martes, 23 de abril de 2019

LA CUEVA DE CERVANTES

La cueva de Cervantes en Argel

Por Vicente Blasco Ibáñez, 1895

Había yo leído, no sé dónde, que en Argel se había elevado una estatua a Cervantes en la misma cueva donde el sublime ingenio estuvo escondido con trece compañeros de cautiverio esperando oportunidad para escapar de la esclavitud berberisca.
Estando en Argel, en plena África, y por añadidura en un país regido por usos y costumbres tan distintos de los nuestros, siéntese la necesidad de algo que recuerde a España. Además, halaga el amor nacional, todo lo que en el extranjero representa la patria y sus glorias.
Había que ver la cueva de Cervantes con el monumento elevado por sus admiradores y la colonia española. No todos los días pueden verse los lugares donde los grandes hombres han sufrido terribles desdichas, amarguras tal vez no compensadas por el respeto y el aplauso que les tributan las generaciones subsiguientes.
En nuestro entusiasmo de españoles y de admiradores del Quijote, creímos empresa fácil encontrar la famosa cueva.
Estábamos en un café de la plaza de la Opera y preguntamos a los camareros por la cueva de Cervantes.

Argel, Plaza de la Opera


Libro publicado en Valencia, en 1877
—¿Cervantes ?... ¿Cervantes ?...—murmuraban con expresión pensativa aquellos buenos franceses.
—Sí, hombre; Cervantes, el inmortal autor de Don Quijote.
—¿Don Quijote?... ¡Ah, sí!, —y después de larga meditación contestaban resueltamente—: Pues no lo sabemos.
Y se metían en el café para preguntar al dueño y a los parroquianos hijos del país, que resultaban tan enterados como ellos.
Sentíamos cierta tristeza ante ignorancia tan general. Más que no encontrar la famosa cueva, nos apesadumbraba ver que había en Argel quien ignoraba que una gran parte de la celebridad de la población es debida a haber tenido en sus mazmorras un infeliz esclavo español llamado Miguel, que, hambriento, haraposo y quebrantado por los malos tratos, llevaba dentro de su cráneo algo que había de convertirse en el más famoso libro que admira el mundo.
La general ignorancia parecía excitar mi memoria, y recordaba que la estatua había sido inaugurada el año anterior, y que la cueva se hallaba en las inmediaciones de Argel.
Tantos datos íbamos uniendo a nuestra pregunta, que al fin el groom del establecimiento, un muchacho de Argel hijo de alicantinos, pudo darnos alguna luz.
Sí; él había oído que allá por Mustafá, a unos tres cuartos de hora de la ciudad, había una cueva con un busto, no sabía de quién. La aclaración no era muy tentadora, pero a falta de otros datos más precisos, había que acoger estos como buenos.
Y subiendo en ligero carruajillo, emprendimos el camino de Mustafá, bordeando las orillas de la hermosa bahía.
Mustafá es una inmensa aglomeración de caseríos sueltos, de frondosos jardines que se extienden por la ladera del monte inmediato a Argel. Un arrabal pintoresco en el cual están los elegantes chalets de los argelinos ricos, las risueñas villas donde los príncipes rusos y los milords tísicos en último grado van a retardar algunos meses el desenlace de su terrible dolencia.

Argel, vista panorámica tomada desde Mustafá

Por el camino cruzábase nuestro carruaje con los grandes ómnibus cargados de gente mora, que parecían carretones de carnaval; los labradores atezados, de jaique haraposo y deshilachado, montados en los enanos borriquillos de África y arrastrando casi por el polvo las largas zancas; los kabilas del interior, de regreso de la ciudad, encaramados en la giba de sus pardos camellos, que movían melancólicamente la chata cabeza; y las moras pobres, mostrando por entre su manto de lana burda algo del rostro negro y lustroso como el ébano, rodeadas de un enjambre de pequeños mulatos con la panza al aire.
Dejamos atrás el núcleo principal de Mustafá y nos hallamos en pleno campo. A la izquierda, la hermosa bahía que brillaba al sol como un lago de esmeralda líquida, y a la derecha, tapias de jardines por entre los cuales serpenteaban monte arriba estrechos callejones cubiertos de espesa hierba.
Había llegado el trance más terrible. Ya estábamos en Mustafá; pero, ¿dónde encontrar aquella cueva de Cervantes que parecía huir ante nosotros?
Descendimos del carruaje y, como mendigos, fuimos de puerta en puerta por los inmediatos merenderos, solicitando una buena dirección.
En todas partes la misma respuesta en un francés exótico:
— ¿Cervantes?... ¿La cueva?... No sé qué es eso.
Para colmo de confusión, el cochero decía conocer una cueva donde estaba esculpida en la peña una figura, pero la tal gruta se encontraba a tres horas de Argel.
Por fin, la rubia cabecita de una joven francesa de ojos azules, asomada a la terraza alta de un jardín, vino a sacarnos de dudas.
— ¿Qué buscan ustedes?—dijo, contestando a nuestros saludos con una graciosa sonrisa—. ¿La cueva de Cervantes?... No la he visto, pero debe estar arriba. El año pasado vinieron de Argel a inaugurar la estatua. Por ese camino de la izquierda... Rectos; y siempre hacia arriba.

Abandonamos el coche, metiéndonos en uno de aquellos caminos estrechos que, monte arriba, se deslizaban por entre tapias de jardín.
La subida era penosa. Ibamos entre altos matorrales que la primavera había cubierto de flores silvestres.  Las amapolas brillaban sobre el fondo verde como gotas de fresca sangre.
Zumbaban los enjambres de insectos, dorándose en los rayos de sol como inquietas chispas de oro; las mariposas blancuzcas revoloteaban audazmente ante nuestros rostros; sobre las tapias piaban los gorriones dándonos las ¡buenas tardes!, y el tibio vientecillo nos traía el arrullador murmullo de la bahía que quedaba a nuestras espaldas.

