me sonaba bien: como aquella citada arenga de Don Quijote a los cabreros. Esta era una lamentación por la supuesta felicidad perdida, y las obras de la Editorial Sempere excitaban a la conquista o a la reconquista de la plena felicidad. Mi niñez experimentaba la sensación de la injusticia que es semilla de rebeldía.

Creo que aquellas lecturas encontraron clima propicio. ¿Puerilidades? ¡Evidentemente, al considerarlas y analizarlas después! Pero ¡qué impulsos me acometían a veces de tomar parte en las frecuentes algaradas callejeras! Y a la par escuchaba, con entusiasmo y pasión, la única voz que sonaba fuerte en Valencia.
Esa voz la percibía, pero con distinto acento y refiriéndose a cuestiones profesionales, en la Editorial Sempere. Y contemplaba al personaje, eruptivo, impetuoso: Vicente Blasco Ibáñez.
La primera vez que me vio, me gritó en valenciano:
—¡Eh, monigote, lleva esto a las cajas!
Me alargaba unas cuartillas manuscritas, que llevé sin rechistar al regente. Blasco escribía inmerso en el tráfago del taller, corregía galeradas, amoldaba los originales—los propios y los ajenos—a la medida del número de páginas, este al precio, y el precio a la medida del bolsillo de los presuntos compradores.
Blasco Ibáñez se manifestaba, en sus tarcas profesionales, con prisas, con voces y brusquedad.
— ¿Quién es el lladre—es decir, el ladrón—que ha compuesto esto? —me dijo otra vez, saliendo del lavabo con las galeradas de un libro suyo (creo que eran los Cuentos valencianos) en una mano, mientras sostenía el pantalón a medio abrochar.


Pues este hombre—novelista, orador, periodista, editor, político—, tenía convulsionada a Valencia con sus apasionados artículos y sus fogosas arengas; con su diario El Pueblo: las manifestaciones y las algaradas que promovía; la organización de comités y casinos; de la minoría en el Ayuntamiento; escuelas; con su literatura embebida de naturalismo y los libros de la Editorial Sempere, erizados de rebeldías sociales.

1905. V. Blasco Ibáñez en las calles de Valencia el día de las elecciones. 
Estas notas y recuerdos producirán, entre los que no conocieron los primeros años del siglo XX, el mismo efecto que puede suscitar la visión de una multitud que danza si no se escucha la música que la hace moverse. O el poner fondo de vals a una escena de gentes que bailan el twist. España se encrespaba después del estupor de 1898 y estaba sacudida también por el oleaje de las inquietudes mundiales. Los editores españoles lanzaban, unos, el mensaje de la generación llamada de 1898, y otros, como Sempere, el de los precursores del seísmo social. Ni siquiera los muchachos de doce años podíamos sustraernos a la presión del ambiente. Así, recién llegado de la serranía, recibí en plena inocencia los primeros ramalazos de la galerna.

1903, Valencia c/ Juan de Austria 14.  Sede de El Pueblo,
 donde se imprimían también los libros de la Editorial Sempere. 
Fui  en la Editorial, el auténtico «chico para todo», con la excepción de las tareas tipográficas, de las que estaba apañado por otras obligaciones. Si hubiera sentido vocación, es seguro que a pesar de la falla de oportunidades para aprender, me hubiese esforzado para conseguirlo. Pero nunca llegué a tomar un componedor ni a imprimir un papel. Sin embargo, observaba con interés el proceso de la fabricación del libro. Aún no habían hecho irrupción las linotipias que acabarían con los maravillosos cajistas que despertaron mi asombro. Los cajistas me interesaban en mayor medida que las máquinas de imprimir, minervas y planas: aquellas «Marinoni» tan difundidas... Más tarde averigüe que la habilidad insuperada de los cajistas era una de las claves de la baratura de los libros españoles.
Me sentía feliz en el trabajo—y en Valencia—; aprendía, en vivo, la fabricación del libro y asistía a su lanzamiento y a su difusión.
Se desvaneció la pueril idea que yo me había forjado en el pueblo de que el libro iba del autor al lector, como un mensaje directo y sin intermediarios.
Vi que era un producto de elaboración muy complicada y que se fabricaba para ganar dinero. Venía a ser—pensaba yo—como las telas que había vendido. La elaboración del libro la dirigía el editor, quien daba cuerpo al mensaje de los autores y arriesgaba su dinero, al modo de los fabricantes de telas. Procuro seguir, fielmente, el hilo de mis razonamientos de «chico para todo», sin escatimar la referencia a puerilidades dialécticas. El valor comercial del libro, tan fácil de descubrir, acaso me decepcionó. No lo recuerdo con exactitud. Pero ya entonces mi carácter me inclinaba a comprender la inexorabilidad de ciertos hechos sociales, más poderosos que la voluntad y la imaginación de un hombre solo.