No íbamos mal. Por allí, forzosamente, había de llegarse a la mansión de un poeta.
Saltó ladrando desde un ribazo un mastín enorme; oyóse inmediato el mugido de unas vacas y, tras una revuelta del sendero, nos vimos casi en la puerta de una pequeña granja y en presencia de un hombrón de cuadrada robustez, viejo, con el cano bigote cortado a cepillo, ancho sombrero gris y ocupado en atacar su pipa de barro.
— ¿Qué? ¿Vienen ustedes a ver eso? —dijo con expresión de extrañeza—. Pues vamos arriba.
Y metiéndose en la granja, salió a poco con una llave. Precedidos por él, volvimos a emprender la marcha por tortuoso y escalonado sendero, a través de un bosque de pinos enanos.
Al oírnos hablar en valenciano sonrió, no volviendo a hacer uso de su endiablado «patuá» argelino.
Él también era de por allá, de Menorca, pero hacía mucho más de veinte años que había abandonado su tierra; y estaba ya catorce años como arrendatario de aquella granja con todo el pedazo de monte que teníamos enfrente. La finca era de madame Sabattier, que acababa de morir, por lo que había pasado a ser propiedad de menores. El año anterior habían llegado unos señores con el prefecto de Argel y el cónsul de España, colocando, con acompañamiento de discursos, un busto de mármol en aquella cueva que él había mirado siempre con la mayor indiferencia.
— ¿Y los visitantes son muchos'?
Se calló el buen mahonés, dejándonos en la duda de si éramos nosotros tal vez los primeros que visitaban el refugio de Cervantes después de la consagración oficial.

Llegamos ante un gran corte de la roca, rasgado por estrecha abertura que guardaba una reja. El esfuerzo que aquel hombre tuvo que hacer para que la llave diese la vuelta y los rechinamientos de la cerradura, delataban las largas temporadas que pasa la verja sin abrirse.
La cueva es más ancha que profunda, y la luz penetra hasta en sus últimos rincones.
Junto a la puerta está enclavada una magnífica lápida de bronce que recuerda una visita del almirante y la oficialidad de la escuadra española.
En el centro de la cueva se yergue el busto en mármol del sublime novelista sobre un pedestal jaspeado, en el que se dice que la obra ha sido por iniciativa del cónsul de España en Argel, don Antonio Alcalá Galiano, hijo del famoso orador de las Cortes del 20.
Nos descubrimos ante el empolvado busto, y el mahonés, al notar nuestra emoción, y al mismo tiempo que limpiaba el rostro de mármol con un pañuelo de hierbas, chapurreó con envidiable aplomo:
—Conten qu'era un hóme molt chistós, que tenia partit entre les dones. La filla del rey d'Alger estaba enamorada d'ell y li salva la vida.
Y aquí paró, pues no sabía más de Cervantes.
Yo contemplaba con respetuosa adoración aquella cabeza marmórea, retrato ideal del famoso manco, y en sus pupilas sin vida, en aquella frente espaciosa, creia encontrar la expresión olímpica de un semidiós.
Con la imaginación evocaba las angustias, los terrores, los anhelos que se habían desarrollado tres siglos antes en aquella cueva.
Creía ver a Cervantes con sus compañeros, amontonados en el fondo de la gruta durante el día, temblando de inquietud al menor ruido que viniese de fuera; saliendo por la noche cautelosamente, arrastrándose como culebras para robar en los inmediatos huertos algo con que sostener sus fuerzas; los veía también contemplando desde la estrecha abertura el dilatado golfo con su infinito horizonte, que les haría pensar en la libertad; las aguas, de hermosa transparencia, surcadas por naves de triangular vela bogando hacia la España de sus pensamientos; y como contraste terrible, el momento en que, descubierto el refugio de los fugitivos esclavos, caía sobre ellos el tropel de feroces argelinos de negros hercúleos y los encadenaban como a fieras, conduciéndoles otra vez a las mazmorras de Argel, con la terrible perspectiva de morir empalados, sufriendo antes en el camino los insultos de la curiosa chusma y los tremendos golpes de sus conductores.

Cautiverio de Cervantes en Argel; la prisión llamada Baño Real  (Aguafuerte de Vallejo)
¡Y los infelices, rotos, hambrientos y desfallecidos, tratados como perros, acosados como alimañas, eran los mismos que en Lepanto habían asombrado al mundo, y en Flandes y en Italia habían elevado el valor español al mayor heroísmo!
¡Y uno de aquellos hidalgos, modelo de bravos soldados, cuando en las horas de hambre y de abrumadora fatiga, haraposo y cargado como una bestia subía cual nueva calle de Amargura las empinadas cuestas de la Kaasba entre el desprecio y los insultos de la canalla berberisca fanática y soez, sentía bullir dentro de su cráneo algo que había de convertirse en la mayor joya literaria!
¡Desgraciado Cervantes! Si sus obras le atraen la universal admiración, las penalidades de su vida dan a su persona un ambiente melancólico que impone profundo respeto.
Después de tres siglos de gloria, de formar la más luminosa de las trinidades con Dante y Shakespeare, de haber enriquecido el patrimonio del mundo con Don Quijote y las Novelas ejemplares, de ser traducido a todas las lenguas, todavía ignoran los más, en el teatro de tus desdichas, cuál fue el lugar donde las sufriste mayores; y el guardián que de tarde en tarde pasa su burdo pañuelo por tu empolvado rostro, solo sabe decir de ti:
—Conten qu'era un hóme molt chistós, que tenía partit entre les dones. La filla del rey d'Alger estaba enamorada d'ell y li salva la vida.



domingo, 14 de abril de 2019

EL EJÉRCITO DE LA REPÚBLICA



El joven Vicente Blasco Ibáñez

En 1888 V. Blasco Ibáñez tenía 21 años y estaba terminando la carrera de Derecho en la Universidad de Valencia.
Años antes, en plena adolescencia, había iniciado su actividad literaria con varios cuentos inspirados en leyendas históricas, publicados en los almanaques valencianos de la época (desde1883) o en la revista Ilustración ibérica de Barcelona (1885).
En 1887, cuando el joven Blasco entraba como redactor en El Correo de la tarde del antiguo diario El Correo de Valencia, se editaban sus dos libros: “Fantasías – legendas y tradiciones” y la novela histórica “El Conde Garci-Fernandez”.
El siguiente año, en la misma colección, Biblioteca de El Correo de Valencia, aparece su primer tomo de novelas cortas, inspiradas “en la sociedad contemporánea”, creaciones literarias que lograron ganar el aprecio y la admiración de Teodoro Llorente, importante personaje de la cultura valenciana de aquella época:
“La pluma de Boix y de Pizcueta la ha recogido Vicente Blasco é Ibáñez, escritor joven y brioso, de imaginación ardiente y espontánea factura, como ellos.
Aplicando la observación sagaz […] seguro que Blasco ha de producir novelas exquisitas, que satisfagan a los más exigentes y sean leídas por todos con igual regodeo.” 


En paralelo, durante la época universitaria, Blasco iba consolidando también su ideología como futuro agitador republicano, estrenaba sus dotes de orador y tribuno de masas pero además, comprobaba que su mejor arma para la actividad política debería de ser la pluma.
El siguiente articulo, una evocación a la Revolución francesa según su prisma, fue publicado en el Almanaque del 1888 de El Correo de Valencia; se mencionaba que: "Este artículo forma parte de una serie que, con el título de  Los obreros de la Revolución, se propone publicar el autor".


EL EJÉRCITO DE LA REPÚBLICA

Almanaque de El Correo de Valencia


Cuando se estudia atenta y detenidamente esa grandiosa y trascendental conmoción que figura en las páginas de la Historia con el nombre de Revolución  Francesa; cuando el espíritu se abisma en la contemplación de aquellos caracteres sobrehumanos a fuerza de ser enérgicos, y de aquellos hechos unas veces sublimes y otras horripilantes, aunque siempre gigantescos, no se puede menos de admirar al mismo tiempo que al pueblo al ejército de aquella época, organismo glorioso sin precedente en los pasados siglos y ejemplo vivo de lo que puede el entusiasmo y el amor a la patria.
Nada tan original en su nacimiento y tan feliz en sus resultados como el ejército de la República.
Surgió, como el mundo, del caos, de la nada, teniendo por único creador a la tumultuosa revolución, y por autoridad organizadora la imperiosa necesidad y el deber común de salvar a la patria, y fiel a su nacimiento y a la madre que le dio sus pechos, comenzó por romper todos los empíricos sistemas de guerra, y fue tumultuoso y sublime en sus combates, imitando a su mismo pueblo que atronaba el espacio junto a la lúgubre guillotina, y mojándose los brazos en la sangre de un rey, auguraba una  nueva época que ponía bajo la égida del progreso y la fraternidad de todos los humanos.


Al leer en la página de la epopeya trágica del pasado siglo los hechos de aquel ejército que, miserable y mal organizado, resistía el empuje de todas las potencias europeas coaligadas, no se puede menos de sentir ese estremecimiento precursor del entusiasmo y admirar a aquellos hombres, héroes oscuros, que corrían a las fronteras para oponer varonil valla al poder del antiguo régimen, y lograr de este modo que en París  fermentara hasta el último límite aquella revolución comenzada en la Bastilla para utilidad de todo el viejo continente, y cuyo término todavía no hemos visto.


El ejército de la República cumplió con glorioso éxito una misión sobrehumana.
La revolución necesitaba de dos brazos, el reformador, el guerrero; y mientras en el seno de la Convención se ponían en práctica aquellas tablas de la ley cívica, conocidas con el nombre de Derechos del hombre, se derogaban los odiosos privilegios feudales y se inauguraba el reinado de la libertad en todas sus manifestaciones, aquel miserable ejército de hijos del pueblo (semejante al paladín de la Edad Media que, con el nombre de su dama en los labios, combatía en el palenque para sostener la hermosura de aquella) batallaba en las fronteras de Francia, si no en los reinos vecinos, haciendo vibrar el aire con los marciales sones de la inmortal Marsellesa, y enseñando al mismo tiempo a los pueblos, esclavizados por los pequeños tiranos, la sublime bandera de la redención.

Batalla de Jemappes, 6 noviembre 1792
Cuando se estudia la historia y se consideran los mezquinos principios de aquel colosal ejército, es cuando más se le admira.
No tuvo otro aprendizaje que las inmortales jornadas del 14 de julio y el 10 de agosto. La toma de la Bastilla y la de las Tullerías fueron sus sargentos instructores.
De aquellas compactas muchedumbres que, mal armadas y peor dirigidas, asaltaron la fortaleza, personificación material del despotismo, y el palacio, fiel reflejo de la suntuosidad monárquica, salieron aquellos soldados que sirvieron los cañones de Valmy o cargaron a la bayoneta en Jeumapes; y los que en aquellas jornadas tal vez blandiendo un tosco garrote o un sable enmohecido se arrojaron sobre las compactas filas de los suizos, fueron los generales que pocos años después vencieron a los famosos guerreros reputados como únicos poseedores de los preciosos secretos tácticos del Gran Federico.
¿Cuál fue su sistema de guerrear? El único propio en aquellas circunstancias, el que deja libre la iniciativa humana y no la liga con las severas prescripciones de la estrategia, el más favorable para los hombres entusiasmados, el sistema de continuo ataque que, cuando es realizado por corazones rebosantes de entusiasmo, solo lleva a la muerte o a la victoria.

Revolución francesa; la toma de Bastilla
En las guerras que  sostuvo el ejército de la República jamás se emplearon sistemas salidos de las escuelas o meditados por los Estados Mayores.
Amoldándose siempre  a la elasticidad del pensamiento humano y confiando en la prontitud de la imaginación y el seguro golpe de vista, los generales aguardaron en toda ocasión que las circunstancias les inspirasen su conducta en cada batalla, usaron un nuevo método en cada una de ellas, y solo como base fundamental tuvieron un mismo principio, el de acometer, aturdir, acosar al enemigo antes de que pudiera darse cuenta de ello, tomar las baterías, destruir las posiciones, aunque para ello tuvieran que quedar por el suelo batallones enteros, y siempre prefirieron ser la maza que tritura y quebranta al broquel que resiste y detiene los golpes del contrario.
Cuando se consideran los medios de que disponía aquel ejército, es cuando brilla más la aureola de gloria que le circunde.

Nacido de la nada, como antes hemos dicho, sufría las mismas necesidades que el niño que viene al mundo en una noche de invierno.
Faltábanle esos mil elementos propios de los ejércitos disciplinados detenidamente, y desde la administración que velara por un estómago hasta el parque que le proporcionara armas y municiones, carecía de todo.
Tenía generales que le conducían a la victoria como Dumoriez y Hoche; pero carecía de zapatos, de uniformes y de buenas armas, y muchos días se consideraba dichoso por tener un negro pedazo de pan que llevar a la boca.