Francisco Sempere Masía
El gerente de la Editorial era don Francisco Sempere, personaje bonachón y laborioso. Años después, averigüé que el orgullo máximo de Sempere se concentraba en los retratos de los autores de la Casa, que adornaban las paredes de su despacho. Todos tenían dedicatoria autógrafa. Los retratos solían aparecer en la cubierta de los libros. En aquella galería figuraban Máximo Gorki, Pedro Kropotkin, Elíseo Reclus, Sebastián Faure... Muchos de esos autores han tramontado. Pero en el tiempo de que hablo, tenían vasta popularidad en España, en el resto de Europa y en América, especialmente en Argentina.
Don Francisco Sempere, desde su escritorio, veía los talleres de imprenta y encuadernación. Venía a ser el consabido puente de mando de buque. El gerente asistía al proceso entero de la fabricación del libro.
La voz de mando podía ser la de Blasco Ibáñez al decirme:
—¡Eh, monigote, lleva esto a la imprenta!
Yo corría con el original a la imprenta. Así empezaba la tarea. A veces me tocaba llevar al recién nacido, ya fajado y arreglado—el primer ejemplar—, al señor Sempere o a don Vicente. De aquellos días de la Editorial Sempere provino la impaciencia, acaso febril, que me acució desde que entregaba un original mecanografiado a la sección de Fabricación de mi casa, hasta que veía el libro dispuesto para los escaparates y llevar el mensaje del autor a los lectores. (Hablo en pretérito. Hoy, cuando imprimo centenares de títulos cada año, tengo en preparación muchas docenas de originales y otras tantas en curso de gestión, se ha descaecido la febril ansiedad de otrora.) La profesión de editor tiene, naturalmente, muchos sinsabores, mas reporta, en compensación, grandes satisfacciones íntimas y plurales.
La Editorial Sempere tenía vasto mercado en España y en Hispanoamérica. El tipo de libro popular y barato, que solía salir de sus talleres, alcanzaba gran difusión. Entre mis obligaciones, figuró la de ayudar al envío, en grandes cajas, de los libros exportados. Imaginaba su llegada a América, su presencia en los escaparates de las librerías, cómo serían las gentes que los compraban... ¿Y por qué razones adquirían los americanos aquellos libros editados en España? Seguía el hilo de mis reflexiones, y ya no distinguía entre los lectores de América y los de España, sino que a todos los reunía o englobaba en otra interrogación: ¿Cómo y por qué se vendían los libros? ¿Cuáles serían los motivos de que ciertas obras tuvieran que reimprimirse con frecuencia, y otras no alcanzaran compradores?

Publicidad de la Editorial F. Sempere, año 1909
Mi aprendizaje de vendedor de tejidos me hizo saber que las aldeanas nos compraban telas adamascadas para colchones o manteles y, buscaba yo, instintivamente, el método de aplicar al libro lo que había entrevisto en aquel comercio. Pero no acertaba a distinguir entre la necesidad, el placer, la curiosidad, la fama, la propaganda... El problema se encarecía con sus numerosas dificultades, inasequibles para un muchachito. Me di por vencido, considerándolo superior a mis pocos años. Humildemente declaro que ya rebasados los setenta, no he acabado de resolverlo de modo cumplido y satisfactorio.
Los envíos de libros a América—en ocasiones fui sobre los carros hasta el Grao y vi los grandes cajones izados desde el muelle para almacenarse en las bodegas del buque—suscitaban en mi ánimo una indefinible sensación de curiosidad por las tierras lejanas, a las que un español podía acudir sin necesidad de utilizar otro idioma.

El antiguo Puerto de Valencia.
La punzada se parecía a la nostalgia, lo que hoy llega a parecerme absurdo: yo no había estado en América. Pero en lo absurdo hay, o puede haber, ciertos mecanismos lógicos o casi lógicos. Existen, del mismo modo, en lo onírico. No conocía yo América táctil, física, materialmente; pero ya la «había leído». En mi futuro, las nociones de América y de lo americano transmitidas por la palabra del maestro Aguilar y redondeadas por los libros de historia leídos en la serranía valenciana, debían influir, según puede verse en el repertorio de las obras que he editado, algunas de las cuales fueron escritas por mi inducción.
Mas el futuro estaba muy lejos. Si en esta hora de la recapitulación y del examen introspectivo riguroso, cuando se cumplen los cuarenta años de mi empresa editorial, me dejase llevar de la retórica y de los convencionalismos, compondría una especie de cromo en el que me tocaría aparecer soñando con la capitanía de una editorial mientras hacía paquetes de libros; recados; rellenaba cajones; obedecía a Sempere y a Blasco; me introducía en la imprenta... Podría aplicarme una frase sagaz del escritor y político francés Louis Barthou, muerto trágicamente junto al rey de Yugoslavia, Alejandro I, el año 1934 y en Marsella. El pirenaico Barthou escribió: «Se sueña con un acta desde los bancos de la escuela.»
Mi sueño era distinto al de ser capitán editorial. Quería ser escritor, autor de libros. Me impresionaban los personajes de la galería fotográfica, ornato del escritorio de don Francisco Sempere; sin embargo, me parecían más lejanos que las costas de América. Tampoco conseguía descifrarlos del todo a través de aquella jerga de los traductores de la Editorial. Había páginas claras de Gorki. de Reclus y de Kropotkin —por ejemplo—, seguidas de párrafos enrevesados o laberínticos que me dejaban perplejo.
La supuesta vocación de escritor provenía de aquel ejemplar de bulto y ruido, de carne y hueso, que tenía delante en mis horas de trabajo, en las de lectura y en la calle valenciana: Vicente Blasco Ibáñez. Soñaba ser un escritor a la manera de Blasco, pero sin imitarle. Despertaba en mi cierto asombro temeroso y quizá, allá en lo íntimo de la conciencia, alguna envidia que no podía ser maligna o engendrar despecho. No hubiera querido ser, como político ni como editor, a imagen de don Vicente, pero me sentía arrastrado hacia su fórmula naturalista de literato.

Obras completas de V. Blasco Ibáñez. La primera edición publicada por M. Aguilar en 1946

2 comentarios:

  1. Mil gracias. Leí "Una experiencia editorial" en sus "Crisolines". Gracias por rememorármelo. Había olvidado sus inicios bajo el cobijo de Blasco.

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  2. Mil gracias. Leí "Una experiencia editorial" en sus "Crisolines". Gracias por rememorármelo. Había olvidado sus inicios bajo el cobijo de Blasco.

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