París defendido por el pueblo, noche del 12 al 13 de julio 1789
Aquellas gloriosas divisiones, aquellas medias brigadas republicanas, tan célebres en las historias, a aparecer hoy en día y desfilar ante los ejércitos modernos, podrían ser muy bien confundidas con numerosas gavillas de salteadores destrozados por una continua existencia de persecución.
Los hombres que corrían a morir por la República vestían uniformes sucios y harapientos propios de los mendigos; sus sombreros, a fuerza de usados, habían adquirido una forma extraña; sus correajes estaban recosidos por mil partes, y muchas veces, viéndose  descalzos, la imperiosa necesidad les sugería el medio de cubrirse los pies con hierba, que atada a las piernas por cuerdas suplía deficientemente la falta de zapatos.
Tales soldados oponía la república francesa a la brillante caballería prusiana, a los opulentos emigrados de Coblenza, y a los regimientos austriacos de aspecto elegante hasta en el mismo campo de batalla.
Y si del estudio de los medios con que contaba el ejército de la República se pasa al de los hombres que lo componían, no se puede menos  de redoblar la admiración.
Híbrido aspecto era el que presentaban los batallones franceses. En sus filas se veían hombres de las clases y edades más antitéticas; junto al pillete parisién de pies descalzos y eterna sonrisa, marchaba el anciano de aspecto  grave que apenas si podía sostener el peso del fusil, y codeándose, marchaban el sesudo campesino, el violento orador del club y el tendero de París, ansiosos todos de derramar sangre por aquella revolución, a cambio del título de ciudadanos y hombres libres que les había dado.
Y tales hombres, que por primera vez habían oprimido un fusil entre sus manos, que no poseían el menor rudimento de ciencia militar y apenas si sabían marchar en alineada fila, se batían con los ejércitos de los reyes, compuestos de soldados de profesión con el corbatín al cuello toda la vida y habituados a obedecer la voz de sus jefes con la prontitud de un autómata, y de aquellos viejos granaderos prusianos (últimos restos de la gloria del gran Federico) que durante el combate  permanecían graves y silenciosos como esfinges egipcias, pero que al señalarles sus antiguos generales las posesiones enemigas, caían siempre sobre ellas compactos con la velocidad y la fuerza de un ariete devastador.

La Libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix . 1830
Inmensa era la diferencia que existía  entre ambos ejércitos, y sin embargo, el aliado, a pesar de su aspecto brillante, sufrió descalabro tras descalabro, y el duque de Brunswick, aquel guerrero reputado por todas las naciones como el Agamenón del siglo  XVIII  y como único poseedor de los preciosos secretos del César prusiano, fue vencido por Dumoriez en Valmy en Jeumapes y por Hoche en Landan, teniendo que retirarse con la vergüenza de haber sido derrotado por un general de veintiséis años, que meses antes todavía era un oscuro oficial de media brigada.
Y tales milagros solamente se obraron mediante aquel sublime espíritu que parecíacernerse sobre los batallones franceses.
El grito de ¡Viva la nación! y aquella Marsellesa, cantada al rítmico compás de la marcha de los ejércitos, fueron las palabras mágicas que daban nuevo empuje a los brazos y arrojaban por las puntas de las bayonetas eléctricas corrientes de patriótico entusiasmo.

El ejército de la República alcanzó siempre la victoria, porque más que soldados, los que formaban en sus filas  eran ciudadanos atentos, antes que a las voces de mando de los generales, a lo que les dictaba su corazón repleto de entusiasmo.
Muchos son los militares rutinarios y ordenancistas que os dicen: «Dadme un ejército cuyos soldados obedezcan como máquinas y  venceré. No es necesario que el soldado tenga ilustración y siempre es nocivo que tenga conciencia de sus actos, pues esto le priva de funcionar como una máquina».

Ilustración de La Bandera federal, publicación fundada por Blasco en 1889
Las guerras de la República se encargan de dar un mentís a tales afirmaciones.
Aquellos ejércitos estaban compuestos de elementos heterogéneos y poco aptos  – ¿por qué no decirlo?–  a sufrir la disciplina militar. Dentro de ellos se albergaban los batallones formados en los ruidosos clubs, los nacidos en los barrios de París, siempre favorables al motín, los creados con hombres salidos de las revueltas populares  y acostumbrados a cumplir lo que les aconsejaba su  omnímoda voluntad; sus comandantes formaban   el día anterior en sus filas como simples soldados; no existía entre los jefes y los individuos ese prestigio tradicional que da la diferencia de cuna y posición; el recluta y el voluntario se tuteaban con el oficial que había sido su compañero en las jornadas revolucionarias, y a pesar de todo esto, aquellas brigadas limpiaban de enemigos las fronteras de Francia, y arrojaban desbandados, más allá de los Vosgos, de los Alpes y de los Pirineos, aquellos poderosos ejércitos unificados por el feudalismo y la preponderancia militar de Francia, Austria y España.
¿No hay que admirar, pues, en vista de esto, a aquel ejército de  la República?  ¿No hay que saludarle como único ejemplo de la Historia?
La Revolución Francesa fue original y grandiosa hasta con sus soldados.
El ilustre Carnot, desde París, y con la vista fija en el mapa, aconsejaba a los ejércitos, y estos verificaban aquellos movimientos que, por su novedad inesperada, forman  época en la historia.
En aquellos tiempos Francia tenía un ojo de Argos, que era Carnot, y un brazo de Hércules, que era el ejército.
Del seno de este partieron esas frases que, por lo concisas y sublimes, parecen propias de los héroes griegos.
Un general de la República, Dumoriez, pronunció unas palabras que revelan una voluntad de hierro, dirigiéndose a sus soldados que se quejaban por la falta de víveres: « ¿De qué os quejáis? ¿No tenéis harina? Pues haced galletas y sazonadlas con libertad».
Otro general, el intrépido Marceau, al terminar la defensa de Verdún, fue el autor de una contestación  que revela un patriotismo a toda prueba y un inextinguible deseo de servir a su país: «Héroe  –le decía un representante de la Convención–, ¿qué quieres que la patria te dé a cambio de tus servicios? —Solo quiero que me devuelva mi sable».
E iguales frases salieron de la boca de todos aquellos sublimes guerreros, porque las palabras de los hombres siempre son fiel trasunto de la época en que vivieron.
Aquel glorioso ejército produjo algo más imperecedero que grandiosas frases; legó a la historia los nombres de Dumoriez, Kellerman, Westterman, Hoche,  Pichegrú, Saint-Just, Jourdan, Marceau, Ferrand, Kebler, Moreau, y otros más que recordaron con sus hechos a los héroes del mundo antiguo, si bien llevaron sobre  estos la ventaja de luchar por una empresa tan grande como la regeneración política de la humanidad.
El ejército de la República dejó a algo más tras de sí, pues legó a la Francia del siglo XIX el ejército napoleónico, que paseó su  triunfante  águila por todas las naciones europeas.

Napoleón Bonaparte en el puente de Arcole 1796
 Él fue como el campo de experiencias, como el taller de aprendizaje de aquellos soldados que marcharon de batalla en batalla tras el caballo del emperador. En su seno se formaron aquellos generales y aquella guardia imperial, verdadera agrupación de veteranos Martes, y toda la grandeza que respiran las huestes bonapartistas es prestada a la que era peculiar y propia del ejército de la República.
Murat,  Ney, Bernadotte, y todos aquellos célebres generales de  Napoleón, recibieron su bautismo de sangre en los batallones republicanos.
Y aun el mismo Bonaparte, cuando se le considera desprovisto de aquel ambiente casi divino que adquirió en las altas regiones a que supo elevarse, ¿qué fue? Un simple soldado de la Revolución, cuya suerte consistió en saber sobrevivir a sus compañeros.
Cualquiera de los generales jóvenes de la República demuestran una grandiosidad igual a la del célebre corso y una superioridad  moral mayor, pues se presentan en la historia desprovistos de toda ambición personal, sencillos y humildes como los héroes clásicos, y atentos solo al bien de su patria.
Si el sublime Hoche no hubiera muerto en la flor de su juventud, Francia de seguro que no registraría en su crónica un emperador ni la Europa habría sufrido la opresión de un heroico ambicioso. La más gloriosa etapa de la vida de Bonaparte es aquella en que era un modesto general de la República.
Las dos célebres y tan sabidas alocuciones de las  pirámides y de los Alpes, jamás fueron imitadas por las otras que pronunció en los tiempos en que era reconocido por el soberano de Europa.

La primera parte de su vida fue la más gloriosa.  Entonces estuvo a la altura de sus compañeros; en el puente de Arcole y en Egipto fue un héroe, un guerrero con honores de Dios; después fue simplemente… un emperador.
Si grandiosidad tuvieron sus empresas de dominación, si para ellas tuvo ejércitos grandiosos, se lo debió todo a la República, de cuyo seno había salido.
El esplendor divino con que  se encubre es un jirón arrancado al manto de gloria en que yace envuelto el cadáver del ejército de la República. Pero ha sucedido una cosa que marca la injusticia con que muchas veces proceden los hombres al prodigar su admiración.
El falso esplendor del ambicioso ha oscurecido la venerable figura del patriota; el aventurero ha eclipsado al ciudadano.

Hoy los ejércitos imperiales excitan más el recuerdo  de los hombres que el ejército republicano; los que combatieron por ambición  y atropellando todo derecho, son más admirados que los que derramaron su sangre por abrir a la humanidad nuevos horizontes.  César merece más asombro que Cincinato, y el mundo demuestra su fondo de frivolidad y ligereza, rindiendo culto antes que al padre grandioso que fue humilde, al hijo espúreo que fue esplendente.
 VICENTE BLASCO IBÁÑEZ, 1888

V. Blasco Ibáñez con N. Salmeron, después de la Asamblea Magna de la Unión Republicana. Madrid, 25 de marzo 1903

lunes, 15 de octubre de 2018

La Dama errante



El siguiente artículo es un fragmento de la décima conferencia, la titulada "El misticismo batallador de los españoles", de una serie de conferencias impartidas por Vicente Blasco Ibáñez en Argentina, en el año 1909.

V. Blasco Ibáñez en el Club español de Buenos Aires, en junio del 1909

Señoras y señores:
Lo confieso: jamás he empezado una conferencia con tanta preocupación y tanto miedo. Quizá una gran parte de vosotros venís con el preconcepto de que aprovecharé esta oportunidad para insistir en las ideas en cuya defensa he gastado tanto entusiasmo y tanta energía. No es así. Hablaré de altos personajes históricos que son santos, dejando a un lado mi juicio sobre la santidad, para hablar sólo de sus características humanas y del ambiente en que actuaron.
Otra parte del público pudiera preguntarme por qué he elegido este tema en que hablaré de personas que no se ajustan a las doctrinas de que he sido siempre sostenedor.
Respondo: porque esta conferencia era imprescindible entre las que he venido dando acerca de España, pues hablaré en general del misticismo, una de las germinas manifestaciones del alma española.

Comprendo que esta es, de todos modos, una conferencia de peligro; no saldré incólume, sino como los toreros cuando luchan con un toro superior a sus condiciones. Quedaré «alcanzado», pues me encuentro en esta ocasión entre dos escuelas antagónicas, y aunque pretenda sostenerme en el «justo medio», por no hablar como un predicador, seré atacado por unos;  y por no hablar como un escéptico, seré atacado por otros.
Pero sé también que en la vida de todo pensador, de todo artista, hay algo más repugnante que la adulación, y es la cobardía, y que debe importársele menos del juicio general  que de sus propias ideas, manifestándolas con sinceridad.
Digo, pues, como los creyentes: Suceda lo que Dios quiera ¡ y entro en la conferencia...

***

Para comprender bien a Santa Teresa de Jesús, hay que conocer Ávila, la ciudad en donde vivió, y que tienta a los escritores y artistas. 
Alzase Ávila en una llanura ligeramente ondulada, inmensa, como la pampa argentina, océano de tierra que se besa con el océano del ciclo en los amplios horizontes, sin que la línea oscura de una colina o de una arboleda oculten esa conjunción grandiosa. En tal inmensidad, la distancia, en vez de disminuir los objetos, los agranda: un cordero, en la perspectiva, aparece un caballo, un caballo un elefante, un hombre, un gigante.
Ávila. Vista general, hacia 1900
Esta fantasía óptica contribuye no poco en la imaginación para hacerla creer prodigios, y no deja de ser a la larga una buena escuela para santos. 
Las llanuras inmediatas de Ávila presentan otra particularidad: están  sembradas de  masas de basalto negro, como esos bloques de las pirámides egipcias, y que nadie las creería obra de la naturaleza. Diríase al verlas que una familia de gigantes se ha entretenido en apedrearse con riscos. En su amontonamiento informe, semejan dragones espantosos, seres prehistóricos, rostros de monstruos que asustan al caminante con su mueca espantosa. Esas masas de piedra contribuyen al ambiente de leyenda, y así se comprende que aún hoy, Ávila viva en un ambiente legendario. 
Es esta ciudad una de las pocas de España que conservan su recinto amurallado, circundándola 85 torres con almenas. 

Ávila. Vista general. 1870
El verdadero nombre de Ávila es Ávila de los Caballeros, y esas torres son de palacios señoriales, y véanse coronadas de grifos, de animales heráldicos, de emblemas nobiliarios. Cada palacio es una muralla, un poderoso bastión, que así cada hidalgo contribuía a la defensa de la ciudad. Su misma catedral parece una fortaleza, en donde los muros y hasta las torres están almenadas. Sus adornos inspiran la idea de la leyenda; leones de mármol, con cadenas, y grandes cachiporras, cual la de Hércules, pues Hércules fue quien, según la tradición, fundó esa ciudad.

Libro de caballería del siglo XVI 
Allí, en el siglo XVI, existía un hidalgo llamado Rodrigo de Ahumada, de ilustre nobleza y escasa renta. Su esposa, noble también, y muy devota, cuando no rezaba en la catedral o hilaba en el amplio salón de su casa, alternaba los libros piadosos con los de caballería, y esto indica cuánto en esta ciudad estaban difundidas esas lecturas...
Un buen día, un hermano de Ahumada se sorprendió en la mitad de un camino, al divisar a dos pequeños que marchaban cogidos de la mano, y cuyo continente, a pesar de sus pobres vestidos, revelaba la nobleza de su familia. Avanzó al paso de su caballo y al cruzarse con ellos vio que eran sus sobrinos Teresa y Rodrigo, que iban... ¿A dónde? i A Marruecos, a la capital del rey moro! ¿Para qué?  ¡Con la esperanza de que los sacrificaran por la gloria de Jesús!... Ello no resultaba tan raro en aquella época, cuando los grandes como los pequeños, se ilusionaban leyendo de continuo los libros de caballería. Los niños fueron conducidos por su tío a la casa.
Teresa, aprendió a leer y a escribir, aprendió labores, y quedó aún en su infancia huérfana de madre. En sus libros, la santa ha referido las dudas y vacilaciones que experimentó para, abrazar el estado religioso. Bueno es advertir que nunca fue triste ni melancólica, sino de natural alegría y de alma expansiva.
En medio de su majestad evangélica y triunfal, de fundadora de orden religiosa y tan severa cual de los carmelitas—y las Carmelitas—Descalzas, obsérvanse siempre en ellas dos manifestaciones que recuerdan su infancia: es alegre sin chocarrería y chistosa con elegancia. A pesar de ser monja denota también sus preocupaciones aristocráticas, del abolengo. En algunas de sus cartas, en vez de Teresa de Jesús firma Teresa de Ahumada. 

Convento de la Encarnación, en Ávila
En su primera juventud sintió las tentaciones del mundo, y cuenta en sus autobiografías cómo influyó en su ánimo una prima suya, afanosa de galas y cortejos, y cuánto simpatizó con uno de sus primos. Pero tales influencias fueron pasajeras. Su verdadera afición la llevó a entrar en el convento de la Encarnación, en Ávila, donde los rigores de la vida conventual, las abstinencias y las disciplinas, aunadas a su edad temprana, la abaten en crisis que se ha pretendido explicar equivocadamente.
Usando la palabra que nos sirve para definir ciertas enfermedades que no conocemos, se ha dicho que Santa Teresa era una histérica. No es cierto; los doctos hombres que han investigado luego la vida de la monja, prueban que no es así. Prueban que no era una histérica cuando sufre sus crueles ataques en los que llega a morderse la lengua; no lo es, tampoco, cuando va por toda España, recorriendo sus polvorientas carreteras y llegando a todas las ciudades para fundar conventos.
No es una histérica la que como ella dice á las monjas: seamos mujeres varoniles y luchemos con fe y energía.

San Francisco de Borja (1510-1572)
Influyó mucho en la vida de Santa Teresa, cierta visita que recibió estando en el convento de la Encarnación en Ávila. Fue esta la del que luego había de ser San Francisco de Borja, descendiente de los Borgias, caballero de la Corte de Carlos V, que un día al ver el cadáver de la emperatriz, que él adoró siempre idealmente, comprendió lo deleznable de la vida y se hizo sacerdote.
Esta visita y el contacto con  los jesuitas que se habían establecido en Avila hicieron que Teresa acrecentándose su tesón y fuerza de voluntad, acometiese la gran empresa con que siempre soñara.
Esta monja, de tan soñador espíritu, encontró estrecho su claustro, necesitaba salir de su encierro. Soñó con fundar una orden nueva, soñó que la orden de Carmelitas Calzadas a que pertenecía, no llenaba bien su cometido, quería instituir la de Carmelitas Descalzas y ser ella la fundadora de la orden.
Pero para acometer esta empresa precisábase dinero y ella carecía en absoluto de numerario. Entonces recibió un auxilio con el que jamás contara.
Un hermano suyo estaba en el Perú con destino oficial, había venido a ese rico imperio mandado por sus reyes como persona de confianza, y este hermano le mandó auxilios en metálico que le sirvieran para fundar el convento de San José en Ávila. Esto fue a modo de lo que hoy llamamos en política una disidencia, produciendo en Ávila un verdadero escándalo.

Convento San José, en Ávila, la primera fundación de Santa Teresa
Recordemos aquellos tiempos en que sólo había templos, conventos y oraciones, en que no existía otra distracción que los quehaceres familiares, el rezo, la devoción, en que aún no habían aparecido los teatros, y comprenderemos lo que significaba la creación de un nuevo convento. Formáronse partidarios de uno y otro bando, su nombre empezó a conocerse en Ávila, en Toledo, en Madrid, y poco a poco se fue conociendo por toda España. Cuando hubo fundado el convento, soñó más; Santa Teresa, no era la monja del claustro: se explica su figura diciendo que fue don Quijote con toca, fue la dama errante.

Medina del Campo. Vista general, 1864 (Auguste Muriel)
Así como don Quijote no dormía pensando en los inocentes que necesitaban el auxilio de su brazo. Santa Teresa sólo vivía pensando en establecer templos y templos. Lo dice ella en sus escritos: «cada día que pasa los luteranos nos quitan un templo, yo quiero fundarlo para que no falte la casa de Dios».
Recorriendo siempre España, encuentra en sus excursiones un sacerdote aficionado a sus reglas y su orden que tiene algún dinero, unas «blanquillas» como ella dice, y funda, acompañada de otra monja el convento de Medina del Campo, entrando a la casa en que había de establecerse la nueva fundación religiosa a deshoras de la noche, atravesando caminos y calles medrosas y exponiéndose a una desgracia, pues que en sus alrededores vagaban los toros que habían de lidiarse en la corrida del día siguiente.

Y esta que fue llamada por un nuncio, la monja andariega, de una casucha hace un templo, su compañero coloca en un mal altar el sacramento y a la mañana siguiente los vecinos asombrados se encuentran con un nuevo convento. Convento en el que, como la misma Santa Teresa dice, podían las monjas oír el sacrificio de la misa sin salir de sus celdas y presenciándola por las rendijas y grietas de las viejas paredes y carcomidas puertas.
¡A qué seguir! Podría contaros muchas otras fundaciones hechas por la santa, con las que se demuestra su carácter quijotesco, pero sería repetir episodios y alargar demasiado esta conferencia.

Obras de Santa Teresa, edición del 1674
Hay, sin embargo, algo que contaros y que ella dice en una de sus páginas, describiendo una noche en Salamanca y que hace recordar a Guy de Maupasant.
Va, en efecto, una noche a Salamanca ocultamente, y llega a una casa solamente habitada por estudiantes. El dueño los arroja a la calle pata dar posada a la santa y a una compañera de viaje, y quedan solas las monjas en aquel caserón, palacio antiguo, que hace pensar en cuentos de brujas. En esa página por ella escrita así lo dice.
Metiéronse las pobres mujeres en una habitación donde se habían tendido unos puñados de paja, llenas sus paredes de grietas y sus ventanales rotos, por los que entraba el viento silbando y bramando, haciendo pensar en apariciones de almas y fantasmas. Era la noche de Ánimas; todas las campanas de la ciudad doblaban hiriendo el espacio con sus melancólicos tañidos, llevando el pavor y el miedo a los ánimos más templados. La monja compañera de Santa Teresa pensaba en los estudiantes, en que podían volver, en que quizás las echarían y así lo comunicaba a la Madre Teresa de Jesús; ésta la consolaba, la reducía con sus consejos y su fortaleza;  pero tal era el pavor de aquella monja, que llega a decirle: «Y si yo me muriera, ¿qué harías vos con un cadáver toda la noche?»
Santa Teresa vuelve a sus consejos, y al fin le dice: «Durmamos, hermana, desechad esos temores y que Dios sea con nosotras».

Lo característico de todas estas idas y venidas por las carreteras y caminos de España, de esta monja, es su voluntad de hierro, su fuerza, esa fuerza innata en todas las mujeres, que les hace no tener ni conocer el miedo al ridículo; los hombres sentimos miedo por el ridículo, la mujer no. La mujer sólo teme el qué dirán, cuando pueden atacar a su prestigio de mujer honrada.
Muchas veces en la vida, lo que no hace el marido lo hace la mujer; pues bien, esa era la suerte de Santa Teresa, y por eso recorrió toda la península en aquella época en que los caminos los llenaban hombres de todas clases y, por cierto, no modelos de caballeros honrados y galantes.
Imaginaos los conflictos que tendría que vencer, imaginaos su santa inocencia y sus grandes deseos de fundar conventos y templos donde los hombres adoran a Dios, su amor puro y casto.
Manuscrito de Santa Teresa

En cuanto a Santa Teresa, considerada en su estilo literario, no creáis que ella sea un modelo clásico. Tenía pocas letras. Una vez le escribía la priora de un convento, hablandolo de asilos. Y la fundadora de la orden contestábale: « ¿Qué es eso de asilos? Sea usía menos letrera y dediqúese á cosas convenientes».
No fue en realidad una escritora; escribía lo que pensaba claro, pero de cualquier manera, con una espontaneidad que recuerda a la de Ovidio, cuando, castigado porque hacía versos por el autor de sus días, le contestó en verso, sin querer, que no los haría más. Le ocurría como á Tolstoi, que siempre escribe para maldecir el arte y la literatura, y lo dice en forma admirable. Aborrecía á las mujeres literatas, y las obras que hizo fueron para sus monjas, para doña Luisa Mascareñas y para la duquesa ele Alba. Nunca pensó que sus libros llegaran á imprimirse, y de ahí esa espontaneidad y naturalidad sumas de todos sus escritos, en la prosa como en la poesía. Por especiales circunstancias de la ciudad en que se educó Santa Teresa, y porque la evolución del castellano no se había perfeccionado todavía, su lenguaje, propio de Castilla la Vieja, es diverso al de los autores que residían en Castilla la Nueva, como Cervantes, Lope, Quevedo y otros muchas. Santa Teresa decía naidelicióndispusicióncirimoniatraiga mesmosigurohaiga, palabras hoy no admitidas, pero que le eran en ciertas manera propias. Y le ocurría como al más grande de vuestros escritores, Sarmiento, que no tenía ortografía, pero sabía escribir. Ortografía tienen todos los maestros de escuela, pero no todos son escritores. Algo así ocurrió a Santa Teresa, dando motivo a que fray Luis de León se irritara por las correcciones que las hacían los editores, quitando a sus frases su expresiva sencillez. No era, pues, clásica.
Escribió infinidad de cartas de lenguaje popular, no tabernario, sin duda, pero sí en el castellano rudimentario de los vecinos de Ávila, y en esas cartas, cuando se dirigía a las monjas, hay plebeyismos cual las palabras que he citado, y frases minuciosas como para hacerse entender bien. Pero en sus obras «Camino de Perfección», «Castillo Interior» y otras, su astro se arrebata, se enciende, vuela y resulta en su encantadora espontaneidad una inmensa artista. Tiene toda la gracia de la salud moral en el primer libro que relatando su vida escribió, por mandato de su confesor.

Llamado camino de perfección, edición 1588

Ana de Mendoza y de la Cerda, 
princesa de Éboli (1540 - 1592)
Las señoras de la corte pidiéronle ese libro para conocerlo, y lo prestó ella a la duquesa de Alba y a doña Luisa Mascareñas. Esta lo leía sola; pero había en la corte una dama, la princesa de Evoli, delgada, menudita, fina, movediza, vivaz y graciosísima, que era a la manera de un vistoso colibrí, la única persona que desarrugaba el ceño de Felipe II, llevando como un rayo de sol a aquel carácter lóbrego como una caverna. Y esa señora, al ver que doña Luisa Mascareñas y la duquesa de Alba admiraban a la monja que escribía y que iba de ciudad en ciudad y de aldea en aldea fundando conventos, creyó deber imitar a esas otras damas de la nobleza y se hizo amiga de la fundadora, a quien perturbaba con sus revolteos de faldas y con la mirada brillantísima de sus ojos, que para mayor gracia eran uno azul y el otro negro. Deseó conocer la vida de la santa, que le dio su libro, y a las cuatro o cinco páginas se cansó de la lectura, abandonándolo a los pajes, que se reían del manuscrito. La de Evoli sintió capricho por fundar algún convento ella también, y aunque a Santa Teresa le era poco simpática, accedió a que le ayudara a fundar un convento de su orden en el pueblo de Pastrana. Murió el paciente marido de la de Evoli, llamado Ruy Gómez de Silva, y su viuda se entregó al mayor dolor y entró en el convento. Santa Teresa exclamó: «Monja la princesa, se acabó el convento». La de Evoli púsose ceniza en la cabeza el primer día y lloró desesperada; el segundo se lo pasó en el locutorio, y al tercero ya exigía que las monjas le hablaran puestas de rodillas, porque ella era de alta alcurnia.
Santa Teresa rompió sus relaciones con la de Evoli. Esta, en venganza, la denunció a la Inquisición, culpándola de actos heréticos, y así fue como la mujer más notable que ha tenido la Iglesia católica estuvo sufriendo bajo el poder inquisitorial no menos de nueve años, hasta que por fin reconocieron su inocencia. Había adquirido tanta fama como propagandista, que a tiempo de producirse la lucha entre las carmelitas calzadas y las descalzas, un nuncio, hablando de Santa Teresa, dijo que iba en devaneos por el mundo.

Otro gran amigo de la santa fue San Juan de la Cruz, poeta eminente del catolicismo.
Diré como lo conoció: quería la Madre Teresa hacer una fundación de hombres. Un día se presentaron a ella dos frailes. El uno era grande, alto, fornido, pudiera decirse que gigante de los frailes; el otro, por el contrario, chico y menudo, sonrosado, de rostro soñador. Era aquel fraile grande Eveti; el otro San Juan de la Cruz, y al comunicarles sus deseos, exclamó la santa: «Ya tengo fraile y medio».

San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús

Santa Teresa quería a Juan de la Cruz como madre amantísima, era mucho mayor que él; el fraile la adoraba con pasión férvida, ideal y divina. Y a tal punto, que cuando estaba perseguido y encerrado en los calabozos de la Inquisición de Toledo, recordaba siempre, en medio de sus tormentos, a su santa, y preguntaba si ella había sido también perseguida.

Santa Teresa de Jesús. Óleo siglo XVII,
anónimo (copia de José Ribera)
No creáis en esa Teresa que algunos os han presentado, no; Teresa era alegre, con la alegría sencilla del artista, del escritor que después de su trabajo desea expansión y recreo.
En San José de Ávila se enseñan las castañuelas, panderos y otros instrumentos que ella se complacía en enseñar a tocar a sus compañeras de claustro, en los ratos de ocio. Ella dijo que las almas santas necesitaban santas alegrías. 
Santa Teresa, al hacerse una figura europea, ha pasado por las descripciones de todos los artistas, especialmente de los franceses, que la hicieron una dama medioeval, de cara larga y pálida, de mirar triste, de manos de cera. No es verdad.
Yo estuve en la casa donde se crió la santa, he visto su báculo y, aunque no soy bajo, me queda sobrado. He visto una suela de sus sandalias, y es harto pequeña. Era lo que se llama en castellano una buena moza.
Tengo el retrato que hace de ella el padre Rivera, su contemporáneo, y en que parece verse a la santa: alta, agraciada, de ojos no grandes, pero tampoco pequeños, de sonrosado color y cabello castaño, algo rizado.
El padre Gracián, su confesor, añade que no fue fea y que el único retrato que se conserva de ella lo hizo a los 60 años, y por orden suya, un fraile pintor muy malo que había en un convento de Sevilla y que le llamaban fray Juan de las Miserias. Y aquí una anécdota que demuestra bien a la mujer, aunque sea santa. Cuando Santa Teresa vio su retrato terminado, dijo a fray Juan: «Dios te perdone, hermano, lo que me has hecho sufrir para pintarme fea y legañosa». 
Y es que la mujer, como las bellas artes, deben siempre ser hermosas.

Santa Teresa de  Jesús.
vista por Fray Juan de la Miseria
La fama de Teresa de Jesús se había difundido: ya sabéis lo que sucede a los que quieren sobrevivir. Las grandes figuras no se enteran de que decaen sus facultades, por eso veréis que los últimos días de los grandes hombres son días tristes. El mundo parece harto de su gloria. Después de muerto renace la gloria y el respeto.
Las mismas superioras vivían en continua batalla con esta vieja que se metía en todo y todo quería arreglarlo, y hasta se desataban en improperios. Un confesor la denunció nuevamente, aunque sin resultado, a la Inquisición. Entretanto, Teresa de Jesús, que en una caída se había roto un brazo y seguía, manca y todo, visitando unos y otros conventos, fue enviada, con una compañera, á Alba de Tormes. Durante el viaje sufrió frío, pasó veinticuatro horas sin comer, y al poco tiempo de llegar al convento, se murió. Así terminó su vida la que la Iglesia había de santificar llamando Santa Teresa de Jesús.
Y diré lo que representa para la literatura Santa Teresa. Grandes literatas ha habido, pero las supera esta escritora, por no tener cono ellas ni el artificio de la profesión ni el deseo de renombre. En la inteligencia de esta mujer, quizá la más grande inteligencia de mujer, todo es tan suyo como la vegetación de las montañas. Es inmortal Santa Teresa y se ha difundido su obra, inmortal también, pero que fue tan del momento, tan de la naturaleza, como el canto del ruiseñor, que no sabe siquiera si le oyen; como el aroma de la flor, que lo esparce sin advertir que encanta a quien lo aspira.